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Textos Obligatorios para Introducción al Saber octubre 11, 2008

Posted by Rodrigo Martínez Casás in Filosofía General.
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THEODORE ROSZAK, El culto a la información

5. Sobre ideas y datos

Al plantear estos interrogantes sobre el lugar que ocupa el ordenador en nuestras escuelas, no es mi propósito poner en duda el valor de la información en sí misma. Para bien o para mal, nuestra civilización tecnológica necesita sus datos del mismo modo que los romanos necesitaban sus carreteras y los egipcios del imperio antiguo necesitaban de la inundación del Nilo. Yo comparto esta necesidad en grado significativo. Como escritor y profesor, debo de formar parte del 5 al 10 por 100 de nuestra sociedad que siente un constante apetito profesional de información actualizada y digna de confianza. Hace ya tiempo que aprendí a valorar los servicios de una buena biblioteca de consulta dotada de un ordenador bien conectado.

Tampoco quiero negar que el ordenador es un medio superior de almacenar y recuperar datos. Nada sagrado hay en la página mecanografiada o impresa cuando se trata de conservar información; si hay una manera más rápida de de encontrar datos y manipularlos, somos afortunados por tenerla. Del mismo modo que desplazó a la regla de cálculo como instrumento para calcular, el ordenador tiene todo el derecho del mundo a desplazar el archivador y el libro de consulta, si demuestra que es más barato y más eficiente.

Pero sí quiero insistir en que la información, incluso cuando se mueve con la velocidad de la luz, no es más de lo que ha sido siempre: discretos paquetitos de datos, a veces útiles, a veces triviales, y nunca la sustancia del pensamiento. Ofrezco este concepto modesto y sensato de la información contradiciendo deliberadamente a los entusiastas de los ordenadores y a los teóricos de la información que han sugerido definiciones mucho más extravagantes. En el curso de este capítulo y del siguiente, a medida que vaya desarrollándose esta crítica, mi propósito será impugnar estos esfuerzos ambiciosos por ampliar el significado de la información hasta darle proporciones casi universales. Creo que ese proyecto no puede tener otro resultado que la deformación del orden natural de las prioridades intelectuales. Y en la medida en que los educadores consienten esa deformación y acceden a invertir mayor cantidad de sus recursos limitados en tecnología de la información, quizás estén perjudicando la capacidad de pensar significativamente de sus alumnos.

Ése es el gran daño que han causado los mercaderes de datos, los futurólogos y los maestros que creen que la instrucción informática es la ola educativa del futuro: pierden de vista una verdad suprema, a saber: que la mente piensa con ideas y no con información. La información puede ilustrar o decorar útilmente una idea; puede, allí donde funcione guiada por una idea contrastante, ayudar a poner en duda otras ideas; por sí misma no las valida ni las invalida. Una idea sólo puede generarla, revisarla o derrocarla otra idea. Una cultura sobrevive gracias al poder, la plasticidad y la fertilidad de sus ideas. Las ideas son lo primero, porque las ideas definen, contienen y finalmente producen información. La tarea principal de la educación, por tanto, es enseñar a los cerebros jóvenes a tratar con ideas: a valorarlas, a ampliarlas, a adaptarlas a nuevas aplicaciones. Esto puede hacerse utilizando muy poca información, quizás ninguna en absoluto. Ciertamente no requiere clase alguna de maquinaria procesadora de datos. De hecho, a veces un exceso de información excluye las ideas y el cerebro (en especial el cerebro joven) se ve distraído por factores estériles e inconexos, perdido entre montones amorfos de datos.

Tal vez, antes de proseguir, convenga dedicar cierto tiempo a los fundamentos.

La relación entre ideas e información es lo que denominamos una generalización. Cabría considerar que generalizar es la función básica de la inteligencia; sus formas son dos. En primer lugar, cuando se encuentra ante una mezcla amorfa e inmensa de datos (ya se trate de percepciones personales o de informes de segunda mano), la mente busca una pauta lógica, que conecte unos datos con otros. En segundo lugar, cuando los datos son muy pocos, la mente procura crear una pauta ampliando los escasos datos de que dispone y empujándolos hacia una conclusión. En los dos casos, el resultado es alguna afirmación general que no se encuentra en los datos individuales, sino que les ha sido impuesta por la imaginación. Quizá después de recoger más datos, la pauta se desmorone o ceda ante otra posibilidad más convincente. Aprender a abandonar una idea inadecuada para adoptar otra mejor, forma parte de una buena educación en lo que se refiere a ideas.

(…)

En los test psicológicos de Rorschach se presenta al sujeto una página en la que hay una serie de manchas o formas sin sentido. Las manchas podrán ser muchas o pocas, pero en los dos casos no sugieren ninguna imagen lógica. Luego, cuando uno las ha estado mirando fijamente durante un rato, puede que de pronto las manchas cobren una forma absolutamente clara. Pero, ¿dónde está esta imagen? Obviamente, no está en las manchas. El ojo, al buscar una pauta lógica, la ha proyectado sobre el material; ha impuesto sentido a lo que no tiene sentido. De modo parecido, en la psicología gestalt, puede que al sujeto se le muestre una imagen perceptual especialmente artificial: una serie ambigua de formas que al principio parece ser una cosa, pero luego parece otra. ¿Cuál es la imagen “verdadera”? El ojo es libre de elegir entre ellas, pues ambas están verdaderamente allí. En ambos casos –las manchas de Rorschach y la figura gestalt-, la pauta está en el ojo de la persona que las contempla; el material sensorial se limita a hacerla salir. La relación entre las ideas y los datos se parece mucho a esto. Los datos son las señales dispersas, posiblemente ambiguas; la mente las ordena de una manera u otra ajustándolas a una pauta inventada por ella misma. Las ideas son pautas integradoras que satisfacen la mente cuando ésta pregunta ¿qué quiere decir esto? ¿De qué va esto?

(…)

Los que quisieran dar a la información una elevada prioridad intelectual suelen suponer que los datos se bastan solos para sacudir y derrocar ideas. Pero raramente ocurre así, exceptuando, quizás, en ciertos períodos turbulentos en los que la idea general de “ser escéptico” y “poner en duda la autoridad” flota en el aire y se une a cualquier cosa nueva y discrepante que se presente. Por lo demás, cuando no existe una idea nueva, intelectualmente atractiva y bien formulada, es notable el grado de disonancia y contradicción que una idea dominante puede absorber. Encontramos casos clásicos de esto incluso en las ciencias. La cosmología ptolemaica que imperó en la antigüedad y durante la Edad Media se había visto comprometida por incontables observaciones contradictorias a lo largo de muchas generaciones. Con todo, era una idea intelectualmente grata y dotada de coherencia interna; así pues, el antiguo sistema era defendido por mentes penetrantes. Cuando parecía haber algún conflicto, se limitaban a ajustar y ampliar la idea o reestructuraban las observaciones para que encajasen. Si esto resultaba imposible, a veces las dejaban en un “apartadero cultural” a modo de curiosidades, excepciones, monstruos de la naturaleza. El sistema antiguo no fue retirado hasta que se creó una constelación de ideas muy imaginativas acerca de la dinámica celeste y terrestre, una constelación rebosante de nuevos conceptos de la gravitación, de la inercia, el ímpetu y la materia. A lo largo de los siglos XVIII y XIX se emplearon parecidas estrategias de ajuste para salvar otras ideas científicas heredadas en los campos de la química, la geología y la biología. Ninguna de estas ideas cedió hasta que se inventaron nuevos paradigmas enteros para sustituirlas, a veces, al principio, con relativamente pocos datos que los apoyaran. Las mentes se aferraban a los viejos conceptos no eran forzosamente tozudas o ignorantes; sencillamente necesitaban una idea mejor a la que agarrarse.

Las ideas maestras

Si hay un arte de pensar que enseñaríamos a los jóvenes, ese arte tiene mucho que ver con demostrar cómo la mente puede moverse a lo largo del espectro de la información, distinguiendo las generalizaciones sólidas de las corazonadas, las hipótesis de los prejuicios temerarios. Pero, para nuestros fines, quiero pasar a ocuparme del otro extremo del espectro, de es punto en el que los datos, que cada vez son más escasos, finalmente se desvanecen del todo. ¿Qué encontramos al dar un paso más allá de ese punto y penetrar en la zona donde la falta de datos es total?

Descubrimos allí las más arriesgadas de todas las ideas. Sin embargo, puede que también sean las más ricas y fructíferas. Porque en esa zona encontramos lo que podríamos denominar las ideas maestras, es decir, las grandes enseñanzas morales, religiosas y metafísicas que constituyen los cimientos de la cultura. La mayoría de las ideas que ocupan nuestro pensamiento de un momento a otro no son ideas maestras, sino generalizaciones más modestas. Pero a partir de aquí haré hincapié en las ideas maestras porque siempre están presentes, de una forma u otra, en la base de la mente, moldeando nuestros pensamientos por debajo del nivel de la conciencia. Quiero concentrarme en ellas, porque están relacionadas de una manera especialmente reveladora con la información, que es el objeto principal que nos ocupa. Las ideas maestras no se basan en ninguna información en absoluto. Por consiguiente, las utilizaré para poner de relieve la diferencia radical entre ideas y datos, diferencia que el culto a la información tanto ha hecho por oscurecer.

Veamos, a modo de ejemplo, una de las ideas maestras de nuestra sociedad: Todos los hombres son creados iguales.

(…) Pero, ¿de dónde salió esta idea? Obviamente, no salió de un conjunto de datos. Sus creadores no poseían más información sobre el mundo que sus antepasados, a los que sin duda hubiera escandalizado semejante declaración. Su información sobre el mundo era mucho menor que la que nosotros, en las postrimerías del siglo XX, podemos juzgar necesaria para apoyar una declaración tan comprensiva y universal sobre la naturaleza humana. Sin embargo, los que en el transcurso de las generaciones derramaron su sangre por defenderla (o para oponerse a ella) no obraron así basándose en ningún otro dato que les fuera presentado. La idea no tiene absolutamente ninguna relación con la información. Difícil sería imaginar una línea de investigación que pudiera probarla o refutarla. A decir verdad, cuando se ha intentado investigarla (como hicieron, por ejemplo, los inveterados teóricos del cociente de inteligencia), el resultado, como sus críticos nunca dejan de señalar, es una desviación irremediable del significado verdadero de la idea, que nada tiene que ver con mediciones o constataciones, con datos o cifras de ninguna clase. La idea de igualdad humana se refiere al valor esencial de las personas a ojos de sus semejantes. En cierta coyuntura histórica, esta idea nació en la mente de unos cuantos pensadores moralmente apasionados como respuesta provocativa y compasiva a unas condiciones de crasa injusticia que a no podían aceptarse. De unos pocos, la idea se propagó a muchos y, al hallar la misma respuesta insurgente en la multitud, pronto se convirtió en el grito de la guerra de una época. Lo mismo ocurre en el caso de las ideas maestras. No nacen de datos sino de una convicción absoluta que se enciende en el pensamiento de una persona, de unas cuantas, luego de muchas, a medida que las ideas se propagan a otras vidas donde la misma experiencia se encuentra a la espera de algo que la encienda.

He aquí unas cuantas ideas más, algunas de ellas, maestras, que en todos los casos, aunque de forma condensada, han sido tema de incontables variaciones en la filosofía, las creencias religiosas, la literatura y la jurisprudencia de la sociedad humana:

Jesús murió por nuestros pecados.

El Tao que puede nombrarse no es el verdadero Tao.

El hombre es un animal racional.

El hombre es una criatura caída.

El hombre es la medida de todas las cosas.

La mente es una hoja de papel en blanco.

La mente es gobernada por instintos inconscientes.

La mente es una colección de arquetipos heredados.

Dios es amor.

Dios ha muerto.

La vida es una peregrinación.

La vida es un milagro.

La vida es un absurdo sin sentido.

En el corazón de todas las culturas encontramos un núcleo de ideas como éstas, algunas antiguas, otras nuevas, otras florecientes, otras caídas en desuso. Como las ideas que acabo de presentar en formulaciones concisas son verbales, sería fácil confundirlas con exposiciones de otros tantos hechos. Tienen la misma forma lingüística que una información como, por ejemplo, “George Washington fue el primer presidente de los Estados Unidos”. Pero, por supuesto, no son hechos, no lo son más que un cuadro de Rembrandt, una sonata de Beethoven o una danza de Martha Gaham. Porque éstas también son ideas; son pautas integradoras cuyo fin es declarar el significado de cosas tal como los seres humanos las han descubierto mediante una revelación, una percepción súbita o el lento crecer de la sabiduría a lo largo de la vida. ¿De dónde proceden estas pautas? La imaginación las crea partiendo de la experiencia. Del mismo modo que las ideas ordenan la información, también ordenan el turbulento flujo de la experiencia que pasa a través de nosotros en el transcurso de la vida.

A esto se refiere Fritz Machlup cuando señala una diferencia notable entre “información” y “conocimiento” (Machlup utiliza aquí el vocablo “conocimiento” exactamente de la misma manera en que yo utilizo la palabra “idea”, es decir, como pauta integradora). “La información -nos dice- se adquiere oyendo a otros, mientras que el conocimiento puede adquirirse pensando.”

Cualquier clase de experiencia –impresiones accidentales, observaciones, e incluso la “experiencia interior” no provocada por estímulos recibidos del entorno- pueden poner en marcha procesos cognitivos que acaben cambiando el conocimiento de una persona. Así, puede adquirirse conocimiento nuevo sin que se reciba información nueva. (No hace falta decir que esta afirmación se refiere al conocimiento subjetivo; pero no hay conocimiento objetivo que antes no fuera conocimiento subjetivo de alguien.)[1]

Sin ideas, sin información

Desde el punto de vista del empirismo estricto y doctrinario que perdura en el culto a la información, los datos hablan por sí mismos. Acumuladlos en número suficiente y adquirirán convenientemente la forma de conocimiento. Pero, ¿cómo reconocemos un dato cuando lo vemos? Es de suponer que un dato no es un fruto de la mente ni una ilusión; es una partícula de verdad, pequeña y compacta. Pero ya para reunir estas partículas, hemos de saber qué es lo que tenemos que buscar. Tiene que existir la idea de un dato.

Los empíricos tenían razón al creer que los datos y las ideas se hallan relacionados significativamente, pero invirtieron la relación. Las ideas crean información, en vez de ocurrir al revés. Todo dato nace de una idea; es la respuesta a una pregunta que ni siquiera podríamos hacer de no haberse inventado una idea que aislara alguna porción del mundo, la hiciera importante, concentrase nuestra atención y estimulara la investigación.

A veces, una idea se vuelve tan corriente, tan parte del consenso cultural, que desaparece de la conciencia y se convierte en un hilo invisible del tejido del pensamiento. Entonces hacemos preguntas y las contestamos y recogemos información sin reflexionar sobre la idea que hay debajo de ella y que hace que esto sea posible. La idea se vuelve tan subliminal como la gramática que gobierna nuestro lenguaje cada vez que hablamos.

(…)

¿Qué sucede, pues, cuando borramos la distinción entre las ideas y la información y enseñamos a los niños que el procesamiento de esta última constituye la base del pensamiento? ¿O cuando nos ponemos a construir una “economía de la información” que cada a vez gasta más recursos en acumular y procesar datos? Entre otras cosas, enterramos aún más hondo las subestructuras de ideas sobre las que se alza la información, alejándolas todavía más de la reflexión crítica. Por ejemplo, empezamos a prestar más atención a los “indicadores económicos” –que son siempre números útiles y de aspecto sencillo- que a los supuestos relativos al trabajo, la riqueza y el bienestar que subyacen en la política económica. A decir verdad, nuestra ciencia económica ortodoxa está inundada de datos estadísticos que sirven principalmente para ofuscar cuestiones básicas de valor, propósito y justicia. ¿Qué ha aportado el ordenador a esta situación? Ha elevado el nivel de la inundación, vertiendo información engañosa y que distrae la atención desde todos los organismos gubernamentales y consejos de administración de las sociedades anónimas. Pero, lo que es aún más irónico, a la larga la concentración casi exclusiva en la información que el ordenador fomenta surtirá el efecto de excluir las ideas nuevas, que son la fuente intelectual generadora de datos.

A la larga, no habrá ideas; no habrá información.


CHARLES TAYLOR, La ética de la autenticidad

Quisiera referirme en lo que sigue a algunas de las formas de malestar de la modernidad. Entiendo por tales aquellos rasgos de nuestra cultura y nuestra sociedad contemporáneas que la gente experimenta como pérdida o declive, aun a medida que se “desarrolla” nuestra civilización. La gente tiene en ocasiones la impresión de que se ha producido un importante declive durante los últimos años o décadas, desde la Segunda Guerra Mundial, o los años 50, por ejemplo. Y en algunas ocasiones, la pérdida se percibe desde un período histórico mucho más largo, contemplando toda la era moderna desde el siglo XVII como marco temporal de declive. A menudo se trata de variaciones sobre unas cuantas melodías centrales. Yo deseo destacar aquí dos temas centrales, para pasar luego a un tercero que se deriva en buena medida de estos dos. Estos tres temas no agotan en modo alguno la cuestión, pero apuntan a buena parte de lo que nos inquieta y confunde en la sociedad moderna.

Las inquietudes a las que voy a referirme son bien conocidas. No hace falta recordárselas a nadie; son continuamente objeto de discusión, de lamentaciones, de desafío y de argumentaciones a la contra en todo tipo de medios de comunicación. Esto parecería razón suficiente para no hablar más de ellas. Pero creo que ese gran conocimiento esconde perplejidad; no comprendemos realmente esos cambios que nos inquietan, el curso habitual del debate sobre los mismos en realidad los desfigura y nos hace por tanto malinterpretar lo que podemos hacer respecto a ellos. Los cambios que definen la modernidad son bien conocidos y desconcertantes a la vez, y esa es la razón por la que todavía vale la pena hablar de ellos.

(1) La primera fuente de preocupación la constituye el individualismo. Por supuesto, el individualismo también designa lo que muchos consideran el logro más admirable de la civilización moderna. Vivimos en un mundo en el que las personas tienen derecho a elegir por sí mismas su propia regla de vida, a decidir en conciencia, qué convicciones desean adoptar, a determinar la configuración de sus vidas con una completa variedad de formas sobre las que sus antepasados no tenían control. Y estos derechos están por lo general defendidos por nuestros sistemas legales. Ya no se sacrifica, por principio, a las personas en aras de exigencias de órdenes supuestamente sagrados que les trascienden.

Muy pocos desean renunciar a este logro. En realidad, muchos piensan que está aún incompleto, que las disposiciones económicas, los modelos de vida familiar o las nociones tradicionales de jerarquía todavía restringen demasiado nuestra libertad de ser nosotros mismos. Pero muchos de nosotros nos mostramos también ambivalentes. La libertad moderna se logró cuando conseguimos escapar de horizontes morales del pasado. La gente solía considerarse como parte de un orden mayor. En algunos casos, se trataba de un orden cósmico, una “gran cadena del Ser”, en la que los seres humanos ocupaban el lugar que les correspondía junto a los ángeles, los cuerpos celestes y las criaturas que son nuestros congéneres en la Tierra. Este orden jerárquico se reflejaba en las jerarquías de la sociedad humana. La gente se encontraba a menudo confinada en un lugar, un papel y un puesto determinados que eran estrictamente los suyos y de los que era casi impensable apartarse. La libertad moderna sobrevino gracias al descrédito de dichos órdenes.

Pero al mismo tiempo que nos limitaban, esos órdenes daban sentido al mundo y a las actividades de la vida social. Las cosas que nos rodean no eran tan sólo materias primas o instrumentos potenciales para nuestros proyectos, sino que tenían el significado que les otorgaba su lugar en la cadena del ser. El águila no era solamente un ave como otra cualquiera, sino el rey de un dominio de la vida animal. Del mismo modo, los rituales y normas de la sociedad tenían una significación que no era meramente instrumental. Al descrédito de esos órdenes se le ha denominado “desencantamiento” del mundo. Con ello, las cosas perdieron parte de su magia.

Durante un par de siglos se ha venido desarrollando un enérgico debate para saber si esto suponía o no un beneficio inequívoco. Pero no es en esto en lo que quiero centrarme aquí. Quiero antes bien examinar lo que algunos estiman que han sido sus consecuencias par la vida humana y el sentido de la misma. Repetidas veces se ha expresado la inquietud de que el individuo perdió algo importante además de esos horizontes más amplios de acción, sociales y cósmicos. Algunos se han referido a ellos como si hablaran de la pérdida de la dimensión heroica de la vida. La gente ya no tiene la sensación de contar con un fin más elevado, con algo por lo que vale la pena morir. Alexis de Tocqueville hablaba a veces de este modo en el pasado siglo, refiriéndose a los “petit et vulgaires plaisirs” que la gente tiende a buscar en épocas democráticas. Dicho de otro modo, sufrimos de falta de pasión. Kierkegaard vio la “época presente” en esos términos. Y los “últimos hombres” de Nietzsche son el nadir final de este declive; no les quedan más aspiraciones en la vida que las de un “lastimoso bienestar”. Esta pérdida de finalidad estaba ligada a un angostamiento. La gente perdía esa visión más amplia porque prefería centrarse en su vida individual. La igualdad democrática, dice Tocqueville, lleva lo individual hacia sí mismo, “et menace de le renfermer en fin tout entier dans la solitude de son propre coeur”. En otras palabras, el lado obscuro del individualismo supone centrarse en el yo, lo que aplana y estrecha a la vez nuestras vidas, las empobrece de sentido, y las hace perder interés por los demás o por la sociedad.

Esta inquietud ha salido recientemente a la superficie en la preocupación por los frutos de la “sociedad permisiva”, la conducta de la “generación del yo” o la preeminencia del “narcisismo”, por tomar sólo tres de las formulaciones contemporáneas más conocidas. La sensación de que sus vidas se han vuelto más chatas y angostas, y de que ello guarda relación con una anormal y lamentable autoabsorción, ha retornado en formas específicas de la cultura contemporánea. Con ello queda definido el primer tema que deseo tratar.

(2) El desencantamiento del mundo se relaciona con otro fenómeno extraordinariamente importante de la era moderna, que inquieta también enormemente a muchas personas. Podríamos llamarlo primacía de la razón instrumental. Por “razón instrumental” entiendo la clase de racionalidad de la que nos servimos cuando calculamos la aplicación económica de los medios a un fin dado. La eficiencia máxima, la mejor relación coste-rendimiento, es su medida del éxito.

Sin duda suprimir los viejos órdenes ha ampliado inmensamente el alcance de la razón instrumental. Una vez que la sociedad deja de tener una estructura sagrada, una vez que las convenciones sociales y los modos de actuar dejan de estar asentados en el orden de las cosas o en la voluntad de Dios, están en cierto sentido a disposición de cualquiera. Pueden volver a concebirse con todas sus consecuencias, teniendo la felicidad y el bienestar de los individuos como meta. La norma que se aplica entonces en lo sucesivo es la de la razón instrumental. De forma similar, una vez que las criaturas que nos rodean pierden el significado que correspondía a su lugar en la cadena del ser, están abiertas a que se las trate como materias primas o instrumentos de nuestros proyectos.

En cierto modo, este cambio ha sido liberador. Pero también existe un extendido desasosiego ante la razón instrumental de que no sólo ha aumentado su alcance, sino que además amenaza con apoderarse de nuestras vidas. El temor se cifra en que aquellas cosas que deberían determinarse por medio de otros criterios se decidan en términos de eficiencia o de análisis coste-beneficio”, que los fines independientes que deberían ir guiando nuestras vidas se vean eclipsados por la exigencia de obtener el máximo rendimiento. Se pueden señalar muchas cosas para poner en evidencia esta preocupación: así por ejemplo, las formas en que se utilízale crecimiento económico para justificar la desigual distribución de la riqueza o la renta, o la manera en que esas exigencias nos hacen insensibles a las necesidades del medio ambiente, hasta el punto del desastre en potencia. O si no, podemos pensar en la forma en que buena parte de nuestra planificación social en terrenos cruciales como la valoración de riesgos, se ve dominada por formas de análisis coste-beneficio que encierran cálculos grotescos, asignando una valoración en dólares a la vida humana.

La primacía de la razón instrumental se hace también evidente en el prestigio y el aura que rodea a la tecnología y nos hace creer que deberíamos buscar soluciones tecnológicas, aun cuando lo que se requiere es algo muy diferente. Con bastante frecuencia observamos esto en el orden de la política, tal como Bellah y sus colegas sostienen en su último libro.

Pero también invade otros terrenos, como el de la medicina. Patricia Benner ha argumentado en una serie de importantes trabajos que el enfoque tecnológico de la medicina ha dejado a menudo de lado el tipo de atención que conlleva tratar al paciente como una persona completa con una trayectoria vital, y no como un punto de un problema técnico. La sociedad y el estamento médico con frecuencia minusvaloran la aportación realizada por las enfermeras, que en la mayor parte de los casos son las que proporcionan esa atención sensible y humana, en contraposición a los especialistas imbuidos de sus saberes de alta tecnología.

Se piensa también que el lugar dominante que ocupa la tecnología ha contribuido a ese aplanamiento y estrechamiento de nuestras vidas que he ido discutiendo en relación con el primer tema. La gente se ha hecho eco de esa pérdida de resonancia, profundidad o riqueza de nuestro entorno humano. Hace casi 150 años, Marx, en el Manifiesto Comunista, observó que uno de los resultados del desarrollo capitalista era que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. La afirmación de que los objetos sólidos, duraderos, expresivos, que nos servían en el pasado están siendo apartados en beneficio de las mercancías sustituibles, rápidas y de pacotilla de las que nos rodeamos. Albert Borgman habla del “paradigma del artefacto”, por el cual nos abstenemos cada vez más del “compromiso manifiesto” con nuestro medio y, por el contrario, pedimos y obtenemos productos destinados a proporcionarnos un beneficio restringido. Contrapone lo que supone tener calefacción en casa, en forma de caldera de calefacción central, con lo que esta misma función entrañaba en los tiempos de los colonizadores, cuando la familia entera tenía que dedicarse a la tarea de cortar y recoger leña para la estufa o el hogar. Borgman parece incluso hacerse eco de la imagen de Nietzsche de los “últimos hombres” cuando argumenta que la primitiva promesa de liberación de la tecnología puede degenerar en “la consecución de un frívolo bienestar”. Hanna Arendt se centró en la calidad cada vez más efímera de los modernos objetos de uso y sostuvo que “la realidad y fiabilidad del mundo humano descansa primordialmente en el hecho de que estamos rodeados de cosas más permanentes que la actividad por medio de la cual se producen.” Esta permanencia se ve amenazada en un mundo de mercancías modernas.

Este sentido de la amenaza se incrementa con el conocimiento de que esta primacía no es cosa tan sólo de orientación inconsciente, ala que nos vemos empujados y tentados por la edad moderna. Como tal, sería bastante difícil de combatir, aunque cedería al menos ante la persuasión. Pero está claro que poderosos mecanismos de la vida social nos presionan en esta dirección. Una ejecutiva de gestión puede verse forzada por las condiciones del mercado a adoptar, a despecho de su propia orientación, una estrategia maximizadota que juzgue destructiva. Un funcionario a despecho de su intuición personal, puede verse forzado por las reglas bajo las que trabaja a tomar una decisión que sabe va en contra de la humanidad y el buen sentido.

Marx y Weber y otros grandes teóricos han explorado esos mecanismos impersonales, a los que Weber designó con el evocador término de “jaula de hierro”. Y algunos han querido extraer de estos análisis la conclusión de que estamos del todo desamparados mientras no desmantelemos totalmente las estructuras institucionales con las que nos hemos estado desempeñando durante los últimos siglos, a saber, el mercado y el Estado. Esta aspiración parece hoy tan irrealizable que es tanto como declararnos impotentes.

Quiero volver más tarde sobre esta cuestión, pero creo que estas firmes teorías de la fatalidad son abstractas y erróneas. Nuestro grado de libertad no es igual a cero. Tiene sentido reflexionar sobre cuáles serían nuestros fines, y si la razón instrumental debería tener menos incidencia en nuestras vidas de la que tiene. Pero la verdad de estos análisis es que no es sólo cuestión de cambiar la actitud de los individuos; no se trata tan sólo de una batalla por ganarse “los corazones y las mentes”, siendo importante como es. El cambio en este terreno tendrá que ser también institucional, aunque no pueda ser tan tajante y total como el que propusieron los grandes teóricos de la revolución.

(3) Ello nos lleva al plano de la política, y a las temidas consecuencias para la vida política del individualismo y de la razón instrumental. Ya he mencionado una de ellas. Se trata de que las instituciones y estructuras de la sociedad tecnológico-industrial limitan rigurosamente nuestras opciones, que fuerzan a las sociedades tanto como a los individuos a dar a la razón instrumental un peso que nunca le concederíamos en una reflexión moral seria, y que incluso puede ser enormemente destructiva. Un ejemplo pertinente lo constituyen nuestras grandes dificultades para enfrentarnos a las amenazas vitales a nuestra existencia proveniente de desastres medioambientales, como la que supone una capa de ozono cada vez más tenue. Se puede observar cómo la sociedad estructurada en torno a la razón instrumental nos impone una gran pérdida de libertad, tanto a los individuos como a los grupos, debido a que no son sólo nuestras decisiones las configuradas por estas fuerzas. Es difícil mantener un estilo de vida individual contra corriente. Así, por ejemplo, la planificación de algunas ciudades modernas hace difícil moverse por ellas sin coche, en especial allí donde se ha erosionado el transporte público a favor del automóvil privado.

Pero hay otra clase de pérdida, que ha sido también ampliamente discutida, de forma memorable sin parangón, por Alexis de Tocqueville. En una sociedad en la que la gente termina convirtiéndose en ese tipo de individuos que están “encerrados en sus corazones”, pocos querrán participar activamente de su autogobierno. Preferirán quedarse en casa y gozar de las satisfacciones de la vida privada, mientras el gobierno proporciona los medios para el logro de estas satisfacciones y los distribuye de modo general.

Con ello se abre la puerta al peligro de una nueva forma específicamente moderna de despotismo “blando”. No será una tiranía de terror y opresión como las de tiempos pretéritos. El gobierno será suave y paternalista. Puede que mantenga incluso formas democráticas, con elecciones periódicas. Pero en realidad, todo se regirá por un “inmenso poder tutelar”, sobre el que la gente tendrá poco control. La única defensa contra ello, piensa Tocqueville, consiste en una vigorosa cultura política en la que se valore la participación, tanto en los diversos niveles de gobierno como en asociaciones voluntarias. Pero el atomismo del individuo absorto en sí mismo milita en contra de esto. Cuando disminuye la participación, cuando se extinguen las asociaciones laterales que operaban como vehículo de la misma, el ciudadano individual se queda solo frente al vasto Estado burocrático y se siente, con razón, impotente. Con ello se desmotiva al ciudadano aún más, y se cierra el círculo vicioso del despotismo blando.

Acaso algo parecido a esta alienación de la esfera pública y la consiguiente pérdida de control político está teniendo lugar en nuestro mundo político, altamente centralizado y burocrático. Muchos pensadores contemporáneos han considerado profética la obra de Tocqueville. Si es éste el caso, lo que estamos en peligro de perder es el control de nuestro destino, algo que podríamos ejercer en común como ciudadanos. Es a esto lo que Tocqueville llamó “libertad política”. La que se ve aquí amenazada es nuestra dignidad como ciudadanos. Los mecanismos impersonales antes mencionados pueden reducir nuestro grado de libertad como sociedad, pero la pérdida de libertad política vendría a significar que hasta las opciones que se nos dejan ya no serían objeto de nuestra elección como ciudadanos, sino la de un poder tutelar irresponsable.

Estas son, por lo tanto, las tres formas de malestar sobre la modernidad que deseo discutir en este libro. El primer temor estriba en lo que podríamos llamar pérdida de sentido, la disolución de los horizontes morales. La segunda concerniente al eclipse de los fines, frente a una razón instrumental desenfrenada. Y la tercera se refiere a la pérdida de libertad.

Por supuesto, estas ideas no están libres de controversia. He hablado de inquietudes que son generales y he mencionado a influyentes autores, pero sin llegar a ningún acuerdo. Hasta quienes comparten en cierta forma estas preocupaciones discuten enérgicamente sobre la manera en que deberían formularse. Y hay mucha gente que desea desecharlas sin más. Los que se hallan profundamente inmersos en la cultura del narcisismo creen que quienes muestran objeciones a la misma ansían una era anterior, más opresora. Los adeptos de la razón tecnológica moderna creen que los críticos de la primacía de lo instrumental son reaccionarios y obscurantistas, que proyectan negar al mundo los beneficios de la ciencia. Y están los defensores de la mera libertad negativa, que creen que el valor de la libertad política está sobrevalorado, y que una sociedad en la que la gestión política se combine con la máxima independencia para cada individuo es lo que debiéramos proponernos como meta. La modernidad tiene sus detractores y defensores.

No hay acuerdo alguno en nada de esto, y el debate continúa. Pero en el curso de este debate, la naturaleza esencial de estos cambios, que son, ora censurados, ora elogiados, es con frecuencia malentendida. Y como resultado, la naturaleza real de las opciones morales que deben tomarse queda oscurecida. En particular, sostendré que el camino correcto que debe tomarse no es ni el recomendado por los defensores categóricos, ni el favorecido por los detractores en toda regla. Tampoco nos proporcionará la respuesta un simple intercambio entre las ventajas y el precio a pagar por el individualismo, la tecnología y la gestión burocrática. La naturaleza de la cultura moderna es más sutil y compleja. Quiero afirmar que tanto defensores como detractores tienen razón, pero de una forma a la que no se puede hacer justicia mediante un simple intercambio entre ventajas y costes. En realidad hay mucho de admirable y mucho de degradado y aterrador en los desarrollos que he ido describiendo, pero comprender la relación entre ambos es comprender que la cuestión no estriba tanto en saber qué parte del precio ha de pagarse en consecuencias perjudiciales por los frutos positivos, sino más bien en cómo guiar estos cambios hacia su mayor promesa y evitar que se deslicen hacia formas ya degradadas.

No dispongo ahora del espacio que necesitaría para tratar estos temas tal como merecen, por lo que propongo tomar un atajo. Emprenderé la discusión del primer tema, referente a los peligros del individualismo y la pérdida de sentido. Proseguiré esta discusión con cierta extensión. Habiendo derivado alguna idea de cómo debería abordarse esta cuestión, sugeriré la forma en que podría discurrir un tratamiento similar de las dos restantes. La mayor parte de la discusión se centrará por tanto en el primer eje de esta preocupación. Examinemos con más detalle de qué forma aparece hoy en día.


[1] Machlup y Mansfield, The Study of information