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Teoría del Conocimiento, Lic. Gabriel Zanotti diciembre 7, 2007

Posted by Rodrigo Martínez Casás in Filosofía General.
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FILOSOFÍA PARA NO FILÓSOFOS

CONTENIDO

El conocimiento: De dónde comenzamos. El conocimiento y sus problemas. Las posiciones. El escepticismo. El relativismo. Nuestra posición. Las facultades. La inteligencia y los sentidos. El realismo. La intencionalidad. Kant. La verdad. La intuición. La intuición y la metafísica. Las ciencias positivas. La seguridad de las ciencias positivas. La limitación del conocimiento. Hume. La razón y la fe. La fe natural. Su razonabilidad. La fe religiosa. Su diferencia con lo irracional.

CAPITULO IV

EL CONOCIMIENTO

Supongo que tal vez has hecho un alto para descansar. Me parece bien. Hemos caminado bastante, y hay que recuperar fuerzas porque ahora vamos a visitar una de las cuestiones más complejas y definitorias de la filosofía.

De dónde comenzamos

Debo decirte que con este tema tenemos una gran ventaja, y es que no comenzamos de cero. En efecto, hasta ahora hemos hablado de diver­sos temas, y con esas reflexiones hemos adqui­rido conocimiento sobre esos temas, lo cual im­plica que hemos ejercido nuestras capacidades de conocimien­to (lo cual es lo mismo que decir que si hemos caminado he­mos ejercido nuestra capacidad de caminar).

¿Podríamos haber hecho de otro modo? Esto es: supongamos que, antes de conocer cualquier cosa, decimos: vamos a conocer qué es conocer y cuáles son mis capacidades de conocimiento, en cuanto a sus alcances y límites. Eso tiene sus inconvenientes y sus ventajas. Es obviamente ventajoso que reflexionemos sobre el conocimiento, para poder conocer me­jor. Pero nos enfrentamos con un gran problema lógico si po­nemos en duda absolutamente toda nuestra capacidad para co­nocer, para después llegar a la conclusión de que podemos co­nocer algo. O sea: supongamos que decimos: antes de conocer algo, vamos a ver si podemos conocer. En ese caso el gran pro­blema es que, si queremos conocer si podemos conocer, vamos a tener que ejercitar esa misma capacidad de conocer que esta­mos poniendo en duda. Con lo cual nos estaremos contradi­ciendo. Es lo mismo que alguien dijera: “dudo que pueda razo­nar. Entonces, voy a razonar para ver si puedo razonar”. Lo cual implica dudar que se pueda razonar y ponerse a razonar para solucionar la duda, yeso es medio absurdo.

Con todo esto sólo quiero decirte que siempre estamos ejerciendo nuestra capacidad de conocer. Por lo tanto, lo que sí podemos hacer, sin caer en el problema aludido, es reflexio­nar sobre esa capacidad. Y habrás notado que ya van dos veces que te subrayo la palabra “reflexionar”. En efecto, lo que po­demos hacer es volver sobre este conocimiento que hasta ahora hemos estado utilizando, como un carpintero que está hacien­do muebles y se pone a reflexionar sobre su actividad como carpintero. Por eso he considerado mejor que este capítulo ha­ya quedado para el final. N o es que era imposible haber co­menzado con este capítulo desde él principio, pero era más di­fícil. Más fácil es hacer como dice la canción: “se hace camino al andar”. De igual modo, se conoce sobre el conocimiento conociendo.

El cono­cimiento y sus problemas

Lo primero que haremos en esta reflexión so­bre el conocimiento es tratar de ver cuáles son sus principales problemas o cuestionamientos. O, dicho más fácil, cuáles son las preguntas que sugiere el problema del conocimiento. Habi­tualmente, en la filosofía distinguimos tres pre­guntas principales, cuyas respuestas van delimitando las princi­pales posiciones en teoría del conocimiento (gnoseología). Esas tres preguntas son: uno, ¿se puede conocer? Dos: ¿qué se conoce? Tres: ¿cómo se conoce? (o con qué se conoce). Hay, además, una cuarta pregunta, emparentada con todas, pero so­bre todo tal vez con la primera: ¿qué es conocer? Comence­mos a analizar estas preguntas.

Las posiciones

A la pregunta” ¿se puede conocer?” correspon­den, obviamente, dos respuestas básicas: sí o no. Si decimos que sÍ, a partir de allí se trata de pasar a las demás preguntas y se abre todo un abanico de posiciones distintas. Ahora bien, puede contestarse que no, a partir de lo cual, obviamente, no tiene sentido seguir preguntando las demás cosas. Esta respuesta, que dice que no se puede conocer, está Íntimamente emparentada con afirma­ciones tales como que no se puede alcanzar la verdad, o que la verdad es relativa, o que todo es relativo, o que jamás podre­mos tener certeza de algo, etcétera. Esta posición ha sido tradi­cionalmente calificada como escepticismo. Será la primera que comentaremos, antes de describir nuestra posición.

La segunda pregunta era sobre qué se conoce. Esto se re­fiere a lo siguiente: ¿se conocen cosas que existen indepen­dientemente de que las conozcamos? O también: el hecho de que conozcamos algo, ¿es causa de la existencia de lo que co­nocemos? Aunque en principio esto te parezca fácil de respon­der, este ha sido uno de los problemas más complejos de la filosofía. Habitualmente se denomina realismo a la posición que afirma que pueden conocerse cosas cuya existencia sea in­dependiente del sujeto que está conociendo, y que el modo de ser de esas cosas no queda totalmente oculto al sujeto que co­noce. Idealismo es la posición contraria:

La tercera pregunta cuestionaba con qué (o cómo) se conoce. Se denomina racionalismo la postura que afirma que conocemos fundamentalmente con el intelecto y la razón, y empirismo la postura que sostiene que se conoce fundamental­mente con los sentidos. Hay una postura intermedia que sostie­ne que conocemos fundamentalmente con ambas facultades de conocimiento (en cuanto que ambas son necesarias y ninguna se puede dejar de lado). Algunos llaman a esta posición “inte­lectualismo”.

Quisiera advertirte que estas clasificaciones son “peligro­sas”. Su peligrosidad radica en que desdibujan gravemente la complejidad de los diversos matices que aparecen en las posi­ciones de diversos autores. Permíteme pedirte que nunca hagas esto: fulano es -por ejemplo- “idealista”; el idealismo dice “tal cosa”, luego fulano dice tal cosa. No, cuidado; lo que al­guien “sea” y/o diga es algo muy complejo como para calificar­lo de manera tan rápida; hay que leer directamente a fulano para tener una idea acabada de su pensamiento. Estas clasifica­ciones sólo sirven para ordenarse un poco mentalmente en el complejo mundo de la filosofía; cumplen la misma función que una pequeña vela en una ciudad a oscuras, que al menos evita que tropieces y te lastimes gravemente; pero para ver más ‘claramente hay que introducirse directamente en el pen­samiento de cada autor.

El escepticismo

Como te había dicho, no quisiera descubrirte mis opiniones sin antes meditar contigo el tema del escepticismo. En efecto, muchas veces ha­brás pensado, ante la evidencia de ciertos erro­res cometidos, por ti o por otros, o ante lo complicado de ciertas cuestiones, es posible que el hombre alcance la verdad. Las contradicciones entre las diversas posi­ciones y sus graves diferencias de opinión; los errores sobre los datos de nuestros sentidos; las limitaciones de la mente huma­na. . . Todas esas cosas pueden hacemos dudar de nuestra capa­cidad para conocer con verdad; lo cual implica, en última ins­tancia, poner en duda nuestra capacidad de conocimiento.

Pero, justamente, a partir de este problema, muchos filó­sofos -por ejemplo, san Agustín, o Descartes- han encontrado la vía para superar el escepticismo y no paralizar el pensamien­to ante la duda. En efecto, en el momento en el que estamos advirtiendo que erramos o que estamos dudando, estamos en­contrando una verdad que podemos afirmar con certeza. Y muchas cosas de las que diremos ahora las habíamos visto en el capítulo anterior, cuando hablábamos de la inteligencia hu­mana, al reflexionar sobre el hombre. Es en la reflexión sobre el escepticismo donde el hombre puede advertir con más pro­fundidad la esencial apertura de su inteligencia a la realidad. Si dudamos, ¿podemos dudar entonces de que dudamos? No. Es verdad, pues, que tenemos dudas, y he allí una verdad de la cual no dudamos. Podemos, pues, dudar, pero no de todo. De igual modo, si cometemos errores, al decir “esto es un error”, eso lo suponemos verdad, y tenemos también allí una verdad de la cual no dudamos. Es más: a través de la reflexión sobre estos actos de pensamiento -tus dudas, tus errores- se te apa­rece, de manera evidente, tu propio ser, como también decía­mos en el capítulo anterior. Eres tú el que duda; es más, si no existieras, no podrías dudar, y, por lo tanto, tu propia existen­cia (que manifiestas al decir “yo existo” o “yo soy”) se te apa­rece como una verdad evidente, segura, tan segura que no nece­sita ser demostrada (por eso es evidente). Por lo tanto, todo es­to nos muestra que sostener una posición escéptica total es contradictorio, pues si dices “no se puede conocer la verdad”, eso ya lo estás afirmando como verdadero; pero entonces, ¿no era que lo verdadero no se puede conocer? Y entonces te estás contradiciendo. De igual modo, si dices “dudo de todo”, no dudas de que dudas, y por lo tanto, en realidad, no dudas de todo. En realidad, como decía el viejo Aristóteles, si no quieres contradecirte siendo coherentemente escéptico, debes quedar­te mudo.

Por supuesto, todo esto no quiere decir que conozcamos absolutamente todo y que nunca podemos equivocamos -eso sería el extremo opuesto-; sólo significa que podemos conocer; que ese “poder conocer” se manifiesta en la apertura de tu in­teligencia a la realidad, lo cual se manifiesta aún en el caso de tu duda, cuando adviertes por ella tu propia existencia, y adviertes entonces que tu mente está abierta a la existencia de las cosas.

A veces se utilizan dos términos muy especiales que tie­nen relación con este tema. Serían “dogmáticos” quienes no dudan de todo y aceptan determinados puntos de partida evi­dentes, mientras que serían “críticos” quienes sólo aceptan al­gún conocimiento después de revisar cuidadosamente sus fun­damentos. Pero, en mi opinión, no es necesaria una contrapo­sición entre ambas actitudes, puesto que si la actitud “crítica” implica revisar los fundamentos de cualquier afirmación, ello se identifica con la actitud filosófica como tal, y por lo tanto también son “críticos” quienes aceptan puntos de partida evi­dentes, pues, si la evidencia es filosóficamente aceptada, ello implica que -como lo hemos hecho hasta aquí-se ha reflexio­nado sobre esa evidencia, de modo de mostrarla (no “de­mostrarla”) cuidadosamente. En este sentido, el término “crí­tico” puede asociarse a la actitud filosófica sin más, y no co­rresponde por lo tanto a ninguna posición filosófica en parti­cular. Por otra parte, el término “dogmatismo” debería des­terrarse por completo de la filosofía. El dogma no es malo, pero corresponde a otro ámbito, que es el religioso.

El relativismo

El escepticismo también se manifiesta bajo la forma de relativismos. Con la palabra “relati­vo” se quiere decir que no hay una verdad co­mo tal, sino sólo afirmaciones que dependen de algo que necesariamente las influye. Así, puede haber un rela­tivismo de tipo económico, si se afirma que todo lo que pien­ses dependerá de tu posición económica, o, por ejemplo, un re­lativismo psicológico, que afirme que todo lo que digas depen­derá de los conflictos psicológicos que tengamos. Así, según lo primero, si piensas que el banco de la esquina debería dar más crédito, piensas eso, necesariamente, porque necesitas uno; o, según lo segundo, si afirmas la existencia de Dios es porque, necesariamente, estás tratando de recuperar o sustituir la fi­gura de tu padre. Y me dirás: ¿y no puede ser algo así? Pues claro que en algunos casos puede ser; lo que el relativismo afir­ma es que siempre es así, lo cual es distinto. Por supuesto que tus problemas económicos pueden influir en tus opiniones so­bre lo que debería hacer el banco, de igual modo que, si tienes una opinión favorable hacia los animales, eso puede estar in­fluido por el hecho de que de chiquitito te encantaba ir al zoológico. Pero lo que el relativismo afirma -en sus diversas variantes- es que siempre tus afirmaciones van a estar necesa­riamente’ relacionadas con tal o cual factor (económico, psico­lógico, racial, cultural, etcétera). Lo cual implicaría que no se puede alcanzar una verdad en sí misma, independientemente de esos condicionamientos. Y entonces nuevamente aparece la contradicción de todo escepticismo. Como explica el doctor José M. J. Cravero en sus clases de filosofía, el relativismo afir­ma como verdad que nada se puede afirmar independientemen­te de tal o cual condición determinante, pero esa afirmación es colocada como una verdad independiente de tal o cual con­dicionamiento. Lo cual es contradictorio. Además, ¿cómo hizo el autor que afirma ese relativismo para salir de ese condiciona­miento que se supone determina toda afirmación, incluso las del autor que afirma el relativismo? Si yo afirmo, por ejemplo, que toda afirmación está condicionada de manera determinan­te por problemas psicológicos, ¿por qué no esa misma afirma­ción también? Al parecer, quien afirma un relativismo se con­sidera liberado del relativismo que afirma para todas las demás opiniones. Y en última instancia, si todo es relativo, también es relativo que todo es relativo. Por lo tanto, el relativismo pade­ce la contradicción de todo escepticismo.

Nuestra posición

Como ves, a partir del análisis de la posición escéptica estamos describiendo nuestra propia posición. ¿Qué es conocer? No es fácil de de­finir, pero podríamos aventuramos a decir que conocer es “captar” la realidad, lo cual implica captar la exis­tencia y algo del modo de existencia de las cosas. Y no duda­mos de que podemos conocer, porque aún en esa misma duda advertimos ya nuestra propia existencia, lo cual es. una expe­riencia interna de nuestra apertura al existir de las cosas ( esto no implica que no tengamos dudas, sino que no dudamos de todo). Este es, en mi opinión, el punto de partida defini­torio de la teoría del conocimiento.


Las facultades

A partir de aquí, verás que reiteraremos algunas cosas que ya hemos meditado en capítulos an­teriores. Si conocer es, en cierto modo, estar a­biertos a la realidad que nos rodea, cuando de­cimos “realidad” nos estamos refiriendo al conjunto de cosas que existen, con su existir y su modo de existir (como había­mos visto cuando analizábamos el modo de llegar racionalmen­te a Dios). Este conocimiento es, como habíamos visto, carac­terística esencial del hombre, quien es el sujeto de conocimien­to (o sea, el que conoce) a través de sus capacidades para cono­cer, que llamamos potencias o facultades de conocimiento. A través de esas facultades, el hombre llega al objeto de conoci­miento (la cosa conocida), esto es, las cosas. Una de esas facul­tades, esencial en el hombre, es, como hemos visto, la inteli­gencia (cuyo nombre viene, como vimos en el capítulo 3, de “intus” (dentro) y “legit” (lee), porque “lee dentro” de la co­sa, captando su ser y su modo de ser). Toda potencia de cono­cimiento tiene una acción específica y un objeto (aquello que conoce) específico. Así, si preguntamos qué es la inteligencia, podemos decir: la inteligencia es la capacidad de “entender”; y si a su vez nos preguntamos qué es entender, podemos decir que entender es captar el existir y el modo de existir (ser y mo­do de ser) de las cosas. Algo que hacemos todos los días, cuan­do miramos a nuestro alrededor y decimos “allí hay tal cosa o tal otra”. Como ves, la potencia se define por su relación a su acción propia, y ésta por su relación al objeto (para dar otro ejemplo, la vista es la capacidad de ver, y ver es captar la luz). Por eso podemos decir que cada potencia se define por su ob­jeto, y por eso objetos de conocimiento distintos necesitarán potencias de conocimiento distintas.

La inteligencia y los sentidos

Pero el hombre no conoce sólo por su inteligen­cia. Hay también en el hombre potencias de co­nocimiento sensibles, que podemos experimen­tar en nosotros mismos todos los días. Por ejemplo, los cinco sentidos. Estas potencias de conocimiento nos informan de las característi­cas palpables y visibles de las cosas, mientras que l_ inteligencia nos muestra su existencia y su modo de existencia (su esencia). De ese modo, inteligencia y sentidos trabajan Íntimamente unidas, informando ambas potencias de un solo objeto de co­nocimiento (la cosa) a un solo sujeto que conoce (la persona humana). Si, por ejemplo, se nos aparece un perro por delante, los sentidos nos informarán de ciertos caracteres concretos (su color, su tamaño, su forma exterior, sus ladridos -si ladra-) y’ nuestra inteligencia advertirá su existir y su modo de existir; incluso, nuestra inteligencia podrá después universalizar ese modo de existir (el concepto “perro” ‘en sí mismo) y podrá elaborar también razonamientos necesarios sobre ese modo de existir. Por ejemplo, las reflexiones filosóficas que hemos he­cho sobre el hombre, cuando vimos, por ejemplo, que todo ser humano es inteligente y libre, con una dignidad natural, etcéte­ra, constituyen un conocimiento universal sobre la naturaleza del ser humano que va más allá de los datos que nos pueden dar nuestros sentidos sobre tal o cual hombre concreto (de allí la frase “lo esencial es invisible a los ojos”). Por ejemplo, nues­tros sentidos pueden decimos que Juan es alto y de raza negra, pero sólo nuestra inteligencia nos dirá que Juan, por ser perso­na, tiene una dignidad natural que debe ser respetada. Pero es­to no implica que este tipo de conocimientos sean “innatos”, como si naciéramos ya con ellos. De ningún modo. La inteli­gencia necesita los datos de los sentidos, para que a partir de ellos llegue a donde ellos no llegan: la reflexión sobre el modo de ser de las cosas y su existencia. Por eso nuestra posición es intermedia entre un empirismo total y un racionalismo total.

El realismo

Y, a la vez, nuestra posición es realista. El ser humano está abierto a la realidad de las cosas. Y, justamente, al analizar una posición escépti­ca, que pudiera dudar de tal cosa, habíamos en­contrado que la reflexión sobre nuestra propia existencia nos muestra que no es nuestro pensamiento el origen de nuestra existencia, sino al revés. Yo no existo porque pienso, sino que puedo pensar porque existo; si no existiera, nada podría hacer. De allí que, cuando en nuestras dudas advertimos nuestro pen­samiento, advirtamos a la vez que existimos, como el origen úl­timo de que podamos estar pensando. Y allí experimentamos nuestra apertura a la existencia. Por eso, si nuestro pensamien­to no es el origen de nuestra existencia, menos aún será el ori­gen de la existencia de las demás cosas.

Es a partir de este realismo que podemos solucionar la siguiente dificultad. Si vemos un árbol, por ejemplo, tenemos en nuestro interior a la imagen del árbol, pero no al árbol mis­mo, por supuesto. O sea que el sujeto que conoce no tiene den­tro de sí alas cosas que conoce, sino “imágenes” o “signos” de las cosas que conoce. Conocemos, pues, a través de signos. Y entonces alguien puede preguntar: ¿cómo sabemos que esos signos o imágenes corresponden a las cosas reales externas a nosotros? ¿Cómo sabemos que la imagen del árbol correspon­de a un árbol real? (Esta es la pregunta que podría hacer la posición idealista). Pues bien: debo decirte que, según lo que he meditado hasta ahora este tema, es casi imposible resolver esta dificultad si se duda de nuestra apertura a las cosas reales en sí mismas. Pero, como hemos dicho que justamente en esa duda podemos encontrar nuevamente nuestra apertura a la realidad -a partir de allí podemos concluir que, si conocemos la realidad mediante signos o imágenes de las cosas reales, esos signos deben ser como los cristales transparentes de un par de anteojos, a través de los cuales una persona ve-las cosas. O sea que los signos por los cuales conocemos las cosas son muy es­peciales, pues primero nos muestran a la cosa significada (la cosa real en sí misma) y luego, cuando reflexionamos sobre el conocimiento, advertimos su presencia (la cosa significante).

La “intencionalidad”

Por eso, estarás notando que el conocimiento es una relación muy especial entre el sujeto que conoce y el objeto conocido. El sujeto no se transforma en el objeto y el objeto no se convierte en el sujeto. Los dos siguen siendo ellos mismos. Sin embargo, se unen muy profundamente a través de una muy especial imagen que el sujeto tiene del objeto. Por eso el co­nocimiento –como el amor- es unitivo ya la vez dual: dos se hacen uno y siguen siendo dos. De este modo el objeto está “presente” en el sujeto sin confundirse con él, y por eso el objeto podrá seguir existiendo aunque el sujeto desaparezca (aunque ya no como objeto de conocimiento de ese sujeto). Esta relación tan especial entre sujeto y objeto ha sido llama­da, por muchos filósofos, relación intencional. Y por eso a ve­ces encontrarás escrito en algunos manuales que el conocimien­to es una relación intencional entre objeto y sujeto.

Por otra parte, nuestra apertura a la realidad está testi­moniada más que nada, creo, por la relación con nuestro próji­mo. Creo que no sería muy agradable que las personas que te aman fueran sólo imágenes creadas por tu mente. Esto fue se­ñalado por un gran filósofo de este siglo, N. Hartmann. Alguna vez, algunos ojos te habrán mirado con verdadero amor. ¿Pue­des dudar, en última instancia, de su real existencia?

Kant

Hubo un gran filósofo, I. Kant -que era ade­más un gran hombre y un gran profesor- que pensaba en cierta medida distinto de nosotros. Kant también unía lo sensible a lo intelectual. Los datos de los sentidos -por los cuales nos informamos de la existencia con­creta de una cosa- son recibidos, según Kant, en una especie de “centro ordenador” que está en nuestra mente. Esas pautas ordenadoras vienen en nuestra mente, y son previas a todo co­nocimiento sensible (por eso son llamadas “a priori”). Kant las llamaba “categorías a priori”. Lo que conocemos, según Kant, es pues fruto de la unión entre los datos sensibles y las categorías a priori ordenadoras de esos datos. Esto implica que no conocemos cómo es la cosa en sí misma, sino que conoce­mos el resultado de una ordenación de nuestra mente. Lo cual es lo mismo que decir que no tomamos un jugo de naranja co­mo es en sí mismo, sino como aparece después de ser colado por un colador.

Para dar. un ejemplo más ajustado, según Kant sucede que, si dices que tal cosa fue la causa de tal otra, no es que es­tés conociendo una causa que existe realmente, sino que la causalidad es una “categoría a priori”, un criterio ordenador que viene en tu mente, que ordena datos sensibles de otro mo­do caóticos.

Hay cosas muy importantes en todo esto. En primer lu­gar, vemos que Kant coincide con nosotros en que los sentidos y la inteligencia trabajan íntimamente unidos. Es cierto, ade­más, que nuestra inteligencia juega un papel ordenador de los datos que recibimos a través de los sentidos. Sin embargo, creo que Kant ha exagerado ese papel ordenador, a tal punto que no podemos conocer, según él, las cosas como son en sí mis­mas. Y esto no implica que nosotros pensemos que podemos conocer totalmente las cosas -eso sólo compete a Dios-; pero sí pensamos, de acuerdo con todo lo meditado anterior­mente, que la inteligencia del hombre capta el modo de ser de las cosas, tales cuales son en sí mismas, aunque no total­mente. Podemos conocer, por ejemplo, que Juan es un ser humano y no una piedra, aunque ello no implique que cono­cemos absolutamente todos los secretos de la humanidad de Juan.

Podríamos decir, además, que si decimos lo que las ca­tegorías a priori “son”, entonces presuponemos que estamos conociendo lo que ellas son en sí mismas. Con lo cual ya esta­mos experimentando en nosotros mismos nuestra inevitable apertura a lo que las cosas son, aunque nos digamos kantianos.

Por supuesto, ‘estos desacuerdos que tenemos con Kant no significan que neguemos la importancia de su planteo. Al contrario, creemos que no puede haber una seria reflexión so­bre el tema del conocimiento sin analizar aunque sea mínima­mente la posición kantiana. Hay grandes filósofos que ayudan mucho a nuestra meditación filosófica, más por sus planteos que por sus soluciones, y Kant es un ejemplo.

La verdad

La posición realista que estamos sosteniendo nos permite afirmar la esencial apertura del hombre a la verdad. Muchas veces hemos habla­do de la verdad, pero ahora vamos a tratar de caracterizarla en sí misma. La verdad es como si fuera un pa­ralelo de la realidad. Verdad y realidad son correlativas. Cuan­do hablamos según lo que las cosas son realmente, estamos en la verdad. Por eso los filósofos dicen habitualmente que la ver­dad es una característica de los juicios o “afirmaciones” que diariamente pronunciamos. No porque todo lo que decimos es verdad, sino porque todo juicio es verdadero o es falso. Si yo digo, por ejemplo, “yo existo”, ese juicio es verdadero, porque yo estoy realmente existiendo. Por eso la verdad de un juicio puede ser caracterizada como su adecuación a la reali­dad.

Hay otro sentido de la verdad, más orientado hacia las cosas en sí mismas. Este otro sentido llama verdad a la realidad misma. En este caso toda cosa es verdadera, en cuanto que to­da cosa puede manifestarse, en su existir y su modo de existir, a cualquier sujeto que pueda conocerla. Esto significa que to­das las cosas están allí, como “esperando” a que se corra un ve­lo que las cubre (al parecer, esta es la posición del gran filósofo M. Heidegger, pero te digo “al parecer” porque este filósofo puede tener muy diversas interpretaciones), y así ser “devela­das” por un sujeto de conocimiento que tenga esa facultad, la inteligencia, que lo comunica con las cosas. De este modo to­das las cosas son como lamparitas de luz que están esperando que los ojos de tu inteligencia se abran; y por eso decimos que las cosas son “verdaderas”, de igual modo que las lamparitas son luminosas. Como ves, hay un correlato muy íntimo. entre el ser, la verdad y la inteligencia. Y por eso Dios, que es el Ser en sí mismo, es la Verdad en sí misma. Y por eso todos los hombres que buscan honestamente la verdad están buscando a Dios, aunque honestamente puedan llegar a negarlo.

La intuición

Vamos ahora a analizar explícitamente un tema que ha estado tácito en todo esto. Hemos visto que esta apertura del hombre a la realidad se produce a través de su esencial facultad de co­nocimiento, la inteligencia, que tiene justamente a las cosas (o al “ente”, como dijimos en el capítulo dos) como su objeto de conocimiento. Hemos visto también que la acción de la inteli­gencia se manifiesta mediante una especie de “captación direc­ta” de su objeto, cuando afirmamos la presencia de las cosas que son “dadas” a la inteligencia; cuando decimos, por ejemplo, “allí hay un árbol”, o cuando escuchamos un ruido y preguntamos” ¿qué es eso?”, o cuando captamos directamente nuestra propia existencia y decimos “yo existo” (yo soy). A esta “captación directa” la llamamos intuición intelectual. Hay que tener mucho cuidado con la palabra “intuición”, pues ha­bitualmente se la entiende de manera distinta al significado que aquí le estamos dando. En general se la utiliza para desig­nar un sentimiento,. o una cuestión emocional, que no está fundada racionalmente. Pero, en este caso, la intuición a la que nos referimos es lo más alto de la inteligencia y la razón. ¿Por qué? Porque es lo que te permite llegar a los puntos de partida de tu conocimiento racional. Vamos a detenemos con más de­talle en esta cuestión. .

Hay un momento de la inteligencia, que diariamente uti­lizamos, que se llama razonamiento. En los razonamiento ex­traemos una conclusión a partir de uno o varios juicios, que en ese caso se llaman premisas. Por ejemplo, vamos a suponer que decimos, de acuerdo al capítulo anterior, que “Juan es dueño de su destino”. Vamos a suponer que nos preguntan por qué. Es muy probable que entonces digamos la premisa que nos permite llegar a esa afirmación, y contestemos: “porque es un ser humano”. Con esa contestación, estamos manifestan­do el razonamiento que está implícito: “todo ser humano es dueño de su destino; Juan es un ser humano; por lo tanto, Juan es dueño de su destino”. Como vemos, de las dos premi­sas que utilizamos (todo ser humano es dueño de su destino, y Juan es un ser humano) deriva la conclusión del razonamien­to (Juan es dueño de su destino).

Pero ahora supongamos que nos preguntan el por qué de la premisa de la cual partimos. O sea, por qué todo ser hu­mano es dueño de su destino. Muy probablemente, podamos encontrar otro razonamiento para dar la respuesta. Pero ese razonamiento, a su vez, tendrá también una premisa principal de la cual hemos partido. Y nos pueden volver a preguntar el por qué de esa premisa, nuevamente. Y entonces: ¿dónde paramos? O bien: ¿hasta dónde llegamos? Porque si tuviéra­mos que seguir así hasta el infinito, esto sería un cuento de nunca acabar. Necesitamos, pues, un punto de partida que no necesite ser demostrado mediante un razonamiento. No ne­cesariamente uno; pueden ser varios puntos de partida por el estilo. Y, precisamente, esos diversos “puntos de partida” son fruto de la intuición intelectual de la que hablábamos. Y entonces, ves que esos puntos de partida tienen que ser máxi­mamente evidentes y seguros, pues son los que deben fun­dar en última instancia todos nuestros razonamientos posterio­res. Y, como muchas veces hemos dicho, hay cosas que son na­turalmente “dadas” a la inteligencia, que las llamamos eviden­tes, y que no necesitan ser demostradas. Por ejemplo, el famo­so “yo existo” (o “yo soy”), del cual hemos hablado tantas veces. O cualquier oración que puedas decir que manifieste una cosa existente directamente dada a tu conciencia, con su exis­tir y su modo de existir; por ejemplo, “aquí hay un lápiz”. O, como dijimos en el capítulo dos, el principio de contradicción. ¿Te acuerdas? Decía: “nada puede ser y no ser al mismo tiem­po y en el mismo sentido” (generalmente se dice “bajo el mis­mo respecto”). Por ejemplo, un pato no puede ser un pato y, al mismo tiempo, no ser un pato. Ahora fíjate qué interesante: si intentas “demostrar” el principio. de contradicción con un razonamiento, verás que es imposible, porque en el razona­miento que intentas hacer estarás utilizando el principio de contradicción que intentas demostrar, pues toda afirmación que hagas supone ese principio (si dices “Juan es un hombre” eso implica que Juan no puede ser al mismo tiempo algo que no sea hombre, yeso es el principio de contradicción –o tam­bién: “de no contradicción”-). ¿Ves? No lo puedes demostrar y, al mismo tiempo, es algo máximamente evidente y seguro (o sea, tenemos “certeza” de que es verdadero). El principio de no contradicción es, como vemos, uno de los mejores ejemplos de la existencia e importancia de la intuición intelectual.

La intuición y la metafísica

La inteligencia tiene, por tanto, dos “momen­tos”: uno, máximamente intelectual y fundan­te, que es la intuición; y otro, derivado, que es el razonamiento. El primero es más importante en “calidad”, y el segundo es más importante en “cantidad”. En efecto, la gran mayoría de nuestras afirmaciones y conocimientos están fundados en razonamientos (incluso, como vimos, temas tan importantes como el de Dios, y casi todos los que hemos tratado en este libro), pero asentados en última instancia en “puntos de partida” intelectualmente captados mediante la intuición. Entre esos puntos de partida encontramos sobre todo a la primera captación de la característica fundamental de las cosas de este mundo (esto es, que todas las cosas tienen un existir y un modo de existir) y los primeros principios de la razón, como el principio de no contradicción y otros parecidos. Esos puntos de partida, desarrollados sucesivamente mediante combinaciones de razonamiento e intuición intelectual, nos permiten desarrollar la ciencia de los principios generales de todas las cosas existentes en cuanto existentes, que es lo que llamamos metafísica racional (de la cual ya habíamos hablado en el capítulo uno). Puse el calificativo “racional” pues mu­chas veces escucharás o leerás que la metafísica es algo “irra­cional”, y, como ves, eso nada tiene que ver con lo que noso­tros llamamos metafísica. Tal vez la frase “de todas las cosas existentes en cuanto existentes” te resulte un tanto oscura. Pero no es nada del otro mundo. Con eso queremos decir que la metafísica no se va a ocupar de cada cosa en particular, sino de los principios generales de las cosas en cuanto a todo lo que se pueda reflexionar del hecho de que las cosas tengan existen­cia y un modo de existencia. Por ejemplo, en todo el capítulo dos hemos hecho metafísica racional. Cuando decíamos, por ejemplo, que a las cosas de este mundo la existencia no les

pertenece propiamente, o que todas las cosas coinciden en que existen pero tienen un modo de ser distinto, todo eso es una perspectiva metafísica de la cuestión.

Todo esto no significa que estos puntos de partida sean “innatos”, o “a priori” del conocimiento sensible. Como diji­mos, la inteligencia y los sentidos trabajan juntos y se llevan muy bien. Nadie nace con conocimientos adentro. La inteli­gencia va desarrollando sus conocimientos a partir y en contacto con los datos de los sentidos. Pero la inteligencia llega más allá de lo que los sentidos pueden informar.

Las ciencias positivas

Ahora es necesaria una aclaración. Los razona­mientos de los que hemos hablado son los que se llaman “necesarios” (recuerda que en el ca­pítulo dos vimos lo que era lo “necesario” filosóficamente). O sea que, puestas las premisas, la conclusión se desprende necesariamente de ellas (en el ejem­plo que vimos, si todo ser humano es dueño de su destino y Juan es un ser humano, entonces necesariamente Juan es due­ño de su destino). Pero hay razonamientos en los cuales la conclusión no se desprende necesariamente de las premisas, y que son llamados generalmente razonamientos no-deductivos. Estos razonamientos o modos de razonar fundan el conoci­miento de lo que habitualmente se llama “las ciencias”, o ciencias no-filosóficas o también, como a veces se las llama, ciencias positivas. Estas ciencias se caracterizan por el hecho de que no van más allá de los datos de la experiencia de tipo “sensible”. Los científicos discuten mucho entre sí sobre cuál puede ser el método adecuado para estas ciencias, y este es un debate en el cual ahora no nos introduciremos. Sólo te daré un ejemplo del procedimiento que hasta ahora ha tenido más aceptación. Supongamos que soy biólogo especializado en zoo­logía. Como científico, siempre tengo problemas que resolver. Por ejemplo, tengo el problema de saber cómo ciertas hembras de ciertas aves dan a comer a sus pichones. Entonces, antes de observar algo, se me ocurre alguna explicación, que los cientí­ficos llaman “hipótesis”. Por ejemplo, mi hipótesis es que po­dría ser que las hembras coman primero, depositen la comida en el buche y luego vuelvan a volcarla en la boca de sus picho­nes. Como ves, para elaborar una hipótesis el científico nece­sita imaginación y cierta especie de intuición (aunque no exac­tamente igual a la intuición de la que hablábamos nosotros). Con la hipótesis elaborada, trato de ver si es así en la realidad. Y entonces hago observaciones en la experiencia concreta. Con un buen largavista, mucho tiempo y mucha paciencia, y anotaciones precisas, observo más o menos unas 200 hembras de tal ave dando de comer a sus pichones. Y en los 200 casos veo que se comportan como yo había imaginado en mi hipótesis. Entonces yo puedo estar razonablemente seguro de que mi hi­pótesis se ha transformado en la siguiente “ley”: “las hembras de la especie X dan de comer a sus pichones de tal o cual mo­do”. Pero aquí debemos tener mucho cuidado. ¿Por qué dije “razonablemente” seguro? Precisamente, porque esa conclu­sión (la ley que hemos enunciado recién) no se desprende ne­cesariamente de las premisas (las premisas son, en este caso, cada uno de los 200 casos observados). ¿Y por qué? Porque nada excluye la posibilidad de que la hembra 201 se comporte.

de otro modo. De lo único que estoy seguro es de que las 200 observadas se han comportado así, pero no puedo estar seguro de que todas se comportarán así. ¡Si ni siquiera sé cuántas hay! Tal vez hay 250, o tal vez 250 millones. A lo sumo, podré decir “probablemente”, todas las hembras de la especie X . . . Y entonces este es el motivo por el cual toda ley científica es provisional, no necesaria, pues nada excluye otra experiencia posterior que la contradiga. Todo el conocimiento científico positivo se constituye pues por generalizaciones de hipótesis observadas sólo parcialmente. Además, el ejemplo que te di es simplificado, pues habitualmente no se observa la hipótesis directamente, sino consecuencias observables deducidas a par­tir de la hipótesis. En este punto los científicos discuten mu­cho. Por ejemplo, algunos dicen que no hay ningún motivo pa­ra decir “probablemente, todas las hembras. . .”. Sino que en realidad, lo único que se puede hacer es ver si la experiencia nos muestra que nuestra hipótesis es fa,1sa. O sea que yo sólo debería salir a observar para ver si mi explicación es desmenti­da por los hechos. En el ejemplo que dimos, todo lo que po­dríamos decir es que hasta ahora nuestra hipótesis ha resistido la prueba de los hechos, y con eso podemos quedamos muy conformes.

La seguridad de las ciencias positivas

Todo esto te muestra que el conocimiento cien­tífico-positivo es mucho más inseguro de lo que frecuentemente pensamos. La ilusión de seguri­dad absoluta que a veces dan las leyes científi­cas se debe a que muchas de ellas se han cum­plido siempre hasta ahora; sobre todo en sus aplicaciones técnicas. Pero nada excluye que nos enfrentemos en el futuro con fenómenos que desborden nuestras actuales. ­explicaciones y que demanden nuevas hipótesis que comple­menten (o contradigan) las explicaciones anteriores. Lo cual siempre ha sucedido así en la historia de la ciencia.

La limitación del conocimiento

Todo esto nos está mostrando que el conoci­miento humano es esencialmente limitado. Ese es el motivo por el cual muchos pensadores contemporáneos insisten mucho en que es in­dispensable la división del trabajo en materia de conocimientos y un intenso intercambio de información sobre las teorías y descubrimientos efectuados, para de ese modo acrecentar lo poco que la humanidad sabe.

Pero, entre saber nada y saberlo todo hay, como ya diji­mos muchas veces, un punto intermedio en, cuya delimitación no todos coinciden. Ya vimos que en las ciencias positivas los conocimientos son siempre provisionales, pero también hemos visto que en la meditación filosófica es posible llegar a conoci­mientos más seguros (pues tenemos la posibilidad de efectuar razonamientos necesarios, con puntos de partida basados en principios evidentes, acercándonos además a las esencias de ciertas cosas); lo cual no implica, reiteramos, agotar totalmente el conocimiento de lo real. Sólo significa esto que decir que la razón nada tiene que hacer en temas como Dios, la esencia del hombre, la libertad y la ética es una posición muy cercana a un escepticismo total (el cual, como vimos, se refuta a sí mis­mo al pretender afirmarse como verdadero).


Muchas veces los científicos positivos creen que lo que ellos conocen es lo único que se puede conocer, rechazando to­talmente la filosofía y la metafísica; y, también, muchas ve­ces algunos filósofos tienen una actitud de desprecio hacia el conocimiento de las ciencias positivas. Te podrás imaginar lo que se pelean ambos grupos, y el sin sentido de toda esa discu­sión. Ambos tipos de conocimiento son perfectamente legíti­mos en su campo y con su método, distinguiéndose sin mez­clarse, y justamente por eso es que pueden, a la vez, comple­mentarse y ayudarse el uno al otro.

Hume

Un ejemplo de una limitación del conocimien­to humano más allá de lo necesario es, en mi opinión, la posición de D. Hume. Hume fue un gran filósofo político y un gran economista. Pero veamos por un momento su teoría del conocimiento. Para Hume hay mu­chas cosas que no podemos conocer. No podemos conocer los modos de ser (esencias) de las cosas; son sólo meros nombres. Es también una mera ficción la existencia de un “yo” (nuestro “yo soy”) que perciba los datos que provienen de fuera; la ilusión viene de imaginar un centro unificado que reciba las percepciones. Tampoco podemos conocer ninguna causalidad real en las cosas, ni tampoco, por supuesto, podemos conocer racionalmente nada sobre Dios. Y tampoco tenemos ninguna certeza de que existan las cosas que percibimos; de tal cosa só­lo tenemos una creencia y nada más. ¿Qué conocemos, enton­ces? Pues solamente nuestras impresiones (las sensaciones) y las ideas que de ellas nos quedan. Como vemos, estamos ante un empirismo total y máximamente coherente (coherente no significa verdadero, sino consecuente con sus puntos de parti­da). El único conocimiento seguro es el matemático, el cual, . por otra parte, no nos informa de nada real. Por lo demás, sólo quedan las sensaciones y las relaciones de contigüidad y sucesión que hay entre ellas. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir, por ejemplo, que si ves una bola de billar que golpea a otra, en primer lugar lo único que conoces son las imágenes (impresiones) que recibes; que a esas impresiones correspon­dan dos bolas de billar reales es una simple creencia; en segun­do lugar, no existe realmente una causalidad real entre una bo­la y la otra en cuanto una sea causa del movimiento de la otra, sino que las dos impresiones (las bolas de billar) aparecen una junto a la otra (relación de contigüidad) y el movimiento de una precede al de la otra (sucesión); y de ese modo, si esto se repite varias veces, el hábito de ver esas dos impresiones rela­cionadas de manera contigua y sucesiva nos hace decir que una es la “causa” de la otra.

Tenemos varias cosas que comentar. En primer lugar, el tema de las esencias. Es cierto que el concepto universal “hu­manidad”, como tal, existe sólo en mi mente, pero tiene un fundamento real, que es el modo de ser de aquello existente que llamo Juan, Pedro o Pablo. Por lo tanto la esencia de una cosa no es un simple nombre, sino un modo de ser real, que puede darse igualmente en varios individuos (por ejemplo, Juan, Pedro y Pablo tienen los tres el mismo modo de ser), y por eso mi mente puede universalizar y concebir ese modo de ser “en abstracto” que se da en los tres. Si fuera cierto que no podemos conocer las esencias de las cosas, no podríamos distinguir a un ser humano de una piedra.

Decir que el propio yo es una ficción es lo mismo que decir “yo no existo”, lo cual no tiene sentido, pues tu existen­cia se evidencia en el mismo momento en el que la niegues y digas “yo no existo”, pues no podrías decido si no existieras. Hemos meditado muchas veces esta cuestión, y, como ves, yo opino que las meditaciones de san Agustín y Descartes salen. ganando de 1ejos frente a las opiniones de Hume; tal vez tú, pienses de otro modo. Ahora bien, creo que también es muy probable que Hume estuviera reaccionando contra la afirma­ción de que la existencia de un espíritu que subsista a la muer­te es algo evidente, y si es así, Hume tenía razón. Como vimos, esa afirmación no es evidente, sino que debe ser demostrada. Claro, seguramente Hume me dirá que no puede ser demostra­da, con lo cual yo no estaría de acuerdo, por todo lo visto en el capítulo tres.

En última instancia, tenemos en Hume una especie de negación radical de la apertura del hombre a lo real (como ves, c6nocer lo real más allá de las impresiones y la realidad del propio yo son creencias y no una certeza) y, por consiguiente, de la característica propia de la inteligencia humana. Pero yo creo que en estas negaciones se encuentra tácitamente afirma­do lo que se quiere negar. Pues, como señala García Morente, en Hume, a diferencia de Kant, subsiste la afirmación de las impresiones como “cosas en sí”, pues la teoría de Hume pre­tende describir lo que las impresiones y las ideas son. Y siem­pre que alguien diga “esto es tal cosa. . .” está afirmando, con­cientemente o no, la apertura del hombre, a través de su inteli­gencia, a lo que las cosas son, con su ser y modo de ser.

Sobre el tema de la causalidad, varias cosas. Hemos visto que es cierto que, en el campo de las ciencias positivas, no po­demos conocer relaciones necesarias de causalidad (o sea, que no puedan no darse), pues ya hemos visto que sus leyes son provisionales. En este campo del conocimiento,. Hume tenía ra­zón. Pero el problema es que la noción de causa va más allá, y parece que Hume no tuvo en cuenta este “más allá”. La causa­lidad hace referencia a todo aquello que tenga influencia en el ser y modo de ser de una cosa; no sólo se refiere a fenómenos físicos. De ese modo podemos decir que el escultor es realmen­te causa de su estatua, o que la unión de tus padres ha sido una verdadera causa para que tú existas. Pero, sobre todo, hemos visto en el capítulo dos que la noción más profunda de causa­lidad hace referencia a que todo aquello a lo que no le compe­te existir propiamente (o sea, que tiene su existencia “presta­da”) tiene el origen de su existencia en otra cosa, que se dice causa de la primera. Y esta es justamente la noción de causali­dad que permite analizar racionalmente el tema de Dios, cosa también rechazada coherentemente por Hume.

A pesar de estos desacuerdos, Hume es un filósofo im­portante por los problemas que plantea. La meditación de sus opiniones es importante, también, porque son una buena oca­sión para poner a prueba nuestras propias opiniones.

La razón y la fe

Queda, por último, una cuestión que cierra muy bien todo este conjunto de meditaciones filosóficas. Y es el famoso tema de la relación entre la razón y la fe, tema sobre el cual algo habíamos dicho en el capítulo uno, aunque muy poco. Ahora vamos a extendemos un poco más, teniendo en cuenta que la fe es también una forma de conocimiento.

La fe natural

Ante todo, tengamos en cuenta que lo que lla­mamos “fe” no hace referencia solamente a al­go religioso. Aunque te resulte extraño, gran parte de nuestros conocimientos de la vida co­tidiana, y gran parte de los conocimientos científicos, se basan en actos de confianza, que podríamos llamar “fe natural”. Por­que, si definimos la fe como la voluntaria aceptación de aquello de lo cual no sé tiene evidencia -y muchos filósofos esta­rían de acuerdo con esta definición- debemos observar que no son muchos los conocimientos de los cuales tenemos evidencia; cómo, por ejemplo, los principios evidentes captados por intui­ción intelectual -que como vimos, son pocos, aunque impor­tantes- o la evidencia que también puede surgir de razona­mientos en los cuales una cosa se deduce de otra (como nues­tro ejemplo de “todo ser humano es dueño de su destino”. . . etcétera); o la evidencia de los juicios simples de existencia de tal o cual cosa (como “en este momento tengo un libro en la mano”, etcétera). Pero hay otro gran sector en el cual lo que tenemos es, específicamente, una “creencia”. Ya hemos visto que las leyes científicas de las ciencias positivas te informan de. cosas de las cuales no tenemos plena certeza de que siempre se seguirán cumpliendo. Cada día, al acostarnos, creemos que al día siguiente las leyes físicas que conocemos se seguirán cum­pliendo. (Y ya vimos porqué: por la misma estructura de los razonamientos científico-positivos, no necesarios, no podemos excluir un caso o más que escapen a la explicación hasta el mo­mento no contradicha por los hechos). Veamos otro caso de una “creencia natural” muy común: el testimonio de las de­más personas. Corroborado, muchas veces, por testimonios que dejan las cosas mismas. ¿Has estado alguna vez en la ciudad de Moscú? Probablemente no. Pero, si no has estado, sin embargo crees que existe, porque todo el mundo dice que existe, por­que hay fotos de ella, porque aparece en los diarios, etcétera. Pero no hay ningún razonamiento necesario del cual puedas concluir: “Moscú existe”. (Si vas a Moscú, y la ves, su existen­cia te será evidente, y no necesitarás, por lo tanto, ningún ra­zonamiento). Y el caso de los conocimientos históricos es to­davía más característico de esta “fe natural”. ¿Cómo sabes que San Martín cruzó los Andes? Porque en la escuela prima­ria te lo decían una vez cada tres segundos; porque está lleno de libros donde se dice que los cruzó; porque todos los histo­riadores dicen lo mismo; porque quedaron testimonios de la época, etcétera. Pero ningún razonamiento necesario te permi­te concluir que San Martín cruzó los Andes; es más, creo que no podemos regresar al siglo pasado para vedo directamente (problema que no teníamos con Moscú).

En este tipo de conocimientos, la certeza puede aumen­tar a medida que aumenta la confianza en la persona que da testimonio de los hechos. Yo no dudo ni por un momento, por ejemplo, de lo que mis padres me cuenten sobre mis abuelos. Quiere esto decir que este tipo de conocimientos, a pesar de su inseguridad intrínseca, pueden alcanzar un alto grado de certe­.za si tenemos la seguridad de que la persona que da testimonio de los hechos no miente.


Su razonabilidad

Me he detenido con cierto detalle en este tipo de creencias cotidianas para que nos demos cuenta de varias cosas. Primero, que, indepen­dientemente de cuestiones religiosas, creemos, estrictamente hablando, en más cosas de las que “creemos” no creer. Y, segundo, que estas creencias no atentan contra nues­tra razón ni son absurdas ni irrazonables; es más, para todas ellas tenemos razones para aceptarlas. Y aquí tenemos pues una primera relación de armonía entre la razón y la fe, que vi­vimos todos los días, sin damos cuenta. Tenemos razones para creer en muchas cosas, como vimos. Es razonable, como vimos, que afirmemos la existencia de la ciudad de Moscú, aunque muy probablemente nunca estemos allí. Todas estas “fes” na­turales son, por lo tanto, actos de la inteligencia, por los cuales ésta, con la participación de la voluntad, afirma algo que no es evidente ni derivable de un razonamiento necesario (pero pue­de derivarse, como vimos, de un razonamiento no necesario o del testimonio de alguien en quien confiamos). La fe es pues razonable cuando tenemos esas razones para creer: testimonios confiables; razonamientos no necesarios; o testimonios que de­jan las cosas mismas (como las ruinas de la antigua Grecia). Al contrario, si yo un día te digo que vi un elefante volando cerca de mi casa, tú seguramente no me creerás, porque, ¿qué razón tienes para creerme?

La fe religiosa

Si la fe natural no es pues algo absurdo, es posi­ble que la fe sobrenatural tampoco. ¿A qué lla­mamos fe sobrenatural? A la fe específicamen­te religiosa. La fe religiosa tiene, en principio, la misma característica que la fe natural: es aceptar lo no evi­dente. Pero, en la mayoría de las religiones –especialmente en las monoteístas- hay un Ser Sobrenatural que es el que revela la verdad, y está el hombre que recibe y. acepta ese mensaje, por confianza absoluta en quien revela. Esa fe, además, no es algo que derive de las fuerzas del hombre (como la fe natural), sino que es una fuerza especial otorgada por Dios a la inteligen­cia del hombre. Por eso se dice “sobrenatural”. Observa: sobre lo natural, y no contra lo natural. O sea: sobre la inteligencia del hombre, pero no contra ella. Es sobre su inteligencia por­que por esa fe el hombre conoce cosas a las cuales no puede llegar deductivamente (por medio de razonamientos necesa­rios) con su sola inteligencia. (Como un astrónomo llega con su telescopio a cosas inaccesibles para su ojo sin el telescopio). Pero no es contra la inteligencia del hombre, si el mensaje dado no es absurdo (o contradictorio). Y entonces la razón del hom­bre, aunque crea en un “misterio”, ese misterio será tal porque no es totalmente claro para nosotros (para Dios todo es claro), pero a la vez no es totalmente absurdo. La fe religiosa es pues como un telescopio sobrenatural, que Dios coloca en nuestra inteligencia para que lo veamos (a El y sus cosas) mejor (por­que con nuestra sola razón, algo de El podemos ver, como vi­mos en el capítulo dos).

Su diferencia con lo irracional

La fe religiosa no es pues irracional -como muchas veces se dice-, sino suprarracional, que no es lo mismo. Porque puede haber ra­zones para la fe. Esas razones no derivan con necesidad lógica en lo que la fe afirma -en ese caso ya no sería fe- sino que dan indicios de porqué el men­saje religioso en cuestión no es absurdo. Esas razones facilitan la aceptación del mensaje religioso, que seguirá siendo libre y voluntaria, por su propia naturaleza, y dependiente, necesaria­mente, de la acción de Dios, ya que la fe deriva de Dios.

En algunas religiones hay ejemplos impresionantes de la armonía que es posible lograr entre la razón y la fe (y no por­que sean iguales, sino que, justamente por ser distintas, pue­den complementarse -como los dos sexos-). En el Judaísmo y el Cristianismo -que comparten el libro sagrado llamado An­tiguo Testamento-, cuando leemos el libro del Exodo, capí­tulo 3, Moisés le pregunta a Dios cuál es su nombre, y Dios responde (vers. 14): “Dijo Dios a Moisés: ‘Yo soy el que soy’. y añadió: ‘Así dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy’ me ha envia­do a vosotros’ “ (el subrayado es mío). Ahora piensa en todo lo que dijimos en el capítulo dos, guiados por la sola razón, y dime si no notas alguna coincidencia. ¿N o habíamos concluido que Dios es el Ser como tal? ¿No habíamos dicho que de El no se puede decir que es esto o aquello, sino sólo que es? ¿No habíamos dicho que su Ser y su modo de ser son lo mismo? Y entonces tenemos aquí que Dios se revela a sí mismo exacta­. mente como la razón señala: “Yo soy el que soy”; “el que soy” indica el modo de ser, que como vemos es igual al ser.

Lo que ocurre es, además, que tanto Dios, como la es­piritualidad del hombre y su libertad son temas accesibles a la sola razón, pero al mismo tiempo forman parte de la reve­lación en la fe religiosa. Si tenemos fe en Dios y nos preguntá­ramos por qué Dios revela lo que nosotros podemos conocer con nuestra razón, podemos contestar, como decía santo To­más, que Dios obra así seguramente por la dificultad de esos temas, de manera tal que la revelación facilite el acceso a lo que es muy complicado, aunque accesible por la sola razón.

La razón es pues como una linterna en una habitación a oscuras, que señala el camino para abrir las ventanas. Y la fe es como la luz del sol que entrará luego por las ventanas.

Tal vez te preguntes por qué hay que terminar un libro de filosofía hablando de la fe religiosa. Porque, si tienes inquie­tudes religiosas, quise mostrarte que. no debes vivir un conflic­to insoluble entre tu razón y tu fe. He querido dejar abierta tu inteligencia a la fe. Porque el hombre es uno, y sus diversas fa­cetas no tienen porqué vivir en conflicto. No tienes que elegir entre ser filósofo o tener fe; puedes ser un perfecto filósofo y, al mismo tiempo, tener fe. Así como no están en conflicto las ciencias positivas y la filosofía, tampoco están en conflicto la filosofía y la fe. Y por lo tanto tú no tienes que estar en con­flicto contigo mismo. Sí estarán en conflicto una filosofía que afirme que toda fe es un absurdo y una fe que afirme que toda filosofía es mala, en cuyo caso esa filosofía y esa fe estarán erradas.

Bien, hemos llegado al final de nuestras pequeñas refle­xiones sobre el conocimiento, y al final, también, de esta pe­queña visita guiada por la filosofía. Por supuesto, queda mu­cho camino por recorrer. Un camino que no es sencillo y que requiere mucho esfuerzo de nuestra parte. Pero de esto y otras cosas vamos a meditar, después de un descansito, en la refle­xión final.

LECTURAS RECOMENDADAS

1) García Venturini, J. L.: Curso de filosofía; Troquel, Buenos Aires, 1960; capítulos VI, VII Y V (en ese orden).

2) Mandrioni, H.: Introducción a la filosofía; Kapelusz, Buenos Aires, 1964, capítulo 6.

Bibliografía adicional:

1) Suma contra los gentiles (o Suma Filosófica), por santo Tomás de Aquino. Club de Lectores, Buenos Aires, 1951.

2) Del Iluminismo a nuestros días, por Francisco Leocata. Ediciones Don Bosco, Buenos Aires, 1979.

3) La filosofía actual, por 1. M. Bochenski. Fondo de Cultura Económica, México, 1979, (octava reimpresión).