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Textos Obligatorios para Introducción al Saber octubre 11, 2008

Posted by Rodrigo Martínez Casás in Filosofía General.
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THEODORE ROSZAK, El culto a la información

5. Sobre ideas y datos

Al plantear estos interrogantes sobre el lugar que ocupa el ordenador en nuestras escuelas, no es mi propósito poner en duda el valor de la información en sí misma. Para bien o para mal, nuestra civilización tecnológica necesita sus datos del mismo modo que los romanos necesitaban sus carreteras y los egipcios del imperio antiguo necesitaban de la inundación del Nilo. Yo comparto esta necesidad en grado significativo. Como escritor y profesor, debo de formar parte del 5 al 10 por 100 de nuestra sociedad que siente un constante apetito profesional de información actualizada y digna de confianza. Hace ya tiempo que aprendí a valorar los servicios de una buena biblioteca de consulta dotada de un ordenador bien conectado.

Tampoco quiero negar que el ordenador es un medio superior de almacenar y recuperar datos. Nada sagrado hay en la página mecanografiada o impresa cuando se trata de conservar información; si hay una manera más rápida de de encontrar datos y manipularlos, somos afortunados por tenerla. Del mismo modo que desplazó a la regla de cálculo como instrumento para calcular, el ordenador tiene todo el derecho del mundo a desplazar el archivador y el libro de consulta, si demuestra que es más barato y más eficiente.

Pero sí quiero insistir en que la información, incluso cuando se mueve con la velocidad de la luz, no es más de lo que ha sido siempre: discretos paquetitos de datos, a veces útiles, a veces triviales, y nunca la sustancia del pensamiento. Ofrezco este concepto modesto y sensato de la información contradiciendo deliberadamente a los entusiastas de los ordenadores y a los teóricos de la información que han sugerido definiciones mucho más extravagantes. En el curso de este capítulo y del siguiente, a medida que vaya desarrollándose esta crítica, mi propósito será impugnar estos esfuerzos ambiciosos por ampliar el significado de la información hasta darle proporciones casi universales. Creo que ese proyecto no puede tener otro resultado que la deformación del orden natural de las prioridades intelectuales. Y en la medida en que los educadores consienten esa deformación y acceden a invertir mayor cantidad de sus recursos limitados en tecnología de la información, quizás estén perjudicando la capacidad de pensar significativamente de sus alumnos.

Ése es el gran daño que han causado los mercaderes de datos, los futurólogos y los maestros que creen que la instrucción informática es la ola educativa del futuro: pierden de vista una verdad suprema, a saber: que la mente piensa con ideas y no con información. La información puede ilustrar o decorar útilmente una idea; puede, allí donde funcione guiada por una idea contrastante, ayudar a poner en duda otras ideas; por sí misma no las valida ni las invalida. Una idea sólo puede generarla, revisarla o derrocarla otra idea. Una cultura sobrevive gracias al poder, la plasticidad y la fertilidad de sus ideas. Las ideas son lo primero, porque las ideas definen, contienen y finalmente producen información. La tarea principal de la educación, por tanto, es enseñar a los cerebros jóvenes a tratar con ideas: a valorarlas, a ampliarlas, a adaptarlas a nuevas aplicaciones. Esto puede hacerse utilizando muy poca información, quizás ninguna en absoluto. Ciertamente no requiere clase alguna de maquinaria procesadora de datos. De hecho, a veces un exceso de información excluye las ideas y el cerebro (en especial el cerebro joven) se ve distraído por factores estériles e inconexos, perdido entre montones amorfos de datos.

Tal vez, antes de proseguir, convenga dedicar cierto tiempo a los fundamentos.

La relación entre ideas e información es lo que denominamos una generalización. Cabría considerar que generalizar es la función básica de la inteligencia; sus formas son dos. En primer lugar, cuando se encuentra ante una mezcla amorfa e inmensa de datos (ya se trate de percepciones personales o de informes de segunda mano), la mente busca una pauta lógica, que conecte unos datos con otros. En segundo lugar, cuando los datos son muy pocos, la mente procura crear una pauta ampliando los escasos datos de que dispone y empujándolos hacia una conclusión. En los dos casos, el resultado es alguna afirmación general que no se encuentra en los datos individuales, sino que les ha sido impuesta por la imaginación. Quizá después de recoger más datos, la pauta se desmorone o ceda ante otra posibilidad más convincente. Aprender a abandonar una idea inadecuada para adoptar otra mejor, forma parte de una buena educación en lo que se refiere a ideas.

(…)

En los test psicológicos de Rorschach se presenta al sujeto una página en la que hay una serie de manchas o formas sin sentido. Las manchas podrán ser muchas o pocas, pero en los dos casos no sugieren ninguna imagen lógica. Luego, cuando uno las ha estado mirando fijamente durante un rato, puede que de pronto las manchas cobren una forma absolutamente clara. Pero, ¿dónde está esta imagen? Obviamente, no está en las manchas. El ojo, al buscar una pauta lógica, la ha proyectado sobre el material; ha impuesto sentido a lo que no tiene sentido. De modo parecido, en la psicología gestalt, puede que al sujeto se le muestre una imagen perceptual especialmente artificial: una serie ambigua de formas que al principio parece ser una cosa, pero luego parece otra. ¿Cuál es la imagen “verdadera”? El ojo es libre de elegir entre ellas, pues ambas están verdaderamente allí. En ambos casos –las manchas de Rorschach y la figura gestalt-, la pauta está en el ojo de la persona que las contempla; el material sensorial se limita a hacerla salir. La relación entre las ideas y los datos se parece mucho a esto. Los datos son las señales dispersas, posiblemente ambiguas; la mente las ordena de una manera u otra ajustándolas a una pauta inventada por ella misma. Las ideas son pautas integradoras que satisfacen la mente cuando ésta pregunta ¿qué quiere decir esto? ¿De qué va esto?

(…)

Los que quisieran dar a la información una elevada prioridad intelectual suelen suponer que los datos se bastan solos para sacudir y derrocar ideas. Pero raramente ocurre así, exceptuando, quizás, en ciertos períodos turbulentos en los que la idea general de “ser escéptico” y “poner en duda la autoridad” flota en el aire y se une a cualquier cosa nueva y discrepante que se presente. Por lo demás, cuando no existe una idea nueva, intelectualmente atractiva y bien formulada, es notable el grado de disonancia y contradicción que una idea dominante puede absorber. Encontramos casos clásicos de esto incluso en las ciencias. La cosmología ptolemaica que imperó en la antigüedad y durante la Edad Media se había visto comprometida por incontables observaciones contradictorias a lo largo de muchas generaciones. Con todo, era una idea intelectualmente grata y dotada de coherencia interna; así pues, el antiguo sistema era defendido por mentes penetrantes. Cuando parecía haber algún conflicto, se limitaban a ajustar y ampliar la idea o reestructuraban las observaciones para que encajasen. Si esto resultaba imposible, a veces las dejaban en un “apartadero cultural” a modo de curiosidades, excepciones, monstruos de la naturaleza. El sistema antiguo no fue retirado hasta que se creó una constelación de ideas muy imaginativas acerca de la dinámica celeste y terrestre, una constelación rebosante de nuevos conceptos de la gravitación, de la inercia, el ímpetu y la materia. A lo largo de los siglos XVIII y XIX se emplearon parecidas estrategias de ajuste para salvar otras ideas científicas heredadas en los campos de la química, la geología y la biología. Ninguna de estas ideas cedió hasta que se inventaron nuevos paradigmas enteros para sustituirlas, a veces, al principio, con relativamente pocos datos que los apoyaran. Las mentes se aferraban a los viejos conceptos no eran forzosamente tozudas o ignorantes; sencillamente necesitaban una idea mejor a la que agarrarse.

Las ideas maestras

Si hay un arte de pensar que enseñaríamos a los jóvenes, ese arte tiene mucho que ver con demostrar cómo la mente puede moverse a lo largo del espectro de la información, distinguiendo las generalizaciones sólidas de las corazonadas, las hipótesis de los prejuicios temerarios. Pero, para nuestros fines, quiero pasar a ocuparme del otro extremo del espectro, de es punto en el que los datos, que cada vez son más escasos, finalmente se desvanecen del todo. ¿Qué encontramos al dar un paso más allá de ese punto y penetrar en la zona donde la falta de datos es total?

Descubrimos allí las más arriesgadas de todas las ideas. Sin embargo, puede que también sean las más ricas y fructíferas. Porque en esa zona encontramos lo que podríamos denominar las ideas maestras, es decir, las grandes enseñanzas morales, religiosas y metafísicas que constituyen los cimientos de la cultura. La mayoría de las ideas que ocupan nuestro pensamiento de un momento a otro no son ideas maestras, sino generalizaciones más modestas. Pero a partir de aquí haré hincapié en las ideas maestras porque siempre están presentes, de una forma u otra, en la base de la mente, moldeando nuestros pensamientos por debajo del nivel de la conciencia. Quiero concentrarme en ellas, porque están relacionadas de una manera especialmente reveladora con la información, que es el objeto principal que nos ocupa. Las ideas maestras no se basan en ninguna información en absoluto. Por consiguiente, las utilizaré para poner de relieve la diferencia radical entre ideas y datos, diferencia que el culto a la información tanto ha hecho por oscurecer.

Veamos, a modo de ejemplo, una de las ideas maestras de nuestra sociedad: Todos los hombres son creados iguales.

(…) Pero, ¿de dónde salió esta idea? Obviamente, no salió de un conjunto de datos. Sus creadores no poseían más información sobre el mundo que sus antepasados, a los que sin duda hubiera escandalizado semejante declaración. Su información sobre el mundo era mucho menor que la que nosotros, en las postrimerías del siglo XX, podemos juzgar necesaria para apoyar una declaración tan comprensiva y universal sobre la naturaleza humana. Sin embargo, los que en el transcurso de las generaciones derramaron su sangre por defenderla (o para oponerse a ella) no obraron así basándose en ningún otro dato que les fuera presentado. La idea no tiene absolutamente ninguna relación con la información. Difícil sería imaginar una línea de investigación que pudiera probarla o refutarla. A decir verdad, cuando se ha intentado investigarla (como hicieron, por ejemplo, los inveterados teóricos del cociente de inteligencia), el resultado, como sus críticos nunca dejan de señalar, es una desviación irremediable del significado verdadero de la idea, que nada tiene que ver con mediciones o constataciones, con datos o cifras de ninguna clase. La idea de igualdad humana se refiere al valor esencial de las personas a ojos de sus semejantes. En cierta coyuntura histórica, esta idea nació en la mente de unos cuantos pensadores moralmente apasionados como respuesta provocativa y compasiva a unas condiciones de crasa injusticia que a no podían aceptarse. De unos pocos, la idea se propagó a muchos y, al hallar la misma respuesta insurgente en la multitud, pronto se convirtió en el grito de la guerra de una época. Lo mismo ocurre en el caso de las ideas maestras. No nacen de datos sino de una convicción absoluta que se enciende en el pensamiento de una persona, de unas cuantas, luego de muchas, a medida que las ideas se propagan a otras vidas donde la misma experiencia se encuentra a la espera de algo que la encienda.

He aquí unas cuantas ideas más, algunas de ellas, maestras, que en todos los casos, aunque de forma condensada, han sido tema de incontables variaciones en la filosofía, las creencias religiosas, la literatura y la jurisprudencia de la sociedad humana:

Jesús murió por nuestros pecados.

El Tao que puede nombrarse no es el verdadero Tao.

El hombre es un animal racional.

El hombre es una criatura caída.

El hombre es la medida de todas las cosas.

La mente es una hoja de papel en blanco.

La mente es gobernada por instintos inconscientes.

La mente es una colección de arquetipos heredados.

Dios es amor.

Dios ha muerto.

La vida es una peregrinación.

La vida es un milagro.

La vida es un absurdo sin sentido.

En el corazón de todas las culturas encontramos un núcleo de ideas como éstas, algunas antiguas, otras nuevas, otras florecientes, otras caídas en desuso. Como las ideas que acabo de presentar en formulaciones concisas son verbales, sería fácil confundirlas con exposiciones de otros tantos hechos. Tienen la misma forma lingüística que una información como, por ejemplo, “George Washington fue el primer presidente de los Estados Unidos”. Pero, por supuesto, no son hechos, no lo son más que un cuadro de Rembrandt, una sonata de Beethoven o una danza de Martha Gaham. Porque éstas también son ideas; son pautas integradoras cuyo fin es declarar el significado de cosas tal como los seres humanos las han descubierto mediante una revelación, una percepción súbita o el lento crecer de la sabiduría a lo largo de la vida. ¿De dónde proceden estas pautas? La imaginación las crea partiendo de la experiencia. Del mismo modo que las ideas ordenan la información, también ordenan el turbulento flujo de la experiencia que pasa a través de nosotros en el transcurso de la vida.

A esto se refiere Fritz Machlup cuando señala una diferencia notable entre “información” y “conocimiento” (Machlup utiliza aquí el vocablo “conocimiento” exactamente de la misma manera en que yo utilizo la palabra “idea”, es decir, como pauta integradora). “La información -nos dice- se adquiere oyendo a otros, mientras que el conocimiento puede adquirirse pensando.”

Cualquier clase de experiencia –impresiones accidentales, observaciones, e incluso la “experiencia interior” no provocada por estímulos recibidos del entorno- pueden poner en marcha procesos cognitivos que acaben cambiando el conocimiento de una persona. Así, puede adquirirse conocimiento nuevo sin que se reciba información nueva. (No hace falta decir que esta afirmación se refiere al conocimiento subjetivo; pero no hay conocimiento objetivo que antes no fuera conocimiento subjetivo de alguien.)[1]

Sin ideas, sin información

Desde el punto de vista del empirismo estricto y doctrinario que perdura en el culto a la información, los datos hablan por sí mismos. Acumuladlos en número suficiente y adquirirán convenientemente la forma de conocimiento. Pero, ¿cómo reconocemos un dato cuando lo vemos? Es de suponer que un dato no es un fruto de la mente ni una ilusión; es una partícula de verdad, pequeña y compacta. Pero ya para reunir estas partículas, hemos de saber qué es lo que tenemos que buscar. Tiene que existir la idea de un dato.

Los empíricos tenían razón al creer que los datos y las ideas se hallan relacionados significativamente, pero invirtieron la relación. Las ideas crean información, en vez de ocurrir al revés. Todo dato nace de una idea; es la respuesta a una pregunta que ni siquiera podríamos hacer de no haberse inventado una idea que aislara alguna porción del mundo, la hiciera importante, concentrase nuestra atención y estimulara la investigación.

A veces, una idea se vuelve tan corriente, tan parte del consenso cultural, que desaparece de la conciencia y se convierte en un hilo invisible del tejido del pensamiento. Entonces hacemos preguntas y las contestamos y recogemos información sin reflexionar sobre la idea que hay debajo de ella y que hace que esto sea posible. La idea se vuelve tan subliminal como la gramática que gobierna nuestro lenguaje cada vez que hablamos.

(…)

¿Qué sucede, pues, cuando borramos la distinción entre las ideas y la información y enseñamos a los niños que el procesamiento de esta última constituye la base del pensamiento? ¿O cuando nos ponemos a construir una “economía de la información” que cada a vez gasta más recursos en acumular y procesar datos? Entre otras cosas, enterramos aún más hondo las subestructuras de ideas sobre las que se alza la información, alejándolas todavía más de la reflexión crítica. Por ejemplo, empezamos a prestar más atención a los “indicadores económicos” –que son siempre números útiles y de aspecto sencillo- que a los supuestos relativos al trabajo, la riqueza y el bienestar que subyacen en la política económica. A decir verdad, nuestra ciencia económica ortodoxa está inundada de datos estadísticos que sirven principalmente para ofuscar cuestiones básicas de valor, propósito y justicia. ¿Qué ha aportado el ordenador a esta situación? Ha elevado el nivel de la inundación, vertiendo información engañosa y que distrae la atención desde todos los organismos gubernamentales y consejos de administración de las sociedades anónimas. Pero, lo que es aún más irónico, a la larga la concentración casi exclusiva en la información que el ordenador fomenta surtirá el efecto de excluir las ideas nuevas, que son la fuente intelectual generadora de datos.

A la larga, no habrá ideas; no habrá información.


CHARLES TAYLOR, La ética de la autenticidad

Quisiera referirme en lo que sigue a algunas de las formas de malestar de la modernidad. Entiendo por tales aquellos rasgos de nuestra cultura y nuestra sociedad contemporáneas que la gente experimenta como pérdida o declive, aun a medida que se “desarrolla” nuestra civilización. La gente tiene en ocasiones la impresión de que se ha producido un importante declive durante los últimos años o décadas, desde la Segunda Guerra Mundial, o los años 50, por ejemplo. Y en algunas ocasiones, la pérdida se percibe desde un período histórico mucho más largo, contemplando toda la era moderna desde el siglo XVII como marco temporal de declive. A menudo se trata de variaciones sobre unas cuantas melodías centrales. Yo deseo destacar aquí dos temas centrales, para pasar luego a un tercero que se deriva en buena medida de estos dos. Estos tres temas no agotan en modo alguno la cuestión, pero apuntan a buena parte de lo que nos inquieta y confunde en la sociedad moderna.

Las inquietudes a las que voy a referirme son bien conocidas. No hace falta recordárselas a nadie; son continuamente objeto de discusión, de lamentaciones, de desafío y de argumentaciones a la contra en todo tipo de medios de comunicación. Esto parecería razón suficiente para no hablar más de ellas. Pero creo que ese gran conocimiento esconde perplejidad; no comprendemos realmente esos cambios que nos inquietan, el curso habitual del debate sobre los mismos en realidad los desfigura y nos hace por tanto malinterpretar lo que podemos hacer respecto a ellos. Los cambios que definen la modernidad son bien conocidos y desconcertantes a la vez, y esa es la razón por la que todavía vale la pena hablar de ellos.

(1) La primera fuente de preocupación la constituye el individualismo. Por supuesto, el individualismo también designa lo que muchos consideran el logro más admirable de la civilización moderna. Vivimos en un mundo en el que las personas tienen derecho a elegir por sí mismas su propia regla de vida, a decidir en conciencia, qué convicciones desean adoptar, a determinar la configuración de sus vidas con una completa variedad de formas sobre las que sus antepasados no tenían control. Y estos derechos están por lo general defendidos por nuestros sistemas legales. Ya no se sacrifica, por principio, a las personas en aras de exigencias de órdenes supuestamente sagrados que les trascienden.

Muy pocos desean renunciar a este logro. En realidad, muchos piensan que está aún incompleto, que las disposiciones económicas, los modelos de vida familiar o las nociones tradicionales de jerarquía todavía restringen demasiado nuestra libertad de ser nosotros mismos. Pero muchos de nosotros nos mostramos también ambivalentes. La libertad moderna se logró cuando conseguimos escapar de horizontes morales del pasado. La gente solía considerarse como parte de un orden mayor. En algunos casos, se trataba de un orden cósmico, una “gran cadena del Ser”, en la que los seres humanos ocupaban el lugar que les correspondía junto a los ángeles, los cuerpos celestes y las criaturas que son nuestros congéneres en la Tierra. Este orden jerárquico se reflejaba en las jerarquías de la sociedad humana. La gente se encontraba a menudo confinada en un lugar, un papel y un puesto determinados que eran estrictamente los suyos y de los que era casi impensable apartarse. La libertad moderna sobrevino gracias al descrédito de dichos órdenes.

Pero al mismo tiempo que nos limitaban, esos órdenes daban sentido al mundo y a las actividades de la vida social. Las cosas que nos rodean no eran tan sólo materias primas o instrumentos potenciales para nuestros proyectos, sino que tenían el significado que les otorgaba su lugar en la cadena del ser. El águila no era solamente un ave como otra cualquiera, sino el rey de un dominio de la vida animal. Del mismo modo, los rituales y normas de la sociedad tenían una significación que no era meramente instrumental. Al descrédito de esos órdenes se le ha denominado “desencantamiento” del mundo. Con ello, las cosas perdieron parte de su magia.

Durante un par de siglos se ha venido desarrollando un enérgico debate para saber si esto suponía o no un beneficio inequívoco. Pero no es en esto en lo que quiero centrarme aquí. Quiero antes bien examinar lo que algunos estiman que han sido sus consecuencias par la vida humana y el sentido de la misma. Repetidas veces se ha expresado la inquietud de que el individuo perdió algo importante además de esos horizontes más amplios de acción, sociales y cósmicos. Algunos se han referido a ellos como si hablaran de la pérdida de la dimensión heroica de la vida. La gente ya no tiene la sensación de contar con un fin más elevado, con algo por lo que vale la pena morir. Alexis de Tocqueville hablaba a veces de este modo en el pasado siglo, refiriéndose a los “petit et vulgaires plaisirs” que la gente tiende a buscar en épocas democráticas. Dicho de otro modo, sufrimos de falta de pasión. Kierkegaard vio la “época presente” en esos términos. Y los “últimos hombres” de Nietzsche son el nadir final de este declive; no les quedan más aspiraciones en la vida que las de un “lastimoso bienestar”. Esta pérdida de finalidad estaba ligada a un angostamiento. La gente perdía esa visión más amplia porque prefería centrarse en su vida individual. La igualdad democrática, dice Tocqueville, lleva lo individual hacia sí mismo, “et menace de le renfermer en fin tout entier dans la solitude de son propre coeur”. En otras palabras, el lado obscuro del individualismo supone centrarse en el yo, lo que aplana y estrecha a la vez nuestras vidas, las empobrece de sentido, y las hace perder interés por los demás o por la sociedad.

Esta inquietud ha salido recientemente a la superficie en la preocupación por los frutos de la “sociedad permisiva”, la conducta de la “generación del yo” o la preeminencia del “narcisismo”, por tomar sólo tres de las formulaciones contemporáneas más conocidas. La sensación de que sus vidas se han vuelto más chatas y angostas, y de que ello guarda relación con una anormal y lamentable autoabsorción, ha retornado en formas específicas de la cultura contemporánea. Con ello queda definido el primer tema que deseo tratar.

(2) El desencantamiento del mundo se relaciona con otro fenómeno extraordinariamente importante de la era moderna, que inquieta también enormemente a muchas personas. Podríamos llamarlo primacía de la razón instrumental. Por “razón instrumental” entiendo la clase de racionalidad de la que nos servimos cuando calculamos la aplicación económica de los medios a un fin dado. La eficiencia máxima, la mejor relación coste-rendimiento, es su medida del éxito.

Sin duda suprimir los viejos órdenes ha ampliado inmensamente el alcance de la razón instrumental. Una vez que la sociedad deja de tener una estructura sagrada, una vez que las convenciones sociales y los modos de actuar dejan de estar asentados en el orden de las cosas o en la voluntad de Dios, están en cierto sentido a disposición de cualquiera. Pueden volver a concebirse con todas sus consecuencias, teniendo la felicidad y el bienestar de los individuos como meta. La norma que se aplica entonces en lo sucesivo es la de la razón instrumental. De forma similar, una vez que las criaturas que nos rodean pierden el significado que correspondía a su lugar en la cadena del ser, están abiertas a que se las trate como materias primas o instrumentos de nuestros proyectos.

En cierto modo, este cambio ha sido liberador. Pero también existe un extendido desasosiego ante la razón instrumental de que no sólo ha aumentado su alcance, sino que además amenaza con apoderarse de nuestras vidas. El temor se cifra en que aquellas cosas que deberían determinarse por medio de otros criterios se decidan en términos de eficiencia o de análisis coste-beneficio”, que los fines independientes que deberían ir guiando nuestras vidas se vean eclipsados por la exigencia de obtener el máximo rendimiento. Se pueden señalar muchas cosas para poner en evidencia esta preocupación: así por ejemplo, las formas en que se utilízale crecimiento económico para justificar la desigual distribución de la riqueza o la renta, o la manera en que esas exigencias nos hacen insensibles a las necesidades del medio ambiente, hasta el punto del desastre en potencia. O si no, podemos pensar en la forma en que buena parte de nuestra planificación social en terrenos cruciales como la valoración de riesgos, se ve dominada por formas de análisis coste-beneficio que encierran cálculos grotescos, asignando una valoración en dólares a la vida humana.

La primacía de la razón instrumental se hace también evidente en el prestigio y el aura que rodea a la tecnología y nos hace creer que deberíamos buscar soluciones tecnológicas, aun cuando lo que se requiere es algo muy diferente. Con bastante frecuencia observamos esto en el orden de la política, tal como Bellah y sus colegas sostienen en su último libro.

Pero también invade otros terrenos, como el de la medicina. Patricia Benner ha argumentado en una serie de importantes trabajos que el enfoque tecnológico de la medicina ha dejado a menudo de lado el tipo de atención que conlleva tratar al paciente como una persona completa con una trayectoria vital, y no como un punto de un problema técnico. La sociedad y el estamento médico con frecuencia minusvaloran la aportación realizada por las enfermeras, que en la mayor parte de los casos son las que proporcionan esa atención sensible y humana, en contraposición a los especialistas imbuidos de sus saberes de alta tecnología.

Se piensa también que el lugar dominante que ocupa la tecnología ha contribuido a ese aplanamiento y estrechamiento de nuestras vidas que he ido discutiendo en relación con el primer tema. La gente se ha hecho eco de esa pérdida de resonancia, profundidad o riqueza de nuestro entorno humano. Hace casi 150 años, Marx, en el Manifiesto Comunista, observó que uno de los resultados del desarrollo capitalista era que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. La afirmación de que los objetos sólidos, duraderos, expresivos, que nos servían en el pasado están siendo apartados en beneficio de las mercancías sustituibles, rápidas y de pacotilla de las que nos rodeamos. Albert Borgman habla del “paradigma del artefacto”, por el cual nos abstenemos cada vez más del “compromiso manifiesto” con nuestro medio y, por el contrario, pedimos y obtenemos productos destinados a proporcionarnos un beneficio restringido. Contrapone lo que supone tener calefacción en casa, en forma de caldera de calefacción central, con lo que esta misma función entrañaba en los tiempos de los colonizadores, cuando la familia entera tenía que dedicarse a la tarea de cortar y recoger leña para la estufa o el hogar. Borgman parece incluso hacerse eco de la imagen de Nietzsche de los “últimos hombres” cuando argumenta que la primitiva promesa de liberación de la tecnología puede degenerar en “la consecución de un frívolo bienestar”. Hanna Arendt se centró en la calidad cada vez más efímera de los modernos objetos de uso y sostuvo que “la realidad y fiabilidad del mundo humano descansa primordialmente en el hecho de que estamos rodeados de cosas más permanentes que la actividad por medio de la cual se producen.” Esta permanencia se ve amenazada en un mundo de mercancías modernas.

Este sentido de la amenaza se incrementa con el conocimiento de que esta primacía no es cosa tan sólo de orientación inconsciente, ala que nos vemos empujados y tentados por la edad moderna. Como tal, sería bastante difícil de combatir, aunque cedería al menos ante la persuasión. Pero está claro que poderosos mecanismos de la vida social nos presionan en esta dirección. Una ejecutiva de gestión puede verse forzada por las condiciones del mercado a adoptar, a despecho de su propia orientación, una estrategia maximizadota que juzgue destructiva. Un funcionario a despecho de su intuición personal, puede verse forzado por las reglas bajo las que trabaja a tomar una decisión que sabe va en contra de la humanidad y el buen sentido.

Marx y Weber y otros grandes teóricos han explorado esos mecanismos impersonales, a los que Weber designó con el evocador término de “jaula de hierro”. Y algunos han querido extraer de estos análisis la conclusión de que estamos del todo desamparados mientras no desmantelemos totalmente las estructuras institucionales con las que nos hemos estado desempeñando durante los últimos siglos, a saber, el mercado y el Estado. Esta aspiración parece hoy tan irrealizable que es tanto como declararnos impotentes.

Quiero volver más tarde sobre esta cuestión, pero creo que estas firmes teorías de la fatalidad son abstractas y erróneas. Nuestro grado de libertad no es igual a cero. Tiene sentido reflexionar sobre cuáles serían nuestros fines, y si la razón instrumental debería tener menos incidencia en nuestras vidas de la que tiene. Pero la verdad de estos análisis es que no es sólo cuestión de cambiar la actitud de los individuos; no se trata tan sólo de una batalla por ganarse “los corazones y las mentes”, siendo importante como es. El cambio en este terreno tendrá que ser también institucional, aunque no pueda ser tan tajante y total como el que propusieron los grandes teóricos de la revolución.

(3) Ello nos lleva al plano de la política, y a las temidas consecuencias para la vida política del individualismo y de la razón instrumental. Ya he mencionado una de ellas. Se trata de que las instituciones y estructuras de la sociedad tecnológico-industrial limitan rigurosamente nuestras opciones, que fuerzan a las sociedades tanto como a los individuos a dar a la razón instrumental un peso que nunca le concederíamos en una reflexión moral seria, y que incluso puede ser enormemente destructiva. Un ejemplo pertinente lo constituyen nuestras grandes dificultades para enfrentarnos a las amenazas vitales a nuestra existencia proveniente de desastres medioambientales, como la que supone una capa de ozono cada vez más tenue. Se puede observar cómo la sociedad estructurada en torno a la razón instrumental nos impone una gran pérdida de libertad, tanto a los individuos como a los grupos, debido a que no son sólo nuestras decisiones las configuradas por estas fuerzas. Es difícil mantener un estilo de vida individual contra corriente. Así, por ejemplo, la planificación de algunas ciudades modernas hace difícil moverse por ellas sin coche, en especial allí donde se ha erosionado el transporte público a favor del automóvil privado.

Pero hay otra clase de pérdida, que ha sido también ampliamente discutida, de forma memorable sin parangón, por Alexis de Tocqueville. En una sociedad en la que la gente termina convirtiéndose en ese tipo de individuos que están “encerrados en sus corazones”, pocos querrán participar activamente de su autogobierno. Preferirán quedarse en casa y gozar de las satisfacciones de la vida privada, mientras el gobierno proporciona los medios para el logro de estas satisfacciones y los distribuye de modo general.

Con ello se abre la puerta al peligro de una nueva forma específicamente moderna de despotismo “blando”. No será una tiranía de terror y opresión como las de tiempos pretéritos. El gobierno será suave y paternalista. Puede que mantenga incluso formas democráticas, con elecciones periódicas. Pero en realidad, todo se regirá por un “inmenso poder tutelar”, sobre el que la gente tendrá poco control. La única defensa contra ello, piensa Tocqueville, consiste en una vigorosa cultura política en la que se valore la participación, tanto en los diversos niveles de gobierno como en asociaciones voluntarias. Pero el atomismo del individuo absorto en sí mismo milita en contra de esto. Cuando disminuye la participación, cuando se extinguen las asociaciones laterales que operaban como vehículo de la misma, el ciudadano individual se queda solo frente al vasto Estado burocrático y se siente, con razón, impotente. Con ello se desmotiva al ciudadano aún más, y se cierra el círculo vicioso del despotismo blando.

Acaso algo parecido a esta alienación de la esfera pública y la consiguiente pérdida de control político está teniendo lugar en nuestro mundo político, altamente centralizado y burocrático. Muchos pensadores contemporáneos han considerado profética la obra de Tocqueville. Si es éste el caso, lo que estamos en peligro de perder es el control de nuestro destino, algo que podríamos ejercer en común como ciudadanos. Es a esto lo que Tocqueville llamó “libertad política”. La que se ve aquí amenazada es nuestra dignidad como ciudadanos. Los mecanismos impersonales antes mencionados pueden reducir nuestro grado de libertad como sociedad, pero la pérdida de libertad política vendría a significar que hasta las opciones que se nos dejan ya no serían objeto de nuestra elección como ciudadanos, sino la de un poder tutelar irresponsable.

Estas son, por lo tanto, las tres formas de malestar sobre la modernidad que deseo discutir en este libro. El primer temor estriba en lo que podríamos llamar pérdida de sentido, la disolución de los horizontes morales. La segunda concerniente al eclipse de los fines, frente a una razón instrumental desenfrenada. Y la tercera se refiere a la pérdida de libertad.

Por supuesto, estas ideas no están libres de controversia. He hablado de inquietudes que son generales y he mencionado a influyentes autores, pero sin llegar a ningún acuerdo. Hasta quienes comparten en cierta forma estas preocupaciones discuten enérgicamente sobre la manera en que deberían formularse. Y hay mucha gente que desea desecharlas sin más. Los que se hallan profundamente inmersos en la cultura del narcisismo creen que quienes muestran objeciones a la misma ansían una era anterior, más opresora. Los adeptos de la razón tecnológica moderna creen que los críticos de la primacía de lo instrumental son reaccionarios y obscurantistas, que proyectan negar al mundo los beneficios de la ciencia. Y están los defensores de la mera libertad negativa, que creen que el valor de la libertad política está sobrevalorado, y que una sociedad en la que la gestión política se combine con la máxima independencia para cada individuo es lo que debiéramos proponernos como meta. La modernidad tiene sus detractores y defensores.

No hay acuerdo alguno en nada de esto, y el debate continúa. Pero en el curso de este debate, la naturaleza esencial de estos cambios, que son, ora censurados, ora elogiados, es con frecuencia malentendida. Y como resultado, la naturaleza real de las opciones morales que deben tomarse queda oscurecida. En particular, sostendré que el camino correcto que debe tomarse no es ni el recomendado por los defensores categóricos, ni el favorecido por los detractores en toda regla. Tampoco nos proporcionará la respuesta un simple intercambio entre las ventajas y el precio a pagar por el individualismo, la tecnología y la gestión burocrática. La naturaleza de la cultura moderna es más sutil y compleja. Quiero afirmar que tanto defensores como detractores tienen razón, pero de una forma a la que no se puede hacer justicia mediante un simple intercambio entre ventajas y costes. En realidad hay mucho de admirable y mucho de degradado y aterrador en los desarrollos que he ido describiendo, pero comprender la relación entre ambos es comprender que la cuestión no estriba tanto en saber qué parte del precio ha de pagarse en consecuencias perjudiciales por los frutos positivos, sino más bien en cómo guiar estos cambios hacia su mayor promesa y evitar que se deslicen hacia formas ya degradadas.

No dispongo ahora del espacio que necesitaría para tratar estos temas tal como merecen, por lo que propongo tomar un atajo. Emprenderé la discusión del primer tema, referente a los peligros del individualismo y la pérdida de sentido. Proseguiré esta discusión con cierta extensión. Habiendo derivado alguna idea de cómo debería abordarse esta cuestión, sugeriré la forma en que podría discurrir un tratamiento similar de las dos restantes. La mayor parte de la discusión se centrará por tanto en el primer eje de esta preocupación. Examinemos con más detalle de qué forma aparece hoy en día.


[1] Machlup y Mansfield, The Study of information

El Saber filosófico septiembre 16, 2008

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1. Aproximación

La filosofía es a la vez una actividad de la que todos hemos oído hablar, pero que casi nadie sabría explicar en que consiste. Desde el punto de vista sociológico, podríamos decir que la ciencia, en el sentido explicado en la unidad anterior, es un saber del que estamos medianamente informados, no solamente por la educación formal que hemos recibido en la escuela, sino por la difusión de que gozan sus descubrimientos y la importancia que le asignamos para el bienestar de nuestras vidas. Sin embargo, en todo momento tendemos a tomar respetuosa distancia, como sabiendo que se trata de un oficio que no es para nosotros, que exige un talento y una dedicación muy especiales de los que la mayoría estamos excluidos.

Con la filosofía parece ocurrir lo contrario. A todos se nos presenta la oportunidad, casi a diario, de ejercitar algún tipo de planteo o reflexión filosófica. En la sobremesa, en las charlas de café, en ciertos comentarios humorísticos, en la peluquería del barrio o en un velatorio, quien mas, quien menos, deslizamos alguna idea o parecer que podría identificarse como filosófico. En temas como la crisis de valores, la decadencia de las costumbres, los caprichos del amor o misterio de la muerte todos tenemos alguna opinión. No obstante, resulta infrecuente que alguien sea capaz de responder a la pregunta “¿Qué es la filosofía?”. De hecho, hasta puede sorprendernos que alguien estudie filosofía o se dedique a ella de algún modo.

Pese a ello, la filosofía parece ser un ejercicio natural, e inconsciente quizá, de nuestro espíritu, y este detalle no debe descuidarse a la hora de intentar una caracterización de esta disciplina. Para muchos, la filosofía es entendida o simplemente vivida como una serie de pautas o normas de conducta, que son última instancia consecuencias de una escala de valores, de una definición de prioridades que afectan al conjunto de nuestra existencia. Evidentemente, nadie incluiría en este concepto ciertas costumbres triviales, como calzarse primero el pie derecho o comer la fruta con cáscara. Pero si se trata de una decisión medianamente comprometedora, como por ejemplo en cuestiones de dinero , o en nuestra relación con el estado, o con los amigos, entonces se pone en juego eso que llamamos filosofía de vida. Un caso particularmente revelador es el de la actitud ante los contrastes de la vida. Cada vez que sobreviene alguna dificultad, o fracaso, o frustración, tomamos conciencia de que la vida es frágil y la suerte no siempre nos acompaña. Entonces depende de nosotros el dejarnos abatir, el bajar los brazos y someternos, o por el contrario asumir las desventuras “con filosofía”, es decir, con fortaleza, equilibrio y serenidad, teniendo presente cual es el autentico valor de cada cosa y por donde orientar la propia vida.

Esta caracterización, mas bien coloquial y espontánea, tiene mucho que ver con lo que verdaderamente es la filosofía. Por una parte, en cuanto pretende llegar a la razón última de las cosas, es natural esperar que la filosofía nos proporcione la idea justa acerca del bien, y por lo tanto de medida de cada cosa con relación al bien. De ahí es posible extraer una jerarquía de valores. Para poner un caso, si asumimos la concepción del hombre como ser espiritual, tendremos que admitir que los valores del espíritu (el conocimiento, la virtud, la amistad, el patriotismo) son cualitativamente superiores a los del cuerpo (la salud, el placer, el dinero). Uno de los mayores desafíos de la filosofía es plantear una escala de valores mas allá de lo personal o subjetivo, una escala absoluta que no dependa de lo emocional o de otras circunstancias particulares.

No menos importante que la investigación en el ámbito teórico es la que se lleva a cabo en el ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda de la verdad en relación con el bien que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar ético de la persona actuando según su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la perfección. También en este caso se trata de la verdad. Es, pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los valores no encerrándose en si mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo transcienden. Esta es una condición necesaria para cada uno llegue a ser si mismo y crezca como persona adulta y madura. Fides et Ratio n.25

Justamente, si se reconoce esa jerarquía de valores, no puede sino exigirse un comportamiento acorde al sentido de las cosas con las que nos relacionamos. En este sentido, nadie puede justificar un propósito suicida porque le han robado el auto o ha perdido a su mascota. Cuando vemos de qué manera reaccionan las personas ante la tragedia, o ante el éxito y la fama, o ante la injusticia, nos damos cuenta de cómo ven las cosas, es decir, cual es su concepción filosófica.

2. La pregunta filosófica

Imaginemos esta escena: un recinto amplio e importante, muy concurrido por personas que marchan a prisa para un lado y para otro. Puede ser el salón de la sede central de algún banco, o una repartición pública, o una estación terminal de ferrocarril. En un lugar visible hay un escritorio con un cartel que dice INFORMACIONES. Detrás de el, un circunspecto señor prolijamente uniformado atiende las consultas del publico. “¿Cómo se completa este formulario?” “¿A que hora parte el tren para…?” “¿Dónde queda el baño?” Todas esas preguntas tienen que ver con lo que llamamos información. Se trata de ciertos conocimientos que tienen en común algunas características, a saber, son:

· Prácticos: se refieren a algo que hay que hacer, es un dato esencialmente útil (nadie preguntaría en ese lugar cosas tales como el nombre de los planetas del Sistema Solar, o la ubicación de los matafuegos si no se ha producido un incendio).

· Concretos: aluden a una situación planteada en términos definidos de espacio y tiempo, o que afectan a determinada persona (una consulta abstracta seria, por ejemplo, cual es el lugar mas indicado para instalar un baño en un lugar publico, o por que los tramites son inevitables en la vida).

· Urgentes: la respuesta no acepta demora o postergación, tiene que ver con una necesidad relativamente perentoria (seria un despropósito contestar a quien pregunta por una ambulancia “Tenga a bien volver mañana, que para entonces lo averiguare.”).

Ahora bien, ¿Qué sucedería si se aproxima al escritorio de Informaciones una persona que pregunta: “Dígame, ¿Por qué existe algo y no la nada?” Seguramente el empleado se sentiría desconcertado. Y no porque la pregunta sea insensata. Todo lo contrario, es un planteo que tiene mucho sentido. Pero indudablemente no es ese el lugar indicado para formularla. Y la razón es que esa clase de conocimientos no se pueden considerar como mera información. Veamos:

· No son asuntos prácticos: ningún aspecto de la vida cotidiana depende de la respuesta que le demos. Estamos de acuerdo en la importancia formativa que tiene el saber con respecto a estos temas, pero debe admitirse que uno podría llevar adelante su vida y hasta destacarse en su trabajo, su profesión o sus relaciones sociales, sin haber dado la respuesta a ellos, o incluso sin habérselos planteado.

· No son asuntos concretos: en ellos aparecen involucradas todas las cosas, o todas las personas, o todas las épocas de la historia. Cuando hacemos preguntas tales como “¿Cuál es el sentido de la vida?” o “¿Qué es la verdad?”, no pensamos en la vida de alguien en especial, o en la verdad acerca de algún tema especifico.

· No son asuntos urgentes: ciertamente que podemos estar muy interesados en resolverlos, pero la respuesta que buscamos tiene tal trascendencia que no nos permitimos un error provocado por el apresuramiento. Desde el comienzo sentimos que son cuestiones graves y densas que demandan una reflexión intensa y sostenida, y seria irreverente contestarlas con ligereza, o a modo de un recetario de autoayuda.

Esta comparación nos permite distinguir entonces, como dos niveles de indagación. La información es una respuesta definitiva y expresada de modo exhaustivo. La distancia entre la Tierra y el Sol es un número, y nada más. La causa del SIDA es un virus, y una vez identificado ya no tiene sentido buscar nada más. En general, los problemas así entendidos son objeto de las ciencias particulares. Y por este motivo las cuestiones científicas suelen restringirse a una época determinada: la naturaleza del fuego, la estructura del Sistema Solar, el tamaño de la Tierra, la causa de la lluvia o de las erupciones volcánicas, el antídoto contra la poliomielitis, son temas ya superados que ceden su puesto a otros todavía no resueltos. A veces es posible que no se llegue a una respuesta. Algunos problemas pueden estar más allá del alcance natural de la razón humana. Tal vez nunca sepamos como fue el origen del Universo, o cuando apareció el hombre sobre la Tierra, o cuál es el tratamiento eficaz e infalible contra el cáncer. Pero ello no quita que esa respuesta sea expresable de un modo concreto y terminante, alguna vez.

Ahora bien, aquellas preguntas que van mas allá de lo que llamamos información constituyen los planteos filosóficos. Hay en ellos algo inasible y misterioso, pero no en el sentido de lo oscuro o irracional. En verdad, sucede lo contrario. No podemos comprender del todo la respuesta a esas preguntas porque tienen demasiada luz. En el ejemplo de la Grecia clásica, es como el Sol, al que no podemos ver directamente pues nos enceguece con su resplandor. Por eso el filósofo, como la lechuza, debe esperar que anochezca para poder discernir entre las sombras lo que no puede comprender en pleno día. El ser de las cosas es una fuente de luz para nuestro entendimiento. Y esa luminosidad es intrínsecamente inagotable, hay en la realidad abismos insondables, de verdades, abismos que ningún espíritu finito podría sortear jamás. El rasgo peculiar de la verdad filosófica es el no ser nunca exhaustiva, el dar cada vez una nueva perspectiva, un nuevo mensaje que enriquece y perfecciona lo anterior.

Los temas filosóficos, a diferencia de la mera información, son relativamente escasos en número, pero jamás caducan, y la reflexión sobre ellos se encadena de generación en generación. Nunca podremos dar una respuesta completa al enigma de la vida y de la muerte, del bien y del mal, de Dios y del hombre, del amor y la belleza. Es verdad que hay problemas a cuya solución la ciencia se aproxima indefinidamente sin alcanzarla, pero solo desde el punto de vista cuantitativo, y no conceptual. Siempre puede mejorarse la precisión de una ley física o la determinación del valor de una constante. Pero allí es mas la limitación de los métodos que la profundidad de las cosas lo que esta en juego.

Vamos a decir entonces que la filosofía es como una experiencia de lo infinito. A diferencia de las demás disciplinas, su objeto es el centro mismo, el núcleo del que irradia la luz de las cosas, y por eso nunca puede descansar en una respuesta definitiva. Como lo enseña Juan Pablo II el conocimiento del hombre es un camino que no tiene descanso (Fides et Ratio n.18), porque su destino es descubrir en el lenguaje de las cosas el texto inabarcable de su Creador. El rasgo mas notable de la filosofía es quizá su incesante peregrinar, el volver una y otra vez sobre las mismas preguntas, en una suerte de progreso no lineal sino hacia lo profundo, en un movimiento espiralado. Cada persona, cada época, cada cultura, renuevan su pregunta filosófica, buscan respuestas esenciales en medio de la novedad permanente de la vida y sienten una apasionada atracción por la verdad profunda y misteriosa.

Por eso no debe escandalizarnos que los debates actuales de la filosofía tengan como protagonistas a pensadores de la Antigüedad, como Tales, Heráclito, Platón o Aristóteles. Quien, como ellos, cultiva el genuino espíritu de la filosofía, permanece vivo y lozano, y, su palabra nos llega desde un foro que esta más allá del tiempo.

Ahora bien, ¿Cómo se desencadena este interrogante fundamental y tan propio del hombre? ¿Qué es lo que inspira la formulación de la pregunta filosófica? En un mundo donde parece no haber tiempo mas que para cuestiones laborales, puntuales, y apremiantes ; donde todo exige premura e irreflexión; donde todos los pensamientos parecen encaminarse inexorablemente por el cauce de la lógica despiadada del rendimiento; en un ámbito así ¿Cómo encontrar espacio para un planteo diferente?

Aunque esta problemática parezca limitada al presente, la indiferencia del hombre común ante las grandes preguntas ha sido meditada desde los tiempos de Platón y Aristóteles. Haciendo una síntesis de esa larga tradición, un pensador del siglo XX, K. Jaspers, nos dice que el origen del filosofar se encuentra en:

· El asombro que nos produce la realidad cuando dejamos de mirarla con los ojos del acostumbramiento, cuando rompemos el caparazón de lo superficial, de lo que parece vivo, y llegamos a descubrir lo verdaderamente extraordinario que hay en las cosas. No se trata del asombro de un espectador de circo o del testimonio atónito de un hecho infrecuente o desproporcionado. Es la admiración por la vida, por la regularidad y el orden de la naturaleza, por la inmensidad del cielo estrellado, por la sobrecogedora belleza de un paisaje crepuscular, por el regalo cotidiano de la amistad.

· La duda que surge cuando se conmueven nuestras certezas, cuando los pensamientos o los hechos parecen desmentir las convicciones mas firmes, cuando pasamos de la placida seguridad de la propia perspectiva al terreno siempre incomodo y neblinoso de la mirada ajena. El saber, según ya hemos visto, es un camino de desengaños, y a menudo quedamos desamparados entre dos o más respuestas posibles.

· Las situaciones limite, definidas como aquellas que están mas allá del dominio de la persona. Son aquellas circunstancias cuya sola presencia es inexplicable, y ante las cuales nos sentimos impotentes, sin recursos. Son vivencias especialmente fuertes en el mundo de hoy, en el cual el progreso nos ha acostumbrado a ver que todo funciona, que todo es posible, que no hay imprevistos. El ímpetu de la técnica nos hace derribar todos los muros y vadear todos los obstáculos. Por eso, ante lo inexorable, lo fatal, lo sorpresivo, lo inaudito, sentimos un hondo estremecimiento, una molesta sensación de fragilidad y nos brota espontánea y clamorosa pregunta: ¿Por qué?, ¿Por qué esto? , ¿Por qué a mi? , ¿Por qué ahora? , ¿Qué vendrá luego? Si bien es común ejemplificar este tema con la muerte, el dolor, la soledad o la injusticia, digamos también que las situaciones límite no son necesariamente negativas. También la experimentan los que salvan milagrosamente su vida, los enamorados, los que engendran un hijo, los que encuentran pronto alguna esperanza. Pero en un caso y el otro, estas encrucijadas vitales son el estimulo mas provocador para la reflexión filosófica.

Lo que debe enfatizarse no es solamente la perennidad de las grandes demandas filosóficas, sino también la perpetua motivación que anima al espíritu del hombre a ir en pos de una respuesta a esos misterios. Bien podría suceder que una cuestión no se agotase, pero si el interés del hombre por ella. No es por cierto el caso de la filosofía, porque en ella se cumple acabadamente la sentencia de Aristóteles: Todos los hombres desean por naturaleza saber. El deseo de saber no se detiene en las fronteras el misterio. El hombre es consciente del valor elevante, incluso salvifíco, de esa verdad que resplandece en las cosas. Y por eso camina sin disimular su afán por alcanzar esa revelación que lo ilumine y lo conforte en su necesidad de sentido.

….el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y mas se conoce a si mismo en su unicidad, le resulta mas urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida (…) en distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿Quién soy? ¿De donde vengo y a donde voy? ¿Por qué existe el mal? ¿Qué hay después de esta vida? (…) Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad del sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia. El deseo de conocer es tan grande y supone tal dinamismo que el corazón del hombre, incluso desde la experiencia de su limite insuperable, suspira hacia la infinita riqueza que esta mas allá, porque intuye que en ella esta guardada la respuesta satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta. Fides et Ratio nn. 1 y 17.

A pesar de lo que pueda parecer, no es valido decir que la información es objetiva e igual para todos, mientras los planteos filosóficos aceptan tantas respuestas como sujetos se los planteen. Debido a la desmesurada dificultan que cabe reconocer en su tratamiento, se supone, erróneamente, que no hay certezas en este campo, y que la verdad es tal como cada uno ve. Se aduce a prueba la casi incondicional unanimidad de los científicos en sus afirmaciones, en contraste con la interminable galería de opiniones contradictorias entre los filósofos o de la gente que simplemente piensa. Esta objeción ha sido el alimento de una tendencia enfermiza y destructiva para la razón: el escepticismo. La claudicación de la mente ante las dificultades de la tarea filosófica es un signo alarmante, porque supone desconocer la ordenación esencial del hombre a la verdad y el menoscabo de su capacidad para alcanzarla.

prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos, deberían ser como un punto de referencia para las diversas escuelas filosóficas (…) sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, la razón, bajo el peso de tanto saber, se ha doblegado sobre si misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus limites y condicionamientos. Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escéptico general. Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones han dado paso a un pluralismo indiferenciado basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente validas. Este es uno de los síntomas mas difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente, en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre si. En esta perspectiva, todo se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse en el camino que la hace cada vez mas cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que presiden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser, y de Dios. En consecuencia han surgido en el hombre contemporáneo, y no solo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento ultimo de la vida humana, personal, y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas. Fides et Ratio nn.4-5

Ya se ha hecho referencia a esta cuestión en la unidad 2. Allí decíamos que la verdad es el término natural de la actividad intelectual, y que de hecho existe un patrimonio de verdades incuestionables y definitivas. También se reconocía la presencia de factores perturbadores en la búsqueda de la verdad, cuyo influjo es más apreciable a medida que se vuelve más difícil el objeto de estudio. Por eso la tenacidad en la búsqueda, la firmeza en la adhesión y la humildad en todo momento son exigencias que se plantean como impostergables para la tarea filosófica. Esto nos conduce a meditar sobre la importancia de la actitud filosófica.

3. La filosofía como amor a la sabiduría

Esta caracterización clásica del quehacer filosófico se refleja en la etimología de la palabra, ya que en griego el término filosofía quiere decir, justamente, amor a la sabiduría. Este amor no es sino una manifestación, seguramente la más intima, de aquel deseo natural que hemos señalado reiteradamente. El hombre no puede alcanzar su plenitud sino por medio de la actividad de sus facultades más nobles, a saber, el intelecto y la voluntad. Y el objeto de esas facultades es el ente, y el bien sin restricciones. Por eso habita en el corazón humano una vocación insaciable por alcanzar el conocimiento de la verdad, y la filosofía es la expresión mas profunda de esa tendencia.

… la filosofía,… contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta: esta, en efecto, se configura como una de las tareas más nobles de la humanidad. El termino filosofía según la etimología griega significa “amor a la sabiduría”. De hecho, la filosofía nació y se desarrollo desde el momento en que el hombre empezó a interrogarse sobre el por que de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. Fides et Ratio n.3.

Es impostergable advertir que la filosofía es el único saber que implica esencialmente una actitud tan especial, tan intensa y espiritual. Siempre que pensamos en una ciencia u otra actividad relacionada con el conocimiento dejamos de lado cualquier referencia a lo afectivo. Nos parece, en efecto, que la disciplina, el rigor y la objetividad que exige la tarea intelectual no pueden mezclarse con los sentimientos. Más aún, diríamos que, desde el punto de vista metodológico, la única actitud que cabe es la de separar el estudio de la verdad de toda connotación sentimental o personal.

Sin embargo, en el caso de la filosofía parece que ello no ocurre. De acuerdo al sentido de la palabra, no es posible hacer filosofía sin amor. Desde ya, no es necesario admitir explícitamente que la ciencia y la filosofía, como cualquier otra actividad humana, se realizan de mejor manera si hay amor por ella que si no la hay. Se presume que todo científico ama su tarea, que la cultiva por vocación, y que esa actitud predispone mucho mejor para desarrollarla convenientemente. Decía San Agustín: “No hay verdad si no hay amor”, es decir que, salvo que pongamos un gran amor, no llegamos a la verdad plena.

Pero en el caso de la filosofía, el termino “amor” ocupa un lugar mas fuerte y preponderante. No existe una “filomatemática” o una “filoquímica” o una “filohistoria”. En las demás ciencias el amor puede estar presente como una circunstancia favorable, pero en la filosofía el amor desempeña un rol esencial. Está dentro mismo de la palabra. De modo que no se entenderá cabalmente el sentido de la filosofía sin indagar por qué el amor le es tan connatural.

Para entender la actitud de amor propia de la filosofía debemos proponer algunas características que supone el amor en cuanto tal. No es sencillo definirlas, pues se trata, justamente, de un término de amplísimo contenido.

Desde los gestos más heroicos hasta los más aberrantes pueden estar impulsados por el amor. Pero a modo de aproximación sugerimos lo siguiente;

· Desinterés: el amor auténtico y maduro no es el que gira alrededor del yo sino el que sirve incondicionalmente al ser amado. Aquí desinterés significa: no me interesa más que el otro, ni su belleza, ni su dinero, ni el placer que me proporcione, ni las ventajas que me depare mi relación con esa persona, sino solamente ella misma. El amor es por naturaleza abnegado y benevolente.

· Aceptación: el principio del amor está en el conocimiento de lo amado, y un amor verdadero solo puede provenir de un conocimiento verdadero. Pero no basta con preservar la imagen de lo amado de cualquier falsa atribución (pues a muchos les ocurre lo que al Quijote, cuya pasión desequilibrada le hacía ver en Dulcinea una belleza que por cierto no tenía). Es mas preciso amar al otro a pesar de todas las limitaciones y defectos que pueda tener. Como enseña San Agustín, solo en Dios podrá aquietarse el deseo del corazón humano. El amor por las cosas creadas, aún tratándose de personas, nunca será capaz de colmarnos, porque se encuentra con los límites e imperfecciones de una realidad que no es la del mismo Dios. De modo que el que ama debe aceptar lo que el otro no tiene, lo que el otro no le exige.

· Compromiso: el amor implica entrega y donación de si, pero en sus formas mas intensas esa donación exige compromiso, o sea darse al otro futuro, ser capaz de afirmar la oblación de sí mismo en una suerte de “si continuo”. Comprometerse quiere decir amar sin condiciones, sin salvedades, sin lugar para las excusas, y perseverar hasta el fin.

Ahora bien, ¿Qué tiene que ver todo esto con la filosofía? ¿En que sentido no es posible hacer la filosofía sin contar con estas cualidades? No es sencillo responder estas cuestiones a los jóvenes, quienes, como sabe suponer, no han hecho aun su propia experiencia en este ámbito, y probablemente nunca la hagan como una vocación. Las exigencias del amor filosófico solo pueden hacerse patentes en la experiencia, en la milicia cotidiana de la vida. Pero, al menos descriptivamente, trataremos de acercarnos a esa vivencia.

La filosofía supone desinterés. Se trata, efectivamente, de una ciencia teórica, cuya razón de ser está en la contemplación de la verdad y no en la utilidad que ese conocimiento pueda proporcionar. Es un quehacer totalmente alejado de los intereses materiales, y seguramente no es el camino que conduce al triunfo en lo económico, o en lo social, o en lo político. En un mundo calculador y mezquino la filosofía puede parecer una perdida de tiempo, un esfuerzo estéril e injustificado.

La filosofía exige aceptación. Pero ¿Qué es lo que el filosofo tiene que aceptar? Ante todo, la incomprensión y la soledad. Son muy pocos los que están dispuestos a acompañarnos más allá de un corto trecho en el camino de la filosofía. Casi todo el mundo quiere respuestas rápidas, prácticas, contundentes y efectivas. No están dispuestos a esforzarse para subir hasta lo esencial y fundante, para detenerse serenamente en la reflexión desde los grandes principios. No se sienten dispuestos a ese retiro espiritual que impone la meditación y el ensimismamiento.

Para colmo, la empresa filosófica es seguramente la más difícil que se puede proponer la inteligencia, y por eso mismo sus resultados son los mas modestos. Ya hemos hecho referencia a la tentación del escepticismo. Es que no es sencillo aferrarse a la verdad cuando no se ve claro. No es grato hablar acerca de la existencia de Dios, o de la inmortalidad del alma, o de la virtud, cuando las pruebas que tenemos acerca de estas cosas son a la vez inapelables pero muy diferentes a las que pretende la mayoría. Es un desafío ser realista sin confundir la verdadera realidad con la cáscara decorativa que muchas veces se nos quiere entregar a cambio. El filósofo, en suma, debe resignarse a convivir con el misterio, con una revelación que se posterga, con un supuesto saber que termina anonadándose ante la propia ignorancia.

Pero, por sobre todo, el filósofo debe tener coraje. Porque las verdades que él estudia no son ajenas a su realidad, no están al margen de su propio drama. Las verdades científicas nos resultan, en este sentido, más o menos indiferentes. No nos decepciona el contenido de un teorema matemático, ni nos pone eufóricos enterarnos de quienes fueron los emperadores de Roma, ni estamos ansiosos por averiguar en que época apareció el primer hombre sobre la tierra. Esas verdades nos ilustran. Pero las verdades filosóficas nos involucran. ¿O acaso no nos sentiríamos profundamente desengañados si la filosofía nos dijera que Dios no existe, o que no hay vida después de la muerte, o que no somos libres sino juguetes del destino? Por eso bien se dice “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. En la filosofía hay que entender, pero además hay que querer entender, y aceptar la realidad por más importuna que sea.

Es necesario reconocer que no siempre la búsqueda de la verdad se presenta con esa transparencia ni de manera consecuente. El límite originario de la razón y la inconstancia del corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la evita a veces en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus exigencias. Fides et Ratio n. 28.

Y, finalmente, no puede haber filosofía sin compromiso. Porque las verdades filosóficas son verdades existenciales, que no quedan solo en la inteligencia sino que interpelan a toda la persona. Son verdades que exigen una afirmación desde la conducta, desde una toma de posición. Nadie da la vida por el teorema de Pitágoras, si se hace una huelga por tiempo indeterminado por el reconocimiento de la teoría de la evolución, ni se abraza la causa de la reivindicación del pueblo etrusco. Pero las convicciones filosóficas reclaman coherencia. No se puede ser materialista y valorar la cultura. No se puede ser ateo y hablar de esperanza. No se puede defender los valores desde la cátedra y traicionarlos en la vida.

En este sentido, todos los autores reconocen a Sócrates como el modelo, el ejemplo más insigne de testimonio filosófico. Vivió en Atenas en el siglo V a C. Conoció el esplendor de los tiempos de Pericles, luchó valerosamente en la guerra del Peloponeso contra Esparta, y fue testigo de la derrota y decadencia de su amada ciudad. Contrariado por la corrupción de los poderes, el deterioro de las costumbres y tradiciones y la disolución de la moral, salió a las calles a predicar el amor a la verdad y al bien, la practica de la ciencia y la virtud y a denunciar la falsa sabiduría que enriquecía a unos y embaucaba a los demás. Su estilo era el dialogo con la gente y la polémica con sus adversarios. A fin de no condicionarse, enseñaba gratis sin otro sustento que una mínima renta heredada de su padre, lo que le obligaba a una vida extremadamente austera. Sus enemigos lo acusaron falsamente de atentar contra la religión de estado y de corromper a los jóvenes. A pesar de su brillante defensa ante la Asamblea, fue declarado culpable y condenado a muerte. Incluso se le ofreció la alternativa de una fianza, o el destierro, o la simple promesa de no volver a hablar. Pero Sócrates rechazo esas opciones porque hubiesen significado mucho admitir culpabilidad, traicionar a su Patria y abandonar si misión, que él consideraba sagrada. Estando en prisión sus amigos le ofrecieron la posibilidad de sobornar a los guardias para que huyera, pero se opuso para no contradecir lo que había sostenido desde siempre: que la ley debe ser acatada aunque nos parezca injusta, y que jamás debe devolverse el mal a cambio del mal. Y así, con entereza y dignidad, acepto la muerte con la serena convicción de que su actitud encontraría recompensa en otra vida.

Habiéndose detenido sobre la filosofía como amor, meditemos sobre el objeto de tal amor: la sabiduría. En cuanto al término sabiduría, proviene de una vieja tradición. Antiguamente se aplicaba como titulo de excelencia en el ejercicio de una cierta virtud. Así se decía que alguien era sabio si demostraba pericia en el arte de navegar, de forjar escudos o de componer canciones. Mas tarde se restringió al orden del conocimiento, pero tomado en un sentido experiencial, como una cierta prudencia para juzgar equilibradamente acerca de los asuntos de la vida. Generalmente se la asociaba con la ancianidad (por eso los cuerpos colegiados de gobierno solían estar integrados por hombres de edad avanzada) y circulaba de generación en generación bajo la forma de proverbios o sentencias.

Cuando surgen las disciplinas científicas y alcanzan cierto grado de especificidad se llega a la acepción más estricta del término, que pasa a indicar la forma más acabada del saber en cuanto es una contemplación de las causas supremas, del fundamente último y definitivo de todo lo existente. El sabio es aquel que puede mirar la realidad desde una perspectiva totalizante, desde la altura de sus principios. Lo propio del sabio no es ir al detalle, a la causa inmediata, sino que juzga según lo esencial y, en última instancia, según la relación con Dios. El medico sabio es que sabe que la batalla contra la muerte a la larga siempre pierde. El abogado sabio es el que sabe que la justicia humana es tan imperfecta como el hombre mismo. Y el filósofo es el más sabio en la medida en que, como decía también Sócrates, asume la conciencia de su propia ignorancia porque se sitúa frente a una verdad tan honda y caudalosa que lo supera, aún cuando logre conocer muchas cosas.

En última instancia, amor y sabiduría se funden, porque el amor a la verdad no se detiene hasta alcanzar la cumbre, que es la sabiduría. Y el verdadero sabio no puede sino vivir según su sabiduría, encarnarla en cada uno de los actos de su vida. Esta síntesis, esta armonía de conocimiento y amor, de verdad y testimonio, es la máxima aspiración de la naturaleza humana en esta vida.

El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada solo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca solo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia la verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto. Gracias a la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no solo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse a uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos. (…) la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un dialogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar. Fides et Ratio n.33.

4. El ocio y la vida del espíritu

En un pasaje anterior mencionábamos la significación del conocimiento como forma de vida, como capacidad de relación más íntima y perfecta. Gracias al conocimiento, en animal puede superar la limitación de la materia, del contacto corporal, y vincularse con su entorno de un modo más diverso y abarcativo.

Sin embargo, como sagazmente lo han advertido los expertos, el conocimiento de los animales está totalmente subordinado a sus intereses biológicos. Sus facultades están unilateralmente adaptadas para reconocer y atender en forma exclusiva aquellas realidades significativas para la supervivencia. El instinto orienta la búsqueda del animal de modo que solo repara en aquello que se asocia a sus necesidades. El resto es inadvertido, como si no existiera. Así, hay muchas cosas alrededor de una vaca que sus sentidos estarían en condiciones de captar en términos de alcance. Pero del agua, el toro, el ternero, y nada más. Para caracterizar este escenario peculiar y restringido de la vivencia de un animal hablamos de mundo circundante. No se trata, insistimos, de lo que es accesible en términos de distancia, sino de todo, y solo todo lo que tiene que ver con las necesidades materiales.

El hombre, en razón de su naturaleza animal, vive expuesto a necesidades corporales y biológicas impostergables. La comida, el abrigo, la seguridad, la salud, la crianza, son demandas cotidianas a las que no puede desoír. Es de suponer que, en las condiciones primitivas, el hombre se encontraría permanentemente ocupado en atender esos reclamos. Pero, en algún momento, al progresar en el conocimiento y el dominio de la naturaleza, habrá logrado superar ese estado de precariedad y urgencia. El cultivo de la tierra la domesticación de los animales, en suma, la vida sedentaria, le proporcionaron cierto control y disponibilidad. Es así que, tarde o temprano, y paulatinamente, aparece en la vida humana eso que hoy llamamos el tiempo libre, un espacio no requerido por sus necesidades vitales. Hasta ese momento, el hombre estaba encerrado en el mundo circundante, solo se interesaba en cómo resolver los problemas de la subsistencia. Pero al encontrar el desahogo pudo abrir su espíritu a una inquietud diferente. Ya no se trataba de ver las cosas en relación a sus propios intereses, sino de entenderlas tal como son en sí mismas. La cuestión ahora no es el cómo sino el por qué, una pregunta que, si bien se mira, es estrictamente inútil. Aparecen los interrogantes acerca del cielo, de la vida, del dolor, del olvido, de la justicia, de la muerte. Aparecen las pinturas rupestres, los ritos funerarios, la poesía y la danza, y finalmente la ciencia. En definitiva, el hombre se relaciona con la totalidad de las cosas, y eso llamamos mundo, a secas.

Detrás de esta actividad también hay una necesidad, pero en este caso de tipo espiritual. Es la necesidad de comprender, de expresar asombro, de sobrecogerse ante la conciencia de lo maravilloso. En última instancia, estamos ante la esencia misma de lo espiritual, que es esa plenitud de apertura e interioridad de la que hablamos anteriormente. El espíritu es aquello capaz de entrar en relación con el mundo.

Movido por el deseo de descubrir la verdad última sobre la existencia, el hombre trata de adquirir los conocimientos universales que le permiten comprenderse mejor y progresar en la realización de sí mismo. Los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad, y poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal. Fides et Ratio n.4.

Ahora bien, precisamente porque el hombre está inmerso en el reino material, se expone a necesidades físicas. La posibilidad de quebrar el condicionamiento de esas necesidades depende del margen de reposo que él pueda conseguir, o de la capacidad de discernir entre las necesidades auténticas y las ficticias, o de entereza anímica para sobreponerse al agobio de esas necesidades, si acaso no le dan tregua, y ver más allá de ellas la dimensión de lo trascendente. Cuando el hombre logra ese clima privilegiado, esa ruptura con el mundo circundante, ese contacto pleno y desinteresado con lo absoluto e intemporal, entonces ha llegado al estado de ocio. El ocio es, pues, la actitud, la atmósfera propia de la vida espiritual en su relación con el mundo. Es una mirada despojada de ambición, liberada de todo apremio, ajena a todo rendimiento. Es un gesto de apertura que se abandona incondicionalmente a la iniciativa de las cosas, que no pretende más que entrar en la relación vital con la verdad, el bien y la belleza.

El ocio, en este sentido, no se compara con la ociosidad, con el simple no hacer nada. El que está en situación de ocio aparenta inactividad, pero en realidad tiene todo su ser volcado en la intensidad de una experiencia elevante. No está, como dicen algunos, distraído, sino abstraído, apartado del ritmo laborioso de la rutina, absorto en un diálogo profundo con el ser.

Teniendo en cuenta esta descripción, es claro que el ocio representa el modo de vida más propiamente humano. Es verdad que la situación concreta del hombre le impone un duro régimen de ocupación para solventar sus necesidades biológicas. Todas aquellas actividades a las que dedicamos la mayor parte del tiempo y que tienen por objeto proporcionarnos los medios de vida pueden agruparse bajo el nombre genérico de trabajo. Pero justamente el trabajo es propio del hombre, en cuanto sujeto al mundo circundante. No por ello deja de ser digno, ni pierde la impronta de lo espiritual, pero en todo caso es más bien un medio, y no un fin. Parafraseando a Aristóteles, no estamos en ocio para trabajar, sino que trabajamos para alcanzar el ocio. En el ocio el espíritu alcanza la máxima altura que le es dada en esta vida. En el ocio podemos despegar lo más hondo y valioso. Y por eso, en esos ratos, en esos pasajes efímeros que nos concede la vida, sentimos más que nunca una sensación de plenitud, de conformidad con nuestra naturaleza, de impasible serenidad. Y por eso, porque el ocio es lo más auténticamente humano, los antiguos pensaban que el trabajo no es más que la negación, la privación del ocio, es decir, el negocio.

Debemos insistir en estos conceptos para que no se restrinja indebidamente su alcance. Hablar de trabajo o negocio significa en este caso no solamente la ocupación rentada, el empleo en una fábrica u oficina, sino también el estudio, las faenas hogareñas, la higiene, la atención de la salud, los trámites de todo tipo, los viajes hacia cada uno de estos lugares, en fin, todo lo que se relaciona con nuestro mundo circundante. El ocio, en cambio, es propio de la actividad científica teórica, del arte, tanto en la composición como en la apreciación, de la religión, y del amor. Incluso se da el ocio cuando, puestos en una situación límite, sentimos el estremecimiento de nuestra fragilidad.

Mientras el trabajo supone actividad transformadora y dominante, y el consiguiente esfuerzo, el ocio es, por el contrario, receptividad y contemplación festiva. Por eso no debe confundirse con el descanso, porque uno descansa de trabajar y para seguir trabajando. El descanso también es parte del mundo del trabajo. El ocio no tiene un sentido reparador, sino que gravita en torno a otros intereses, a otra dimensión.

Debe entenderse, también, que la distinción entre ocio y trabajo no siempre es visible a los demás, ni se reduce a una clasificación de quehaceres. Por eso decíamos que el estudio, en el sentido institucional, sujeto a determinadas exigencias de calendario y aprobación, y aún tratándose del estudio de materias asociadas al ocio, forma parte del trabajo, porque se hace en función de un logro tangible, de un rendimiento, de un título o salida laboral. De la misma manera que hay ciertas actividades laboriosas que, por su carácter mecánico, dejan libre la atención para volcarse al ocio.

Esta consideración acerca del ocio pretende destacar la extrema importancia que le cabe como actitud propia del filósofo. Si bien el ocio está presupuesto, como acabamos de señalar, en todo el ámbito de la ciencia teórica (porque no aspira a otro fin que el mismo saber), se vuelve particularmente significativo en el caso de la filosofía. Sólo a través de la suerte de purificación que nos concede el ocio podemos emprender la contemplación desinteresada y generosa de la realidad. Ya sabemos de ante mano que lo que la filosofía tiene para decirnos no es algo útil, ni funcional, ni práctico. Incluso es probable que el tiempo que dediquemos a esa reflexión podríamos aprovecharlo para un mayor rendimiento en nuestro trabajo. Por eso, si no contamos con esa actitud de apertura, de mansedumbre, de afincada convicción acerca de la importancia, medida en otra escala, del conocimiento de las causas primeras, no alcanzaremos la disposición necesaria para el ejercicio de la filosofía.

Vale decir aquí que, si bien hemos desarrollado este tema en el capítulo acerca de la filosofía porque es donde aparece con mayor vigor, se trata de una cuestión que atañe, en última instancia, a todo aquel que se esmera en llegar a la verdad. Hablando más en particular, todos los que se relacionan con ese objetivo a través de la vida universitaria deben cultivar y apreciar el ocio. Nadie puede tener serias aspiraciones de conocer el ser propio de las cosas si no es capaz de tomar distancia de las presiones económicas, políticas, afectivas o de cualquier otra índole. Nadie puede condicionar la búsqueda del saber al rédito material que de él se obtenga. El mundo en que vivimos es especialmente adverso a esta postura. Por eso debe insistirse en reclamar a quien se siente movido por una vocación universitaria no sólo la capacidad intelectual, sino también una actitud de servicio cabal a la verdad, una actitud de apertura universal libre de mezquindades, en pocas palabras: una actitud de ocio.

Un gran reto que tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya. Fides et Ratio n.83.

5. La filosofía como ciencia

Hasta aquí hemos puesto el acento en el saber filosófico entendido como actitud, como postura espiritual. Ahora se trata de exponer lo que se llama definición real de filosofía, es decir de considerarla en cuanto saber. Nuevamente nos enfrentamos ante una cuestión discutida. Pero seguramente no estaremos lejos de la verdad al definir la filosofía como la ciencia que estudia la totalidad de las cosas por sus causase primeras, según la luz natural de la razón.

La filosofía es una ciencia, y aquí apelamos a la significación planteada en la unidad 2, como saber causal, de un objeto universal y necesario, conocido en forma metódica y sistemática. Muchos creen que la condición de ciencia es inapropiada para la filosofía, ya sea porque subrayan casi con exclusividad la actitud filosófica sin considerar el contenido, ya sea porque les parece que lo misterioso, a lo que nos referimos al empezar la Unidad, no puede encerrarse en el estrecho molde del conocimiento científico. Hay algo de razón en esto, y no es fácil puntualizar en qué medida la filosofía es una ciencia y en qué medida parece trascender esa categoría.

Pero al menos, en una visión introductoria, nos parece incuestionable que la filosofía es un producto principalmente de la razón, y que por lo tanto obedece a las pautas que la razón exige por su naturaleza. La filosofía no puede prescindir del rigor de las definiciones y demostraciones, de la reflexión crítica de sus principios y del orden sistemático de sus conclusiones.

La capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a través de la actividad filosófica, una forma de pensamiento riguroso y a construir así, con la coherencia lógica de las afirmaciones y el carácter orgánico de los contenidos, un saber sistemático […] Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón recta… Fides et Ratio n.4.

De acuerdo con ello, la filosofía no debe confundirse con la poesía, con el misticismo, con las reflexiones a menudo oportunistas y edulcoradas de algunos manuales de autoayuda, ni mucho menos con ese deambular errático y pretendidamente inspirado con el que las personas buscan, como se dice, “arreglar el mundo”. No negamos que sea lícito a cualquiera entregarse momentáneamente a un pensamiento de tipo filosófico, más aún, es un modo saludable de expresar interés por una perspectiva superior acerca de las cosas. Inclusive la filosofía respeta y estima, quizás más que ninguna otra ciencia, la voz que brota de un espíritu curtido por el dolor y el paso de los años. Pero no es justo ignorar que, más allá de esa instancia informal y espontánea, existe la filosofía como ciencia, como disciplina en sentido estricto, y sólo quienes se consagran a ella tienen la autoridad necesaria para opinar con seriedad y fundamento sobre las grandes cuestiones de la vida. Creer que uno es filósofo por haber dicho un par de frases interesantes es como creer que uno es un atleta olímpico por haber saltado un par de charcos en un día lluvioso.

De un modo casi reiterativo nos permitimos añadir que la filosofía como ciencia tampoco se confunde con el sentido actual de la palabra, y por eso suena extraño concebirla de ese modo. Cuando hoy se habla del progreso científico, o de la investigación científica, o de los enigmas de la ciencia, o de una academia de ciencias, se está aludiendo, evidentemente, a los físicos, biólogos, antropólogos o economistas, no a los filósofos. Y no parece inadecuada esa diferenciación lingüística a la luz de todos los contrates que hemos expuesto entre un modo de saber y el otro.

En cuanto al objeto material de la filosofía, es decir, aquello que su estudio abarca, es la totalidad de las cosas. En oposición a lo que acontece con las ciencias particulares, que deben esta denominación a la restricción de su objeto, y que además tienden a una creciente especialización, la filosofía se instala en un mirador desde el que domina todo lo real. Téngase en cuenta que no se trata de una totalidad asumida por acopio o suma de conocimientos particulares, como sería el caso de una enciclopedia. La filosofía intenta responder aquellas cuestiones que comprometen a la totalidad como totalidad, es decir en lo que todas las cosas tienen en común. Para ilustrarlo con un ejemplo histórico, digamos que desde siempre el hombre tuvo curiosidad por descubrir de qué están hechas las cosas: de qué está hecho el cielo, o el fuego, o la sangre, o la piedra. Pero alguien pregunto por primera vez: ¿De qué están hechas todas las cosas? , en el sentido de una materia universal, algo que subyace a toda transformación y a lo que todo, en última instancia, se reduce. Esa es una pregunta filosófica, no científica. También es posible preguntarse de dónde viene la lluvia, o la vida, o el amor, pero si uno se cuestiona ¿De dónde viene todo esto?, es decir, todo lo existente, se trata, una vez más, de una pregunta filosófica. Por eso algunos autores caracterizan a la filosofía como cosmovisión, visión del cosmos.

Para entender cumplidamente el fundamento de esa perspectiva de totalidad hay que considerar el objeto formal de la filosofía, el punto de vista de enfoque que ella adopta acerca de las cosas. Y, como ya se anticipo al clasificar las ciencias, la filosofía es el saber de las causas primeras. Nos remitimos a aquel pasaje para no repetirnos, pero añadiremos que no es posible asumir el objeto material y formal de la filosofía en estos términos sino partir de la naturaleza del intelecto humano. Recapitulando, se trata de una facultad cuyo objeto es el ser, y que por lo tanto puede conocer cada cosa en su ser propio (la esencia) como así también conocer la totalidad de las cosas en cuanto existentes, es decir, porque tienen ser. Es la inteligencia la que descubre, además, que el ser de las cosas es participado, o sea recibido de otro capaz de participarlo, y desde allí concibe la relación de causalidad. Y por último la inteligencia capta la cursiva necesidad de un ser absoluto, no restringido ni causado por otro, del que justamente todo depende, y al que llama causa primera. De esta manera la posibilidad de comprender el objeto de la filosofía depende estrechamente de la concepción que se asuma acerca de la inteligencia humana. Y por eso la valoración, y hasta la posibilidad misma de la filosofía han sido cuestionadas, sobre todo los últimos siglos, al poner bajo sospecha los alcances de la razón.

Es por eso, entonces, que la filosofía se instala en el punto de vista de la totalidad, porque una causa verdaderamente primera es causa de toda otra causa, y en última instancia de todo lo real. La mirada totalizante del filósofo no interpreta al ser como algo genérico, como una masa indiferenciada, sino como aquello que le da realidad a cada cosa, sin poder dejar de lado a ninguna. La filosofía, más que contemplar desde arriba, como parada en una nube, contempla desde dentro, tratando de llegar al núcleo, al corazón mismo de la realidad.

Algunos textos hablan del objeto formal de la filosofía identificándolo como las causas últimas. Parece una contradicción, pero no lo es. Nuevamente volvemos hacia atrás para evocar los modos típicos de la justificación racional. Entonces habíamos aclarado que lo más propio de la inteligencia humana, a raíz de su imperfección, es proceder de los efectos a las causas. Pues bien, en ese sentido es lógico que se conozcan en primer lugar las causas inmediatas, y que las causas primeras en el orden del ser sean las últimas en conocerse. La filosofía, entonces, es la empresa intelectual más exigente y, por así decirlo, lo último y más elevado que puede alcanzar la razón. No obstante, debe evitarse la significación puramente temporal, como si la filosofía fuese lo último en la historia de la humanidad o de la vida de cada hombre. Aunque se trata, en efecto, del saber más arduo, porque alude a las causas primeras, no siempre exige el conocimiento estricto de las causas segundas, en el tono en que lo proporcionan las ciencias particulares. De hecho, los grandes interrogantes y las teorías filosóficas más elaboradas se han dado con independencia del aporte científico, y en algunos casos a pesar de concepciones erróneas desde el punto de vista de la ciencia.

No conviene olvidar, por otra parte, que la noción de causa se distribuye analógicamente en cuatro especies: material, formal, eficiente y final. Y que en cada una de ellas es preciso distinguir el nivel primero y fundante del nivel secundario y fundado. La filosofía debe hacerse cargo de todas las variedades de causa, ya sea en cuanto confluyen en el ser, lo cual es propio de la metafísica, ya sea en referencia a lo primero en cada orden del ser, lo cual da origen a las diversas partes de la filosofía. La filosofía e la naturaleza se ocupa de las causas primeras de lo corpóreo, la antropología filosófica estudia las causas primeras del hombre, etcétera.

Para cerrar, un comentario sobre la última parte de la definición real de filosofía. Tal como se expondrá inmediatamente, aunque ya lo hemos anticipado, la filosofía no es la única sabiduría que el hombre puede poseer en este mundo. Siempre dentro del campo del saber científico (pues existe también una sabiduría que es don del Espíritu Santo), cabe hablar de la sabiduría teológica, que es aquella que versa sobre las causas primeras de todas las cosas a partir de un conocimiento sobrenatural que proviene de la Palabra de Dios sobre la que hablaremos en la siguiente unidad. Por lo tanto, lo que distingue a la filosofía de la teología es justamente lo que se expresa al hablar de la luz natural de la razón. Para decirlo del modo más sencillo posible, así como la vista no puede captar los colores sino gracias a la luz ambiente, aunque sea ella y no la luz la que propiamente ve, de la misma manera nuestra inteligencia depende de una cierta luz bajo la cual pueda reconocer el ser de las cosas. La fuente de dicha luz se conoce como intelecto agente, y se halla presente en cada uno cual si fuese un faro o linterna que permite discernir lo esencial y profundo de la realidad. Esa luz es natural, es decir, constitutiva de la naturaleza humana, y merced a ella es posible la actividad mental y más específicamente la ciencia y la filosofía.

En cambio, cuando se trata de la teología, interviene, además de la luz natural de la razón (pues el que hace teología es el hombre, y en todo momento debe recurrir a sus capacidades naturales de entendimiento), otra luz de carácter sobrenatural. Esta nueva luz no la poseemos como atributo de nuestra naturaleza, sino como un don gratuitamente recibido de Dios, o sea como una gracia. Es la luz sobrenatural de la fe, por lo cual somos capaces de asumir como verdadero lo que Dios nos revela mediante su Palabra. Por su origen divino, aunque se trate del mismo objeto, la teología va mucho más allá de la filosofía, poniéndonos en un sentido participado en la perspectiva del mismo Dios (la cual, por ser de Dios, no es una perspectiva, sino la Verdad en sí misma). Para explicitar todo esto daremos paso a la siguiente unidad.