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IDENTIDAD Y ESTATUTO DEL EMBRIÓN DESDE EL PUNTO DE VISTA METAFÍSICO noviembre 14, 2008

Posted by Rodrigo Martínez Casás in Filosofía General.
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I. Identidad y estatuto ontológico

El instante de la hominización. Tiempo y eternidad.

La embriología nos muestra y nos ofrece el punto exacto desde el cual debe partir la reflexión filosófica en este tema.

La constitución instantánea del cigoto, pone de manifiesto un plan o, mejor aún, una organización (dispositiva) de la materia viva; en el lenguaje tradicional de la Escuela, se trata de la constitución instantánea de la materia (segunda) de la cual (ex qua) apta para ser (y lo es en ese instante) éste embrión humano. Simultáneamente, la determinación actual, en el instante, del cigoto como tal, no tendría actualidad sin el principio determinante que le hace ser este embrión y no otro; este principio intrínseco determinante le confiere o da el ser este embrión (forma dat esse). Por eso, según la metafísica realista, la constitución dispositiva de la materia (instante de penetración del espermatozoide en el óvulo y unión de ambos en una sola célula) coincide con la animación que hace que sea este embrión uno, singular, ontológicamente idéntico, irrepetible. De modo que fecundación, animación, hominización, no solo coinciden y están en la misma línea sino que se identifican en el instante. Esto no significa que el alma humana exista antes de la fecundación o después de ella, sino que es simultánea en el instante (presente) de constitución del cigoto. La embriología moderna ha venido en auxilio de la metafísica la cual, ahora, dispone de la información suficiente para afirmar la identidad, tanto temporal como ontológica, de fecundación instantánea y animación de este todo-uno que es el hombre. Ni la materia segunda ni la forma son pensables como existiendo antes o después: simultáneamente se unen en el instante inicial.

Gracias a la embriología moderna sabemos que el cigoto, resultado del acto de fecundación, trae su intransferible programa genético; que es un todo-uno singular, constitutivamente distinto de la madre y autónomo en su orden. No es, en relación con la madre, como un miembro o un órgano que es parte integral del todo biológico materno; en ese sentido, el embrión “anida” en su útero y ella lo “tiene” y lo “lleva” consigo; le alimenta y abriga mientras se desarrolla, pero el embrión no es parte integral suyo. Por el contrario, esta verdadera maravilla de organización que es el embrión, tiene un acto de existir que le es propio; en realidad, es lo más íntimo suyo hasta el punto que se podría decir que éste su mismo acto de existir es más íntimo que su misma intimidad. El embrión, pues, tiene o participa de un acto de ser que le es intransferiblemente propio.

Como se ve, la reflexión metafísica supone el aporte de la ciencia empírica; en ese sentido, acepta y utiliza los datos que han pasado por el tamiz de la verificación legítima e intenta solucionar por medio de la deducción científica legítima los problemas últimos que trascienden la verificación sensible; reitero, pues, que estos problemas son considerados con método rigurosamente científico que es la deducción metafísica. Naturalmente, un empirismo reduccionista, una “argumentación” que supone un análisis (previamente declarado antimetafísico) del lenguaje, o un relativismo desconstruccionista, o esa suerte de no-pensamiento que es el “pensamiento” de desfundamentalista, han renunciado desde el comienzo a solucionar el problema de la unidad y estatuto del embrión humano; en el fondo, estas corrientes sofísticas (que no filosóficas) de hoy, están en pugna con los meros datos de la ciencia empírica, de la embriología y hasta de la simple y sencilla observación común.

Si regresamos a lo esencial, he dicho antes que el embrión tiene un acto de existir que le es intransferiblemente propio. En tal caso es inevitable concluir que semejante acto no es donado al cigoto ni por si mismo, ni por los padres. Lo primero es impensable, porque nada existe antes de existir; lo segundo es imposible pues los gametos disponen de la totalidad de la materia organizada pero no pueden donar el acto mismo de ser. Y como dar el efecto (el cigoto) el acto de ser es la creación, no debemos temer la conclusión que se impone por sí misma: sólo Dios, que es el mismo Ser Subsistente que no “tiene” el acto de ser sino que es su ser, puede donar al embrión su mismo existir (participado). En ese sentido, es Dios la causa eficiente, primera, absoluta, principal y principial; en el acto supremo del amor humano –en la unión sexual- varón y varona son las causas eficientes por participación y, como tales, segundas, principales en su orden de disposición de la materia y la causalidad eficiente de los padres, en su mismo causar dispositivo y principales subordinadas en cuanto dan principio o comienzo. Luego, la causalidad eficiente de los padres, en su mismo causar dispositivo y coadyuvante, premovido desde el comienzo hasta el fin de la operación por la causalidad de la Causa absoluta, disponen de la materia organizada: el cigoto con sus 46 cromosomas; pero absolutamente, es Dios en cuando Causa eficiente primera, quien dona –en el instante- el acto de ser del embrión humano. Por tanto, Dios no causa por un laso el cuerpo y por el otro el alma que confiere ser tal embrión, sino que causa el todo del embrión como un singular irrepetible que participa de un inicial y singular acto de ser. La animación u hominización no puede ser, por consiguiente, antes del encuentro de los gametos; tampoco puede ser después, porque estando ya dispuesta la materia, sin el alma nada sería; la hominización no se produce, pues, ni antes ni después, sino en el instante. Instante inaprehensible, indetectable por la verificación empírica, pero sin cual la misma verificación empírica posterior no sería posible. Como bien se ha dicho, la naturaleza (y el orden natural) en su dinamismo propio quiere lo que Dios quiere y, por eso, Dios se manifiesta en el dinamismo de la naturaleza.

El instante de la fecundación es, pues, el del encuentro de la causalidad eficiente primera y absoluta y por eso creadora, con la causalidad segunda y coadyuvante de los progenitores. Es el punto exacto de inserción en la eternidad: por eso empleo el término instante queriendo significar con él el presente metafísico del tiempo interior. La causalidad eficiente absoluta y creadora se “toca” con la causalidad eficiente segunda en el presente instantáneo (válgame la redundancia) de la donación del ser. Cuando el embriólogo explica cómo se unen los gametos masculino y femenino y puede representar en una diapositiva la constitución instantánea del cigoto humano, quizá sin pensarlo señala el instante creador, la inserción de la eternidad en el tiempo. Es claro que la eternidad es el mismo Dios: pero en la medida en la cual los entes finitos reciben de Dios el acto de ser, participan de la eternidad; como bien dice Santo Tomás: “illud quod est vere aeternum, non solum est ens, sed vivens”: es decir, lo que es verdaderamente eterno, no sólo es ser, sino también vida; pero la vida se extiende también a la operación. Por tanto, el embrión humano recibe, con el acto de existir, la vida. Es cierto que es correcto decir que los padres transmiten la vida, no la crean; pero en el transmitir mismo, es decir, en el encuentro de ambos gametos, la eternidad no transmite propiamente sino que, con el dinamismo del proceso natural, dona el ser y la vida del todo del embrión humano.

El instante de la fecundación es el momento inicial del tiempo existencial; por eso e tiempo del hombre es bidimensional en el momento desde el momento inicial pues nada tiene pasado y es todo futuro; el tiempo existencial, siguiente (el instante número dos) comienza a ser tridimensional (pasado-presente-futuro) siempre reducidos al presente del embrión; después del “alumbramiento” sigue siendo tridimensional hasta el instante presente en el acto del morir en el cual, sólo por un instante, vuelve el tiempo del hombre a ser bidimensional ya sin nada de futuro (ante y en la eternidad) y en el cual todo el pasado se ha hecho presente en el presente final. Por eso debemos decir que el hombre, desde su concepción, se mueve de la Presencia a la Presencia, de la eternidad a la eternidad en cuyo ámbito vivimos y somos durante toda la vida. Ante el embrión humano debemos pensar que su acto de ser es medido por la eternidad, así como su dinamismo lo es por el tiempo. En el embrión se encuentran, pues, eternidad y tiempo, sacro instante que debe movernos al silencio contemplativo que es, también, adoración silenciosa.

II. Identidad y estatuto moral

El embrión, persona humana,

no sólo desde el punto de vista biológico (que está a la vista por excelencia inmediata) sino para la metafísica, el embrión, desde el instante de la fecundación es uno con unidad no abstracta sin concreta; semejante unidad concreta proyectada en el tiempo tridimensional, pone en evidencia su persistir en el ser y, por lo tanto, su identidad ontológica que lo muestra como realmente distinto de la madre. El útero materno es el cobijo originario, la “residencia”, la cuna viva donde el embrión es el fruto o feto que ha comenzado una vida autónoma en su orden, individua e individual. De ahí que, en el tiempo donde se insertó la eternidad por el acto creador que continúa como acto conservador, el embrión es identidad en la sucesión de todas sus etapas de desarrollo; si lo es, debemos sostener que es un todo que subsiste en cuanto “tiene” un actus essendi intransferiblemente propio. El embrión sería inconcebible y contrario a la experiencia inmediata como un accidente o atributo de otro o en otro; es, como ya dije, un todo subsistente que existe en sí mismo (inseidad); claro es que, si me pregunto por su último fundamento de su ser donado o participado, este todo subsistente es por el acto creado del Supremo dador del ser (es ab alio), Son, pues, inseparables la inseidad y la abaliedad. La persistencia de la unidad concreta subsistente nos muestra que el embrión humano, desde el instante inicial de la fecundación es persona humana. Sería un grave error (como ya se ha sostenido) creer que el embrión no es todavía una persona y que lo será sólo cuando sus facultades superiores o potencias estén en acto. No. Las potencias (inteligencia, memoria, voluntad) cuyos actos son actos segundos, existen en potencia existiendo realmente: son potencias del acto primero que es el alma humana y, por eso, el todo subsistente o persona es, desde el primer instante, persona humana en acto. En cuanto tal, el embrión humano es, simultáneamente, el fin de todo el orden cósmico ya que todo ente que no es fin de sí mismo, se orienta hacia la persona humana, pues, como enseña Santo Tomás, “solo la naturaleza intelectual es requerida por sí misma al universo, mientras que todas las demás lo son por aquella”. Al mismo tiempo, el embrión humano es mediación en cuanto es el único ente en que podrá volver a sí mismo desde su propio acto. He aquí toda la dignidad del sujeto humano, toda presente en aquella unidad concreta, distinta, existen en sí misma, donada por Otro en el Instante, subsistente en cuanto don irrepetible del acto de ser.

El embrión humano, el derecho subsistente.

Obsérvese que el embrión humano sólo es persona (individual e indivisa, una y subsistente) sino que su acto de se constitutivo es puro don; esta “tendencia” del ser-acto, esta gratuidad absoluta manifestada en el Instante, es, con aparente paradoja, lo más radicalmente suyo. No se opone si no que se implican las ideas de donatividad del ser y de radical propiedad: lo más totalmente suyo es lo más absolutamente donado. En ese sentido, la persona “tiene” lo suyo que es, desde el primer instante, ella misma y lo es por todo el tiempo de su vida desde la concepción hasta la muerte. Es lo que llamo el derecho originario, fuente y fundamento de todo derecho: el embrión “tiene” y es todo aquello que corresponde a la misma definición del derecho, desde su acto de existir que es, simultáneamente, si propia vida. Por tanto, el embrión es sujeto activo supremo en su orden y por eso creo que Antonio Rosmini definió perfectamente a la persona humana llamándola “el derecho subsistente” o la esencia del derecho. Es derecho originario, primero o subsistente, encuentra en las otras personas del deber moral correspondiente de no lesionarle no ofenderle: por el contrario, emerge en cada una el sacro deber de defender el embrión humano: es lo que me atrevería a llamar deber originario correspondiente al derecho subsistente.

Lo que hoy se llama crio-conversación de embriones es un atentado gravísimo –me atrevería a calificarlo de nefando- contra la integridad del embrión-persona. Las técnicas de los embriones congelados y de las inevitables consecuencias sur-plus de embriones condenados a muerte, constituya el más “perfecto” y nunca anteriormente mejor logrado atentado homicida contra el derecho subsistente. Es como el tramo final de una verdadera cadena de delitos: el modo ilícito de obtención del gameto, el modo ilícito de separación del amor encarnado de los esposos y la fecundación (fecundación in vitro) y el modo ilícito de “conservación” de los embriones… todo lo cual concluye en un atroz homicidio múltiple de laboratorio. Es menester volver a leer con atención las palabras de la Donum vitae: “el fruto de la generación humana desde el primer momento de su existencia, es decir, desde la constitución del cigoto, exige el respeto incondicionado que es normalmente debido al ser humano en su totalidad corporal y espiritual. El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida.”

La ilógica “lógica” interna de la anti-cultura de la muerte.

La experiencia, la investigación científica, la simple observación y la sensatez cotidiana, apoyan la doctrina del derecho subsistente que es el mismo embrión humano. Por eso, el científico, el filósofo, y el teólogo ajenos a todo perjuicio, no sin cierta perplejidad y sorpresa pueden preguntarse: ¿cómo ha sido posible una ceguera semejante?

Sin embargo, esta suerte de ceguera progresiva responde a una lógica interna que concluye en la negación del hombre y también en la búsqueda afanosa de “argumentos” que permitan justificar esta negación

El largo proceso de autosuficiencia del hombre tiene como fin el iluminístico “ideal” que proclama que “el único absoluto para el hombre es el hombre mismo”: semejante “ideal” cumple, a mi modo de ver, cuatro etapas que, in extenso, he expuesto en otros lugares. El dato esencial es la ratio autopresentada como la regla “real”; desde la ratio no sólo ha podido “deducirse” lo real sino que, identificado con éste, el todo se constituye en una suerte de pleroma de la razón autosuficiente; la historia del pensamiento occidental no muestra que si sólo existe el singular sensible, es y ha sido posible la reducción de todo ser y conocer a la experiencia; en cuyo caso el proceso de autosuficiencia se pone como pleroma de la experiencia sensible; por eso mismo y con prefecta lógica interna, el pensar y la materia se convierten (el ente sensible es el pensamiento-pensado) y de ese modo se vuelve posible la reducción del todo a la materia, nada. De ahí que una hermenéutica nihilista consecuente con el inmanentismo moderno y “postmoderno”, deba concluir inevitablemente en el atroz pleroma de la Nada. En tal caso, no existe (ni puede existir) norma alguna de los actos libres (ni siquiera existen los actos libres) y el progresivo desfondamiento de lo real y el hombre desde la “muerte” de Dios a la muerte del hombre. Cierta lógica interna enloquecida, deicida, homicida y suicida, ha abierto los caminos de una anti-cultura de la muerte. Estoy, por eso, convencido, que más o menos conscientemente(a veces por desgracia muy conscientemente) percibimos obstinación en tesis ya insostenibles como la del pre-embrión (porque puede justificar el aborto); cuando podemos observar los esfuerzos que se realizan para sostener la existencia de un proceso que va desde la fecundación hasta la anidación (negado que existe una persona humana); cuando leemos una (pseudo) legislación positiva que permite la crio-conservación de embriones congelados…y la antecedente y la consecuente eliminación, ya de los inaptos, ya de los “sobrantes”, comprendemos que existe una suerte lógica interna del proceso del inmanentismo que, en la progresiva absolutización de la razón, de la experiencia, de la materia y de la Nada, no puede concluir sino en la negación del hombre desde su misma aparición en el útero materno hasta su muerte.

La negación del acto de ser en el plano metafísico y por eso negación del Ser subsistente citado a la negación de la vida pues, como decía anteriormente citando a Santo Tomás, el ser eterno (ahora negado) no sólo es ser sino vida. El pleroma de la Nada es la suprema negación de la vida; es una suerte de abismo de Nada. Un desgraciado pensador de nuestros días, con atroz sinceridad, lo ha dicho claramente: “Subimos hacia el abismo, descendemos hacia el cielo. ¿Dónde estamos? Pegunta sin sentido: ya no tenemos lugar…”. En el Breviario de podredumbre, Cifran confesará que “el ser mismo no es más que una pretensión de la Nada”; que no queda otra vía que la de odiarme a mí mismo, para concluir en el abismo de una reprobación absoluta: “¡Que sea maldita para siempre la estrella bajo la que nací, que ningún cielo quiera protegerla, que se disperse por el espacio como un polvo sin honra! Y el instante traidor que me precipitó entre las creaturas ¡sea por siempre tachado de las listas del tiempo!”

Textos Obligatorios para Introducción al Saber octubre 11, 2008

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THEODORE ROSZAK, El culto a la información

5. Sobre ideas y datos

Al plantear estos interrogantes sobre el lugar que ocupa el ordenador en nuestras escuelas, no es mi propósito poner en duda el valor de la información en sí misma. Para bien o para mal, nuestra civilización tecnológica necesita sus datos del mismo modo que los romanos necesitaban sus carreteras y los egipcios del imperio antiguo necesitaban de la inundación del Nilo. Yo comparto esta necesidad en grado significativo. Como escritor y profesor, debo de formar parte del 5 al 10 por 100 de nuestra sociedad que siente un constante apetito profesional de información actualizada y digna de confianza. Hace ya tiempo que aprendí a valorar los servicios de una buena biblioteca de consulta dotada de un ordenador bien conectado.

Tampoco quiero negar que el ordenador es un medio superior de almacenar y recuperar datos. Nada sagrado hay en la página mecanografiada o impresa cuando se trata de conservar información; si hay una manera más rápida de de encontrar datos y manipularlos, somos afortunados por tenerla. Del mismo modo que desplazó a la regla de cálculo como instrumento para calcular, el ordenador tiene todo el derecho del mundo a desplazar el archivador y el libro de consulta, si demuestra que es más barato y más eficiente.

Pero sí quiero insistir en que la información, incluso cuando se mueve con la velocidad de la luz, no es más de lo que ha sido siempre: discretos paquetitos de datos, a veces útiles, a veces triviales, y nunca la sustancia del pensamiento. Ofrezco este concepto modesto y sensato de la información contradiciendo deliberadamente a los entusiastas de los ordenadores y a los teóricos de la información que han sugerido definiciones mucho más extravagantes. En el curso de este capítulo y del siguiente, a medida que vaya desarrollándose esta crítica, mi propósito será impugnar estos esfuerzos ambiciosos por ampliar el significado de la información hasta darle proporciones casi universales. Creo que ese proyecto no puede tener otro resultado que la deformación del orden natural de las prioridades intelectuales. Y en la medida en que los educadores consienten esa deformación y acceden a invertir mayor cantidad de sus recursos limitados en tecnología de la información, quizás estén perjudicando la capacidad de pensar significativamente de sus alumnos.

Ése es el gran daño que han causado los mercaderes de datos, los futurólogos y los maestros que creen que la instrucción informática es la ola educativa del futuro: pierden de vista una verdad suprema, a saber: que la mente piensa con ideas y no con información. La información puede ilustrar o decorar útilmente una idea; puede, allí donde funcione guiada por una idea contrastante, ayudar a poner en duda otras ideas; por sí misma no las valida ni las invalida. Una idea sólo puede generarla, revisarla o derrocarla otra idea. Una cultura sobrevive gracias al poder, la plasticidad y la fertilidad de sus ideas. Las ideas son lo primero, porque las ideas definen, contienen y finalmente producen información. La tarea principal de la educación, por tanto, es enseñar a los cerebros jóvenes a tratar con ideas: a valorarlas, a ampliarlas, a adaptarlas a nuevas aplicaciones. Esto puede hacerse utilizando muy poca información, quizás ninguna en absoluto. Ciertamente no requiere clase alguna de maquinaria procesadora de datos. De hecho, a veces un exceso de información excluye las ideas y el cerebro (en especial el cerebro joven) se ve distraído por factores estériles e inconexos, perdido entre montones amorfos de datos.

Tal vez, antes de proseguir, convenga dedicar cierto tiempo a los fundamentos.

La relación entre ideas e información es lo que denominamos una generalización. Cabría considerar que generalizar es la función básica de la inteligencia; sus formas son dos. En primer lugar, cuando se encuentra ante una mezcla amorfa e inmensa de datos (ya se trate de percepciones personales o de informes de segunda mano), la mente busca una pauta lógica, que conecte unos datos con otros. En segundo lugar, cuando los datos son muy pocos, la mente procura crear una pauta ampliando los escasos datos de que dispone y empujándolos hacia una conclusión. En los dos casos, el resultado es alguna afirmación general que no se encuentra en los datos individuales, sino que les ha sido impuesta por la imaginación. Quizá después de recoger más datos, la pauta se desmorone o ceda ante otra posibilidad más convincente. Aprender a abandonar una idea inadecuada para adoptar otra mejor, forma parte de una buena educación en lo que se refiere a ideas.

(…)

En los test psicológicos de Rorschach se presenta al sujeto una página en la que hay una serie de manchas o formas sin sentido. Las manchas podrán ser muchas o pocas, pero en los dos casos no sugieren ninguna imagen lógica. Luego, cuando uno las ha estado mirando fijamente durante un rato, puede que de pronto las manchas cobren una forma absolutamente clara. Pero, ¿dónde está esta imagen? Obviamente, no está en las manchas. El ojo, al buscar una pauta lógica, la ha proyectado sobre el material; ha impuesto sentido a lo que no tiene sentido. De modo parecido, en la psicología gestalt, puede que al sujeto se le muestre una imagen perceptual especialmente artificial: una serie ambigua de formas que al principio parece ser una cosa, pero luego parece otra. ¿Cuál es la imagen “verdadera”? El ojo es libre de elegir entre ellas, pues ambas están verdaderamente allí. En ambos casos –las manchas de Rorschach y la figura gestalt-, la pauta está en el ojo de la persona que las contempla; el material sensorial se limita a hacerla salir. La relación entre las ideas y los datos se parece mucho a esto. Los datos son las señales dispersas, posiblemente ambiguas; la mente las ordena de una manera u otra ajustándolas a una pauta inventada por ella misma. Las ideas son pautas integradoras que satisfacen la mente cuando ésta pregunta ¿qué quiere decir esto? ¿De qué va esto?

(…)

Los que quisieran dar a la información una elevada prioridad intelectual suelen suponer que los datos se bastan solos para sacudir y derrocar ideas. Pero raramente ocurre así, exceptuando, quizás, en ciertos períodos turbulentos en los que la idea general de “ser escéptico” y “poner en duda la autoridad” flota en el aire y se une a cualquier cosa nueva y discrepante que se presente. Por lo demás, cuando no existe una idea nueva, intelectualmente atractiva y bien formulada, es notable el grado de disonancia y contradicción que una idea dominante puede absorber. Encontramos casos clásicos de esto incluso en las ciencias. La cosmología ptolemaica que imperó en la antigüedad y durante la Edad Media se había visto comprometida por incontables observaciones contradictorias a lo largo de muchas generaciones. Con todo, era una idea intelectualmente grata y dotada de coherencia interna; así pues, el antiguo sistema era defendido por mentes penetrantes. Cuando parecía haber algún conflicto, se limitaban a ajustar y ampliar la idea o reestructuraban las observaciones para que encajasen. Si esto resultaba imposible, a veces las dejaban en un “apartadero cultural” a modo de curiosidades, excepciones, monstruos de la naturaleza. El sistema antiguo no fue retirado hasta que se creó una constelación de ideas muy imaginativas acerca de la dinámica celeste y terrestre, una constelación rebosante de nuevos conceptos de la gravitación, de la inercia, el ímpetu y la materia. A lo largo de los siglos XVIII y XIX se emplearon parecidas estrategias de ajuste para salvar otras ideas científicas heredadas en los campos de la química, la geología y la biología. Ninguna de estas ideas cedió hasta que se inventaron nuevos paradigmas enteros para sustituirlas, a veces, al principio, con relativamente pocos datos que los apoyaran. Las mentes se aferraban a los viejos conceptos no eran forzosamente tozudas o ignorantes; sencillamente necesitaban una idea mejor a la que agarrarse.

Las ideas maestras

Si hay un arte de pensar que enseñaríamos a los jóvenes, ese arte tiene mucho que ver con demostrar cómo la mente puede moverse a lo largo del espectro de la información, distinguiendo las generalizaciones sólidas de las corazonadas, las hipótesis de los prejuicios temerarios. Pero, para nuestros fines, quiero pasar a ocuparme del otro extremo del espectro, de es punto en el que los datos, que cada vez son más escasos, finalmente se desvanecen del todo. ¿Qué encontramos al dar un paso más allá de ese punto y penetrar en la zona donde la falta de datos es total?

Descubrimos allí las más arriesgadas de todas las ideas. Sin embargo, puede que también sean las más ricas y fructíferas. Porque en esa zona encontramos lo que podríamos denominar las ideas maestras, es decir, las grandes enseñanzas morales, religiosas y metafísicas que constituyen los cimientos de la cultura. La mayoría de las ideas que ocupan nuestro pensamiento de un momento a otro no son ideas maestras, sino generalizaciones más modestas. Pero a partir de aquí haré hincapié en las ideas maestras porque siempre están presentes, de una forma u otra, en la base de la mente, moldeando nuestros pensamientos por debajo del nivel de la conciencia. Quiero concentrarme en ellas, porque están relacionadas de una manera especialmente reveladora con la información, que es el objeto principal que nos ocupa. Las ideas maestras no se basan en ninguna información en absoluto. Por consiguiente, las utilizaré para poner de relieve la diferencia radical entre ideas y datos, diferencia que el culto a la información tanto ha hecho por oscurecer.

Veamos, a modo de ejemplo, una de las ideas maestras de nuestra sociedad: Todos los hombres son creados iguales.

(…) Pero, ¿de dónde salió esta idea? Obviamente, no salió de un conjunto de datos. Sus creadores no poseían más información sobre el mundo que sus antepasados, a los que sin duda hubiera escandalizado semejante declaración. Su información sobre el mundo era mucho menor que la que nosotros, en las postrimerías del siglo XX, podemos juzgar necesaria para apoyar una declaración tan comprensiva y universal sobre la naturaleza humana. Sin embargo, los que en el transcurso de las generaciones derramaron su sangre por defenderla (o para oponerse a ella) no obraron así basándose en ningún otro dato que les fuera presentado. La idea no tiene absolutamente ninguna relación con la información. Difícil sería imaginar una línea de investigación que pudiera probarla o refutarla. A decir verdad, cuando se ha intentado investigarla (como hicieron, por ejemplo, los inveterados teóricos del cociente de inteligencia), el resultado, como sus críticos nunca dejan de señalar, es una desviación irremediable del significado verdadero de la idea, que nada tiene que ver con mediciones o constataciones, con datos o cifras de ninguna clase. La idea de igualdad humana se refiere al valor esencial de las personas a ojos de sus semejantes. En cierta coyuntura histórica, esta idea nació en la mente de unos cuantos pensadores moralmente apasionados como respuesta provocativa y compasiva a unas condiciones de crasa injusticia que a no podían aceptarse. De unos pocos, la idea se propagó a muchos y, al hallar la misma respuesta insurgente en la multitud, pronto se convirtió en el grito de la guerra de una época. Lo mismo ocurre en el caso de las ideas maestras. No nacen de datos sino de una convicción absoluta que se enciende en el pensamiento de una persona, de unas cuantas, luego de muchas, a medida que las ideas se propagan a otras vidas donde la misma experiencia se encuentra a la espera de algo que la encienda.

He aquí unas cuantas ideas más, algunas de ellas, maestras, que en todos los casos, aunque de forma condensada, han sido tema de incontables variaciones en la filosofía, las creencias religiosas, la literatura y la jurisprudencia de la sociedad humana:

Jesús murió por nuestros pecados.

El Tao que puede nombrarse no es el verdadero Tao.

El hombre es un animal racional.

El hombre es una criatura caída.

El hombre es la medida de todas las cosas.

La mente es una hoja de papel en blanco.

La mente es gobernada por instintos inconscientes.

La mente es una colección de arquetipos heredados.

Dios es amor.

Dios ha muerto.

La vida es una peregrinación.

La vida es un milagro.

La vida es un absurdo sin sentido.

En el corazón de todas las culturas encontramos un núcleo de ideas como éstas, algunas antiguas, otras nuevas, otras florecientes, otras caídas en desuso. Como las ideas que acabo de presentar en formulaciones concisas son verbales, sería fácil confundirlas con exposiciones de otros tantos hechos. Tienen la misma forma lingüística que una información como, por ejemplo, “George Washington fue el primer presidente de los Estados Unidos”. Pero, por supuesto, no son hechos, no lo son más que un cuadro de Rembrandt, una sonata de Beethoven o una danza de Martha Gaham. Porque éstas también son ideas; son pautas integradoras cuyo fin es declarar el significado de cosas tal como los seres humanos las han descubierto mediante una revelación, una percepción súbita o el lento crecer de la sabiduría a lo largo de la vida. ¿De dónde proceden estas pautas? La imaginación las crea partiendo de la experiencia. Del mismo modo que las ideas ordenan la información, también ordenan el turbulento flujo de la experiencia que pasa a través de nosotros en el transcurso de la vida.

A esto se refiere Fritz Machlup cuando señala una diferencia notable entre “información” y “conocimiento” (Machlup utiliza aquí el vocablo “conocimiento” exactamente de la misma manera en que yo utilizo la palabra “idea”, es decir, como pauta integradora). “La información -nos dice- se adquiere oyendo a otros, mientras que el conocimiento puede adquirirse pensando.”

Cualquier clase de experiencia –impresiones accidentales, observaciones, e incluso la “experiencia interior” no provocada por estímulos recibidos del entorno- pueden poner en marcha procesos cognitivos que acaben cambiando el conocimiento de una persona. Así, puede adquirirse conocimiento nuevo sin que se reciba información nueva. (No hace falta decir que esta afirmación se refiere al conocimiento subjetivo; pero no hay conocimiento objetivo que antes no fuera conocimiento subjetivo de alguien.)[1]

Sin ideas, sin información

Desde el punto de vista del empirismo estricto y doctrinario que perdura en el culto a la información, los datos hablan por sí mismos. Acumuladlos en número suficiente y adquirirán convenientemente la forma de conocimiento. Pero, ¿cómo reconocemos un dato cuando lo vemos? Es de suponer que un dato no es un fruto de la mente ni una ilusión; es una partícula de verdad, pequeña y compacta. Pero ya para reunir estas partículas, hemos de saber qué es lo que tenemos que buscar. Tiene que existir la idea de un dato.

Los empíricos tenían razón al creer que los datos y las ideas se hallan relacionados significativamente, pero invirtieron la relación. Las ideas crean información, en vez de ocurrir al revés. Todo dato nace de una idea; es la respuesta a una pregunta que ni siquiera podríamos hacer de no haberse inventado una idea que aislara alguna porción del mundo, la hiciera importante, concentrase nuestra atención y estimulara la investigación.

A veces, una idea se vuelve tan corriente, tan parte del consenso cultural, que desaparece de la conciencia y se convierte en un hilo invisible del tejido del pensamiento. Entonces hacemos preguntas y las contestamos y recogemos información sin reflexionar sobre la idea que hay debajo de ella y que hace que esto sea posible. La idea se vuelve tan subliminal como la gramática que gobierna nuestro lenguaje cada vez que hablamos.

(…)

¿Qué sucede, pues, cuando borramos la distinción entre las ideas y la información y enseñamos a los niños que el procesamiento de esta última constituye la base del pensamiento? ¿O cuando nos ponemos a construir una “economía de la información” que cada a vez gasta más recursos en acumular y procesar datos? Entre otras cosas, enterramos aún más hondo las subestructuras de ideas sobre las que se alza la información, alejándolas todavía más de la reflexión crítica. Por ejemplo, empezamos a prestar más atención a los “indicadores económicos” –que son siempre números útiles y de aspecto sencillo- que a los supuestos relativos al trabajo, la riqueza y el bienestar que subyacen en la política económica. A decir verdad, nuestra ciencia económica ortodoxa está inundada de datos estadísticos que sirven principalmente para ofuscar cuestiones básicas de valor, propósito y justicia. ¿Qué ha aportado el ordenador a esta situación? Ha elevado el nivel de la inundación, vertiendo información engañosa y que distrae la atención desde todos los organismos gubernamentales y consejos de administración de las sociedades anónimas. Pero, lo que es aún más irónico, a la larga la concentración casi exclusiva en la información que el ordenador fomenta surtirá el efecto de excluir las ideas nuevas, que son la fuente intelectual generadora de datos.

A la larga, no habrá ideas; no habrá información.


CHARLES TAYLOR, La ética de la autenticidad

Quisiera referirme en lo que sigue a algunas de las formas de malestar de la modernidad. Entiendo por tales aquellos rasgos de nuestra cultura y nuestra sociedad contemporáneas que la gente experimenta como pérdida o declive, aun a medida que se “desarrolla” nuestra civilización. La gente tiene en ocasiones la impresión de que se ha producido un importante declive durante los últimos años o décadas, desde la Segunda Guerra Mundial, o los años 50, por ejemplo. Y en algunas ocasiones, la pérdida se percibe desde un período histórico mucho más largo, contemplando toda la era moderna desde el siglo XVII como marco temporal de declive. A menudo se trata de variaciones sobre unas cuantas melodías centrales. Yo deseo destacar aquí dos temas centrales, para pasar luego a un tercero que se deriva en buena medida de estos dos. Estos tres temas no agotan en modo alguno la cuestión, pero apuntan a buena parte de lo que nos inquieta y confunde en la sociedad moderna.

Las inquietudes a las que voy a referirme son bien conocidas. No hace falta recordárselas a nadie; son continuamente objeto de discusión, de lamentaciones, de desafío y de argumentaciones a la contra en todo tipo de medios de comunicación. Esto parecería razón suficiente para no hablar más de ellas. Pero creo que ese gran conocimiento esconde perplejidad; no comprendemos realmente esos cambios que nos inquietan, el curso habitual del debate sobre los mismos en realidad los desfigura y nos hace por tanto malinterpretar lo que podemos hacer respecto a ellos. Los cambios que definen la modernidad son bien conocidos y desconcertantes a la vez, y esa es la razón por la que todavía vale la pena hablar de ellos.

(1) La primera fuente de preocupación la constituye el individualismo. Por supuesto, el individualismo también designa lo que muchos consideran el logro más admirable de la civilización moderna. Vivimos en un mundo en el que las personas tienen derecho a elegir por sí mismas su propia regla de vida, a decidir en conciencia, qué convicciones desean adoptar, a determinar la configuración de sus vidas con una completa variedad de formas sobre las que sus antepasados no tenían control. Y estos derechos están por lo general defendidos por nuestros sistemas legales. Ya no se sacrifica, por principio, a las personas en aras de exigencias de órdenes supuestamente sagrados que les trascienden.

Muy pocos desean renunciar a este logro. En realidad, muchos piensan que está aún incompleto, que las disposiciones económicas, los modelos de vida familiar o las nociones tradicionales de jerarquía todavía restringen demasiado nuestra libertad de ser nosotros mismos. Pero muchos de nosotros nos mostramos también ambivalentes. La libertad moderna se logró cuando conseguimos escapar de horizontes morales del pasado. La gente solía considerarse como parte de un orden mayor. En algunos casos, se trataba de un orden cósmico, una “gran cadena del Ser”, en la que los seres humanos ocupaban el lugar que les correspondía junto a los ángeles, los cuerpos celestes y las criaturas que son nuestros congéneres en la Tierra. Este orden jerárquico se reflejaba en las jerarquías de la sociedad humana. La gente se encontraba a menudo confinada en un lugar, un papel y un puesto determinados que eran estrictamente los suyos y de los que era casi impensable apartarse. La libertad moderna sobrevino gracias al descrédito de dichos órdenes.

Pero al mismo tiempo que nos limitaban, esos órdenes daban sentido al mundo y a las actividades de la vida social. Las cosas que nos rodean no eran tan sólo materias primas o instrumentos potenciales para nuestros proyectos, sino que tenían el significado que les otorgaba su lugar en la cadena del ser. El águila no era solamente un ave como otra cualquiera, sino el rey de un dominio de la vida animal. Del mismo modo, los rituales y normas de la sociedad tenían una significación que no era meramente instrumental. Al descrédito de esos órdenes se le ha denominado “desencantamiento” del mundo. Con ello, las cosas perdieron parte de su magia.

Durante un par de siglos se ha venido desarrollando un enérgico debate para saber si esto suponía o no un beneficio inequívoco. Pero no es en esto en lo que quiero centrarme aquí. Quiero antes bien examinar lo que algunos estiman que han sido sus consecuencias par la vida humana y el sentido de la misma. Repetidas veces se ha expresado la inquietud de que el individuo perdió algo importante además de esos horizontes más amplios de acción, sociales y cósmicos. Algunos se han referido a ellos como si hablaran de la pérdida de la dimensión heroica de la vida. La gente ya no tiene la sensación de contar con un fin más elevado, con algo por lo que vale la pena morir. Alexis de Tocqueville hablaba a veces de este modo en el pasado siglo, refiriéndose a los “petit et vulgaires plaisirs” que la gente tiende a buscar en épocas democráticas. Dicho de otro modo, sufrimos de falta de pasión. Kierkegaard vio la “época presente” en esos términos. Y los “últimos hombres” de Nietzsche son el nadir final de este declive; no les quedan más aspiraciones en la vida que las de un “lastimoso bienestar”. Esta pérdida de finalidad estaba ligada a un angostamiento. La gente perdía esa visión más amplia porque prefería centrarse en su vida individual. La igualdad democrática, dice Tocqueville, lleva lo individual hacia sí mismo, “et menace de le renfermer en fin tout entier dans la solitude de son propre coeur”. En otras palabras, el lado obscuro del individualismo supone centrarse en el yo, lo que aplana y estrecha a la vez nuestras vidas, las empobrece de sentido, y las hace perder interés por los demás o por la sociedad.

Esta inquietud ha salido recientemente a la superficie en la preocupación por los frutos de la “sociedad permisiva”, la conducta de la “generación del yo” o la preeminencia del “narcisismo”, por tomar sólo tres de las formulaciones contemporáneas más conocidas. La sensación de que sus vidas se han vuelto más chatas y angostas, y de que ello guarda relación con una anormal y lamentable autoabsorción, ha retornado en formas específicas de la cultura contemporánea. Con ello queda definido el primer tema que deseo tratar.

(2) El desencantamiento del mundo se relaciona con otro fenómeno extraordinariamente importante de la era moderna, que inquieta también enormemente a muchas personas. Podríamos llamarlo primacía de la razón instrumental. Por “razón instrumental” entiendo la clase de racionalidad de la que nos servimos cuando calculamos la aplicación económica de los medios a un fin dado. La eficiencia máxima, la mejor relación coste-rendimiento, es su medida del éxito.

Sin duda suprimir los viejos órdenes ha ampliado inmensamente el alcance de la razón instrumental. Una vez que la sociedad deja de tener una estructura sagrada, una vez que las convenciones sociales y los modos de actuar dejan de estar asentados en el orden de las cosas o en la voluntad de Dios, están en cierto sentido a disposición de cualquiera. Pueden volver a concebirse con todas sus consecuencias, teniendo la felicidad y el bienestar de los individuos como meta. La norma que se aplica entonces en lo sucesivo es la de la razón instrumental. De forma similar, una vez que las criaturas que nos rodean pierden el significado que correspondía a su lugar en la cadena del ser, están abiertas a que se las trate como materias primas o instrumentos de nuestros proyectos.

En cierto modo, este cambio ha sido liberador. Pero también existe un extendido desasosiego ante la razón instrumental de que no sólo ha aumentado su alcance, sino que además amenaza con apoderarse de nuestras vidas. El temor se cifra en que aquellas cosas que deberían determinarse por medio de otros criterios se decidan en términos de eficiencia o de análisis coste-beneficio”, que los fines independientes que deberían ir guiando nuestras vidas se vean eclipsados por la exigencia de obtener el máximo rendimiento. Se pueden señalar muchas cosas para poner en evidencia esta preocupación: así por ejemplo, las formas en que se utilízale crecimiento económico para justificar la desigual distribución de la riqueza o la renta, o la manera en que esas exigencias nos hacen insensibles a las necesidades del medio ambiente, hasta el punto del desastre en potencia. O si no, podemos pensar en la forma en que buena parte de nuestra planificación social en terrenos cruciales como la valoración de riesgos, se ve dominada por formas de análisis coste-beneficio que encierran cálculos grotescos, asignando una valoración en dólares a la vida humana.

La primacía de la razón instrumental se hace también evidente en el prestigio y el aura que rodea a la tecnología y nos hace creer que deberíamos buscar soluciones tecnológicas, aun cuando lo que se requiere es algo muy diferente. Con bastante frecuencia observamos esto en el orden de la política, tal como Bellah y sus colegas sostienen en su último libro.

Pero también invade otros terrenos, como el de la medicina. Patricia Benner ha argumentado en una serie de importantes trabajos que el enfoque tecnológico de la medicina ha dejado a menudo de lado el tipo de atención que conlleva tratar al paciente como una persona completa con una trayectoria vital, y no como un punto de un problema técnico. La sociedad y el estamento médico con frecuencia minusvaloran la aportación realizada por las enfermeras, que en la mayor parte de los casos son las que proporcionan esa atención sensible y humana, en contraposición a los especialistas imbuidos de sus saberes de alta tecnología.

Se piensa también que el lugar dominante que ocupa la tecnología ha contribuido a ese aplanamiento y estrechamiento de nuestras vidas que he ido discutiendo en relación con el primer tema. La gente se ha hecho eco de esa pérdida de resonancia, profundidad o riqueza de nuestro entorno humano. Hace casi 150 años, Marx, en el Manifiesto Comunista, observó que uno de los resultados del desarrollo capitalista era que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. La afirmación de que los objetos sólidos, duraderos, expresivos, que nos servían en el pasado están siendo apartados en beneficio de las mercancías sustituibles, rápidas y de pacotilla de las que nos rodeamos. Albert Borgman habla del “paradigma del artefacto”, por el cual nos abstenemos cada vez más del “compromiso manifiesto” con nuestro medio y, por el contrario, pedimos y obtenemos productos destinados a proporcionarnos un beneficio restringido. Contrapone lo que supone tener calefacción en casa, en forma de caldera de calefacción central, con lo que esta misma función entrañaba en los tiempos de los colonizadores, cuando la familia entera tenía que dedicarse a la tarea de cortar y recoger leña para la estufa o el hogar. Borgman parece incluso hacerse eco de la imagen de Nietzsche de los “últimos hombres” cuando argumenta que la primitiva promesa de liberación de la tecnología puede degenerar en “la consecución de un frívolo bienestar”. Hanna Arendt se centró en la calidad cada vez más efímera de los modernos objetos de uso y sostuvo que “la realidad y fiabilidad del mundo humano descansa primordialmente en el hecho de que estamos rodeados de cosas más permanentes que la actividad por medio de la cual se producen.” Esta permanencia se ve amenazada en un mundo de mercancías modernas.

Este sentido de la amenaza se incrementa con el conocimiento de que esta primacía no es cosa tan sólo de orientación inconsciente, ala que nos vemos empujados y tentados por la edad moderna. Como tal, sería bastante difícil de combatir, aunque cedería al menos ante la persuasión. Pero está claro que poderosos mecanismos de la vida social nos presionan en esta dirección. Una ejecutiva de gestión puede verse forzada por las condiciones del mercado a adoptar, a despecho de su propia orientación, una estrategia maximizadota que juzgue destructiva. Un funcionario a despecho de su intuición personal, puede verse forzado por las reglas bajo las que trabaja a tomar una decisión que sabe va en contra de la humanidad y el buen sentido.

Marx y Weber y otros grandes teóricos han explorado esos mecanismos impersonales, a los que Weber designó con el evocador término de “jaula de hierro”. Y algunos han querido extraer de estos análisis la conclusión de que estamos del todo desamparados mientras no desmantelemos totalmente las estructuras institucionales con las que nos hemos estado desempeñando durante los últimos siglos, a saber, el mercado y el Estado. Esta aspiración parece hoy tan irrealizable que es tanto como declararnos impotentes.

Quiero volver más tarde sobre esta cuestión, pero creo que estas firmes teorías de la fatalidad son abstractas y erróneas. Nuestro grado de libertad no es igual a cero. Tiene sentido reflexionar sobre cuáles serían nuestros fines, y si la razón instrumental debería tener menos incidencia en nuestras vidas de la que tiene. Pero la verdad de estos análisis es que no es sólo cuestión de cambiar la actitud de los individuos; no se trata tan sólo de una batalla por ganarse “los corazones y las mentes”, siendo importante como es. El cambio en este terreno tendrá que ser también institucional, aunque no pueda ser tan tajante y total como el que propusieron los grandes teóricos de la revolución.

(3) Ello nos lleva al plano de la política, y a las temidas consecuencias para la vida política del individualismo y de la razón instrumental. Ya he mencionado una de ellas. Se trata de que las instituciones y estructuras de la sociedad tecnológico-industrial limitan rigurosamente nuestras opciones, que fuerzan a las sociedades tanto como a los individuos a dar a la razón instrumental un peso que nunca le concederíamos en una reflexión moral seria, y que incluso puede ser enormemente destructiva. Un ejemplo pertinente lo constituyen nuestras grandes dificultades para enfrentarnos a las amenazas vitales a nuestra existencia proveniente de desastres medioambientales, como la que supone una capa de ozono cada vez más tenue. Se puede observar cómo la sociedad estructurada en torno a la razón instrumental nos impone una gran pérdida de libertad, tanto a los individuos como a los grupos, debido a que no son sólo nuestras decisiones las configuradas por estas fuerzas. Es difícil mantener un estilo de vida individual contra corriente. Así, por ejemplo, la planificación de algunas ciudades modernas hace difícil moverse por ellas sin coche, en especial allí donde se ha erosionado el transporte público a favor del automóvil privado.

Pero hay otra clase de pérdida, que ha sido también ampliamente discutida, de forma memorable sin parangón, por Alexis de Tocqueville. En una sociedad en la que la gente termina convirtiéndose en ese tipo de individuos que están “encerrados en sus corazones”, pocos querrán participar activamente de su autogobierno. Preferirán quedarse en casa y gozar de las satisfacciones de la vida privada, mientras el gobierno proporciona los medios para el logro de estas satisfacciones y los distribuye de modo general.

Con ello se abre la puerta al peligro de una nueva forma específicamente moderna de despotismo “blando”. No será una tiranía de terror y opresión como las de tiempos pretéritos. El gobierno será suave y paternalista. Puede que mantenga incluso formas democráticas, con elecciones periódicas. Pero en realidad, todo se regirá por un “inmenso poder tutelar”, sobre el que la gente tendrá poco control. La única defensa contra ello, piensa Tocqueville, consiste en una vigorosa cultura política en la que se valore la participación, tanto en los diversos niveles de gobierno como en asociaciones voluntarias. Pero el atomismo del individuo absorto en sí mismo milita en contra de esto. Cuando disminuye la participación, cuando se extinguen las asociaciones laterales que operaban como vehículo de la misma, el ciudadano individual se queda solo frente al vasto Estado burocrático y se siente, con razón, impotente. Con ello se desmotiva al ciudadano aún más, y se cierra el círculo vicioso del despotismo blando.

Acaso algo parecido a esta alienación de la esfera pública y la consiguiente pérdida de control político está teniendo lugar en nuestro mundo político, altamente centralizado y burocrático. Muchos pensadores contemporáneos han considerado profética la obra de Tocqueville. Si es éste el caso, lo que estamos en peligro de perder es el control de nuestro destino, algo que podríamos ejercer en común como ciudadanos. Es a esto lo que Tocqueville llamó “libertad política”. La que se ve aquí amenazada es nuestra dignidad como ciudadanos. Los mecanismos impersonales antes mencionados pueden reducir nuestro grado de libertad como sociedad, pero la pérdida de libertad política vendría a significar que hasta las opciones que se nos dejan ya no serían objeto de nuestra elección como ciudadanos, sino la de un poder tutelar irresponsable.

Estas son, por lo tanto, las tres formas de malestar sobre la modernidad que deseo discutir en este libro. El primer temor estriba en lo que podríamos llamar pérdida de sentido, la disolución de los horizontes morales. La segunda concerniente al eclipse de los fines, frente a una razón instrumental desenfrenada. Y la tercera se refiere a la pérdida de libertad.

Por supuesto, estas ideas no están libres de controversia. He hablado de inquietudes que son generales y he mencionado a influyentes autores, pero sin llegar a ningún acuerdo. Hasta quienes comparten en cierta forma estas preocupaciones discuten enérgicamente sobre la manera en que deberían formularse. Y hay mucha gente que desea desecharlas sin más. Los que se hallan profundamente inmersos en la cultura del narcisismo creen que quienes muestran objeciones a la misma ansían una era anterior, más opresora. Los adeptos de la razón tecnológica moderna creen que los críticos de la primacía de lo instrumental son reaccionarios y obscurantistas, que proyectan negar al mundo los beneficios de la ciencia. Y están los defensores de la mera libertad negativa, que creen que el valor de la libertad política está sobrevalorado, y que una sociedad en la que la gestión política se combine con la máxima independencia para cada individuo es lo que debiéramos proponernos como meta. La modernidad tiene sus detractores y defensores.

No hay acuerdo alguno en nada de esto, y el debate continúa. Pero en el curso de este debate, la naturaleza esencial de estos cambios, que son, ora censurados, ora elogiados, es con frecuencia malentendida. Y como resultado, la naturaleza real de las opciones morales que deben tomarse queda oscurecida. En particular, sostendré que el camino correcto que debe tomarse no es ni el recomendado por los defensores categóricos, ni el favorecido por los detractores en toda regla. Tampoco nos proporcionará la respuesta un simple intercambio entre las ventajas y el precio a pagar por el individualismo, la tecnología y la gestión burocrática. La naturaleza de la cultura moderna es más sutil y compleja. Quiero afirmar que tanto defensores como detractores tienen razón, pero de una forma a la que no se puede hacer justicia mediante un simple intercambio entre ventajas y costes. En realidad hay mucho de admirable y mucho de degradado y aterrador en los desarrollos que he ido describiendo, pero comprender la relación entre ambos es comprender que la cuestión no estriba tanto en saber qué parte del precio ha de pagarse en consecuencias perjudiciales por los frutos positivos, sino más bien en cómo guiar estos cambios hacia su mayor promesa y evitar que se deslicen hacia formas ya degradadas.

No dispongo ahora del espacio que necesitaría para tratar estos temas tal como merecen, por lo que propongo tomar un atajo. Emprenderé la discusión del primer tema, referente a los peligros del individualismo y la pérdida de sentido. Proseguiré esta discusión con cierta extensión. Habiendo derivado alguna idea de cómo debería abordarse esta cuestión, sugeriré la forma en que podría discurrir un tratamiento similar de las dos restantes. La mayor parte de la discusión se centrará por tanto en el primer eje de esta preocupación. Examinemos con más detalle de qué forma aparece hoy en día.


[1] Machlup y Mansfield, The Study of information

El Saber filosófico septiembre 16, 2008

Posted by Rodrigo Martínez Casás in Filosofía General.
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1. Aproximación

La filosofía es a la vez una actividad de la que todos hemos oído hablar, pero que casi nadie sabría explicar en que consiste. Desde el punto de vista sociológico, podríamos decir que la ciencia, en el sentido explicado en la unidad anterior, es un saber del que estamos medianamente informados, no solamente por la educación formal que hemos recibido en la escuela, sino por la difusión de que gozan sus descubrimientos y la importancia que le asignamos para el bienestar de nuestras vidas. Sin embargo, en todo momento tendemos a tomar respetuosa distancia, como sabiendo que se trata de un oficio que no es para nosotros, que exige un talento y una dedicación muy especiales de los que la mayoría estamos excluidos.

Con la filosofía parece ocurrir lo contrario. A todos se nos presenta la oportunidad, casi a diario, de ejercitar algún tipo de planteo o reflexión filosófica. En la sobremesa, en las charlas de café, en ciertos comentarios humorísticos, en la peluquería del barrio o en un velatorio, quien mas, quien menos, deslizamos alguna idea o parecer que podría identificarse como filosófico. En temas como la crisis de valores, la decadencia de las costumbres, los caprichos del amor o misterio de la muerte todos tenemos alguna opinión. No obstante, resulta infrecuente que alguien sea capaz de responder a la pregunta “¿Qué es la filosofía?”. De hecho, hasta puede sorprendernos que alguien estudie filosofía o se dedique a ella de algún modo.

Pese a ello, la filosofía parece ser un ejercicio natural, e inconsciente quizá, de nuestro espíritu, y este detalle no debe descuidarse a la hora de intentar una caracterización de esta disciplina. Para muchos, la filosofía es entendida o simplemente vivida como una serie de pautas o normas de conducta, que son última instancia consecuencias de una escala de valores, de una definición de prioridades que afectan al conjunto de nuestra existencia. Evidentemente, nadie incluiría en este concepto ciertas costumbres triviales, como calzarse primero el pie derecho o comer la fruta con cáscara. Pero si se trata de una decisión medianamente comprometedora, como por ejemplo en cuestiones de dinero , o en nuestra relación con el estado, o con los amigos, entonces se pone en juego eso que llamamos filosofía de vida. Un caso particularmente revelador es el de la actitud ante los contrastes de la vida. Cada vez que sobreviene alguna dificultad, o fracaso, o frustración, tomamos conciencia de que la vida es frágil y la suerte no siempre nos acompaña. Entonces depende de nosotros el dejarnos abatir, el bajar los brazos y someternos, o por el contrario asumir las desventuras “con filosofía”, es decir, con fortaleza, equilibrio y serenidad, teniendo presente cual es el autentico valor de cada cosa y por donde orientar la propia vida.

Esta caracterización, mas bien coloquial y espontánea, tiene mucho que ver con lo que verdaderamente es la filosofía. Por una parte, en cuanto pretende llegar a la razón última de las cosas, es natural esperar que la filosofía nos proporcione la idea justa acerca del bien, y por lo tanto de medida de cada cosa con relación al bien. De ahí es posible extraer una jerarquía de valores. Para poner un caso, si asumimos la concepción del hombre como ser espiritual, tendremos que admitir que los valores del espíritu (el conocimiento, la virtud, la amistad, el patriotismo) son cualitativamente superiores a los del cuerpo (la salud, el placer, el dinero). Uno de los mayores desafíos de la filosofía es plantear una escala de valores mas allá de lo personal o subjetivo, una escala absoluta que no dependa de lo emocional o de otras circunstancias particulares.

No menos importante que la investigación en el ámbito teórico es la que se lleva a cabo en el ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda de la verdad en relación con el bien que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar ético de la persona actuando según su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la perfección. También en este caso se trata de la verdad. Es, pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los valores no encerrándose en si mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo transcienden. Esta es una condición necesaria para cada uno llegue a ser si mismo y crezca como persona adulta y madura. Fides et Ratio n.25

Justamente, si se reconoce esa jerarquía de valores, no puede sino exigirse un comportamiento acorde al sentido de las cosas con las que nos relacionamos. En este sentido, nadie puede justificar un propósito suicida porque le han robado el auto o ha perdido a su mascota. Cuando vemos de qué manera reaccionan las personas ante la tragedia, o ante el éxito y la fama, o ante la injusticia, nos damos cuenta de cómo ven las cosas, es decir, cual es su concepción filosófica.

2. La pregunta filosófica

Imaginemos esta escena: un recinto amplio e importante, muy concurrido por personas que marchan a prisa para un lado y para otro. Puede ser el salón de la sede central de algún banco, o una repartición pública, o una estación terminal de ferrocarril. En un lugar visible hay un escritorio con un cartel que dice INFORMACIONES. Detrás de el, un circunspecto señor prolijamente uniformado atiende las consultas del publico. “¿Cómo se completa este formulario?” “¿A que hora parte el tren para…?” “¿Dónde queda el baño?” Todas esas preguntas tienen que ver con lo que llamamos información. Se trata de ciertos conocimientos que tienen en común algunas características, a saber, son:

· Prácticos: se refieren a algo que hay que hacer, es un dato esencialmente útil (nadie preguntaría en ese lugar cosas tales como el nombre de los planetas del Sistema Solar, o la ubicación de los matafuegos si no se ha producido un incendio).

· Concretos: aluden a una situación planteada en términos definidos de espacio y tiempo, o que afectan a determinada persona (una consulta abstracta seria, por ejemplo, cual es el lugar mas indicado para instalar un baño en un lugar publico, o por que los tramites son inevitables en la vida).

· Urgentes: la respuesta no acepta demora o postergación, tiene que ver con una necesidad relativamente perentoria (seria un despropósito contestar a quien pregunta por una ambulancia “Tenga a bien volver mañana, que para entonces lo averiguare.”).

Ahora bien, ¿Qué sucedería si se aproxima al escritorio de Informaciones una persona que pregunta: “Dígame, ¿Por qué existe algo y no la nada?” Seguramente el empleado se sentiría desconcertado. Y no porque la pregunta sea insensata. Todo lo contrario, es un planteo que tiene mucho sentido. Pero indudablemente no es ese el lugar indicado para formularla. Y la razón es que esa clase de conocimientos no se pueden considerar como mera información. Veamos:

· No son asuntos prácticos: ningún aspecto de la vida cotidiana depende de la respuesta que le demos. Estamos de acuerdo en la importancia formativa que tiene el saber con respecto a estos temas, pero debe admitirse que uno podría llevar adelante su vida y hasta destacarse en su trabajo, su profesión o sus relaciones sociales, sin haber dado la respuesta a ellos, o incluso sin habérselos planteado.

· No son asuntos concretos: en ellos aparecen involucradas todas las cosas, o todas las personas, o todas las épocas de la historia. Cuando hacemos preguntas tales como “¿Cuál es el sentido de la vida?” o “¿Qué es la verdad?”, no pensamos en la vida de alguien en especial, o en la verdad acerca de algún tema especifico.

· No son asuntos urgentes: ciertamente que podemos estar muy interesados en resolverlos, pero la respuesta que buscamos tiene tal trascendencia que no nos permitimos un error provocado por el apresuramiento. Desde el comienzo sentimos que son cuestiones graves y densas que demandan una reflexión intensa y sostenida, y seria irreverente contestarlas con ligereza, o a modo de un recetario de autoayuda.

Esta comparación nos permite distinguir entonces, como dos niveles de indagación. La información es una respuesta definitiva y expresada de modo exhaustivo. La distancia entre la Tierra y el Sol es un número, y nada más. La causa del SIDA es un virus, y una vez identificado ya no tiene sentido buscar nada más. En general, los problemas así entendidos son objeto de las ciencias particulares. Y por este motivo las cuestiones científicas suelen restringirse a una época determinada: la naturaleza del fuego, la estructura del Sistema Solar, el tamaño de la Tierra, la causa de la lluvia o de las erupciones volcánicas, el antídoto contra la poliomielitis, son temas ya superados que ceden su puesto a otros todavía no resueltos. A veces es posible que no se llegue a una respuesta. Algunos problemas pueden estar más allá del alcance natural de la razón humana. Tal vez nunca sepamos como fue el origen del Universo, o cuando apareció el hombre sobre la Tierra, o cuál es el tratamiento eficaz e infalible contra el cáncer. Pero ello no quita que esa respuesta sea expresable de un modo concreto y terminante, alguna vez.

Ahora bien, aquellas preguntas que van mas allá de lo que llamamos información constituyen los planteos filosóficos. Hay en ellos algo inasible y misterioso, pero no en el sentido de lo oscuro o irracional. En verdad, sucede lo contrario. No podemos comprender del todo la respuesta a esas preguntas porque tienen demasiada luz. En el ejemplo de la Grecia clásica, es como el Sol, al que no podemos ver directamente pues nos enceguece con su resplandor. Por eso el filósofo, como la lechuza, debe esperar que anochezca para poder discernir entre las sombras lo que no puede comprender en pleno día. El ser de las cosas es una fuente de luz para nuestro entendimiento. Y esa luminosidad es intrínsecamente inagotable, hay en la realidad abismos insondables, de verdades, abismos que ningún espíritu finito podría sortear jamás. El rasgo peculiar de la verdad filosófica es el no ser nunca exhaustiva, el dar cada vez una nueva perspectiva, un nuevo mensaje que enriquece y perfecciona lo anterior.

Los temas filosóficos, a diferencia de la mera información, son relativamente escasos en número, pero jamás caducan, y la reflexión sobre ellos se encadena de generación en generación. Nunca podremos dar una respuesta completa al enigma de la vida y de la muerte, del bien y del mal, de Dios y del hombre, del amor y la belleza. Es verdad que hay problemas a cuya solución la ciencia se aproxima indefinidamente sin alcanzarla, pero solo desde el punto de vista cuantitativo, y no conceptual. Siempre puede mejorarse la precisión de una ley física o la determinación del valor de una constante. Pero allí es mas la limitación de los métodos que la profundidad de las cosas lo que esta en juego.

Vamos a decir entonces que la filosofía es como una experiencia de lo infinito. A diferencia de las demás disciplinas, su objeto es el centro mismo, el núcleo del que irradia la luz de las cosas, y por eso nunca puede descansar en una respuesta definitiva. Como lo enseña Juan Pablo II el conocimiento del hombre es un camino que no tiene descanso (Fides et Ratio n.18), porque su destino es descubrir en el lenguaje de las cosas el texto inabarcable de su Creador. El rasgo mas notable de la filosofía es quizá su incesante peregrinar, el volver una y otra vez sobre las mismas preguntas, en una suerte de progreso no lineal sino hacia lo profundo, en un movimiento espiralado. Cada persona, cada época, cada cultura, renuevan su pregunta filosófica, buscan respuestas esenciales en medio de la novedad permanente de la vida y sienten una apasionada atracción por la verdad profunda y misteriosa.

Por eso no debe escandalizarnos que los debates actuales de la filosofía tengan como protagonistas a pensadores de la Antigüedad, como Tales, Heráclito, Platón o Aristóteles. Quien, como ellos, cultiva el genuino espíritu de la filosofía, permanece vivo y lozano, y, su palabra nos llega desde un foro que esta más allá del tiempo.

Ahora bien, ¿Cómo se desencadena este interrogante fundamental y tan propio del hombre? ¿Qué es lo que inspira la formulación de la pregunta filosófica? En un mundo donde parece no haber tiempo mas que para cuestiones laborales, puntuales, y apremiantes ; donde todo exige premura e irreflexión; donde todos los pensamientos parecen encaminarse inexorablemente por el cauce de la lógica despiadada del rendimiento; en un ámbito así ¿Cómo encontrar espacio para un planteo diferente?

Aunque esta problemática parezca limitada al presente, la indiferencia del hombre común ante las grandes preguntas ha sido meditada desde los tiempos de Platón y Aristóteles. Haciendo una síntesis de esa larga tradición, un pensador del siglo XX, K. Jaspers, nos dice que el origen del filosofar se encuentra en:

· El asombro que nos produce la realidad cuando dejamos de mirarla con los ojos del acostumbramiento, cuando rompemos el caparazón de lo superficial, de lo que parece vivo, y llegamos a descubrir lo verdaderamente extraordinario que hay en las cosas. No se trata del asombro de un espectador de circo o del testimonio atónito de un hecho infrecuente o desproporcionado. Es la admiración por la vida, por la regularidad y el orden de la naturaleza, por la inmensidad del cielo estrellado, por la sobrecogedora belleza de un paisaje crepuscular, por el regalo cotidiano de la amistad.

· La duda que surge cuando se conmueven nuestras certezas, cuando los pensamientos o los hechos parecen desmentir las convicciones mas firmes, cuando pasamos de la placida seguridad de la propia perspectiva al terreno siempre incomodo y neblinoso de la mirada ajena. El saber, según ya hemos visto, es un camino de desengaños, y a menudo quedamos desamparados entre dos o más respuestas posibles.

· Las situaciones limite, definidas como aquellas que están mas allá del dominio de la persona. Son aquellas circunstancias cuya sola presencia es inexplicable, y ante las cuales nos sentimos impotentes, sin recursos. Son vivencias especialmente fuertes en el mundo de hoy, en el cual el progreso nos ha acostumbrado a ver que todo funciona, que todo es posible, que no hay imprevistos. El ímpetu de la técnica nos hace derribar todos los muros y vadear todos los obstáculos. Por eso, ante lo inexorable, lo fatal, lo sorpresivo, lo inaudito, sentimos un hondo estremecimiento, una molesta sensación de fragilidad y nos brota espontánea y clamorosa pregunta: ¿Por qué?, ¿Por qué esto? , ¿Por qué a mi? , ¿Por qué ahora? , ¿Qué vendrá luego? Si bien es común ejemplificar este tema con la muerte, el dolor, la soledad o la injusticia, digamos también que las situaciones límite no son necesariamente negativas. También la experimentan los que salvan milagrosamente su vida, los enamorados, los que engendran un hijo, los que encuentran pronto alguna esperanza. Pero en un caso y el otro, estas encrucijadas vitales son el estimulo mas provocador para la reflexión filosófica.

Lo que debe enfatizarse no es solamente la perennidad de las grandes demandas filosóficas, sino también la perpetua motivación que anima al espíritu del hombre a ir en pos de una respuesta a esos misterios. Bien podría suceder que una cuestión no se agotase, pero si el interés del hombre por ella. No es por cierto el caso de la filosofía, porque en ella se cumple acabadamente la sentencia de Aristóteles: Todos los hombres desean por naturaleza saber. El deseo de saber no se detiene en las fronteras el misterio. El hombre es consciente del valor elevante, incluso salvifíco, de esa verdad que resplandece en las cosas. Y por eso camina sin disimular su afán por alcanzar esa revelación que lo ilumine y lo conforte en su necesidad de sentido.

….el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y mas se conoce a si mismo en su unicidad, le resulta mas urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida (…) en distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿Quién soy? ¿De donde vengo y a donde voy? ¿Por qué existe el mal? ¿Qué hay después de esta vida? (…) Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad del sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia. El deseo de conocer es tan grande y supone tal dinamismo que el corazón del hombre, incluso desde la experiencia de su limite insuperable, suspira hacia la infinita riqueza que esta mas allá, porque intuye que en ella esta guardada la respuesta satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta. Fides et Ratio nn. 1 y 17.

A pesar de lo que pueda parecer, no es valido decir que la información es objetiva e igual para todos, mientras los planteos filosóficos aceptan tantas respuestas como sujetos se los planteen. Debido a la desmesurada dificultan que cabe reconocer en su tratamiento, se supone, erróneamente, que no hay certezas en este campo, y que la verdad es tal como cada uno ve. Se aduce a prueba la casi incondicional unanimidad de los científicos en sus afirmaciones, en contraste con la interminable galería de opiniones contradictorias entre los filósofos o de la gente que simplemente piensa. Esta objeción ha sido el alimento de una tendencia enfermiza y destructiva para la razón: el escepticismo. La claudicación de la mente ante las dificultades de la tarea filosófica es un signo alarmante, porque supone desconocer la ordenación esencial del hombre a la verdad y el menoscabo de su capacidad para alcanzarla.

prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos, deberían ser como un punto de referencia para las diversas escuelas filosóficas (…) sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, la razón, bajo el peso de tanto saber, se ha doblegado sobre si misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus limites y condicionamientos. Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escéptico general. Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones han dado paso a un pluralismo indiferenciado basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente validas. Este es uno de los síntomas mas difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente, en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre si. En esta perspectiva, todo se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse en el camino que la hace cada vez mas cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que presiden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser, y de Dios. En consecuencia han surgido en el hombre contemporáneo, y no solo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento ultimo de la vida humana, personal, y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas. Fides et Ratio nn.4-5

Ya se ha hecho referencia a esta cuestión en la unidad 2. Allí decíamos que la verdad es el término natural de la actividad intelectual, y que de hecho existe un patrimonio de verdades incuestionables y definitivas. También se reconocía la presencia de factores perturbadores en la búsqueda de la verdad, cuyo influjo es más apreciable a medida que se vuelve más difícil el objeto de estudio. Por eso la tenacidad en la búsqueda, la firmeza en la adhesión y la humildad en todo momento son exigencias que se plantean como impostergables para la tarea filosófica. Esto nos conduce a meditar sobre la importancia de la actitud filosófica.

3. La filosofía como amor a la sabiduría

Esta caracterización clásica del quehacer filosófico se refleja en la etimología de la palabra, ya que en griego el término filosofía quiere decir, justamente, amor a la sabiduría. Este amor no es sino una manifestación, seguramente la más intima, de aquel deseo natural que hemos señalado reiteradamente. El hombre no puede alcanzar su plenitud sino por medio de la actividad de sus facultades más nobles, a saber, el intelecto y la voluntad. Y el objeto de esas facultades es el ente, y el bien sin restricciones. Por eso habita en el corazón humano una vocación insaciable por alcanzar el conocimiento de la verdad, y la filosofía es la expresión mas profunda de esa tendencia.

… la filosofía,… contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta: esta, en efecto, se configura como una de las tareas más nobles de la humanidad. El termino filosofía según la etimología griega significa “amor a la sabiduría”. De hecho, la filosofía nació y se desarrollo desde el momento en que el hombre empezó a interrogarse sobre el por que de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. Fides et Ratio n.3.

Es impostergable advertir que la filosofía es el único saber que implica esencialmente una actitud tan especial, tan intensa y espiritual. Siempre que pensamos en una ciencia u otra actividad relacionada con el conocimiento dejamos de lado cualquier referencia a lo afectivo. Nos parece, en efecto, que la disciplina, el rigor y la objetividad que exige la tarea intelectual no pueden mezclarse con los sentimientos. Más aún, diríamos que, desde el punto de vista metodológico, la única actitud que cabe es la de separar el estudio de la verdad de toda connotación sentimental o personal.

Sin embargo, en el caso de la filosofía parece que ello no ocurre. De acuerdo al sentido de la palabra, no es posible hacer filosofía sin amor. Desde ya, no es necesario admitir explícitamente que la ciencia y la filosofía, como cualquier otra actividad humana, se realizan de mejor manera si hay amor por ella que si no la hay. Se presume que todo científico ama su tarea, que la cultiva por vocación, y que esa actitud predispone mucho mejor para desarrollarla convenientemente. Decía San Agustín: “No hay verdad si no hay amor”, es decir que, salvo que pongamos un gran amor, no llegamos a la verdad plena.

Pero en el caso de la filosofía, el termino “amor” ocupa un lugar mas fuerte y preponderante. No existe una “filomatemática” o una “filoquímica” o una “filohistoria”. En las demás ciencias el amor puede estar presente como una circunstancia favorable, pero en la filosofía el amor desempeña un rol esencial. Está dentro mismo de la palabra. De modo que no se entenderá cabalmente el sentido de la filosofía sin indagar por qué el amor le es tan connatural.

Para entender la actitud de amor propia de la filosofía debemos proponer algunas características que supone el amor en cuanto tal. No es sencillo definirlas, pues se trata, justamente, de un término de amplísimo contenido.

Desde los gestos más heroicos hasta los más aberrantes pueden estar impulsados por el amor. Pero a modo de aproximación sugerimos lo siguiente;

· Desinterés: el amor auténtico y maduro no es el que gira alrededor del yo sino el que sirve incondicionalmente al ser amado. Aquí desinterés significa: no me interesa más que el otro, ni su belleza, ni su dinero, ni el placer que me proporcione, ni las ventajas que me depare mi relación con esa persona, sino solamente ella misma. El amor es por naturaleza abnegado y benevolente.

· Aceptación: el principio del amor está en el conocimiento de lo amado, y un amor verdadero solo puede provenir de un conocimiento verdadero. Pero no basta con preservar la imagen de lo amado de cualquier falsa atribución (pues a muchos les ocurre lo que al Quijote, cuya pasión desequilibrada le hacía ver en Dulcinea una belleza que por cierto no tenía). Es mas preciso amar al otro a pesar de todas las limitaciones y defectos que pueda tener. Como enseña San Agustín, solo en Dios podrá aquietarse el deseo del corazón humano. El amor por las cosas creadas, aún tratándose de personas, nunca será capaz de colmarnos, porque se encuentra con los límites e imperfecciones de una realidad que no es la del mismo Dios. De modo que el que ama debe aceptar lo que el otro no tiene, lo que el otro no le exige.

· Compromiso: el amor implica entrega y donación de si, pero en sus formas mas intensas esa donación exige compromiso, o sea darse al otro futuro, ser capaz de afirmar la oblación de sí mismo en una suerte de “si continuo”. Comprometerse quiere decir amar sin condiciones, sin salvedades, sin lugar para las excusas, y perseverar hasta el fin.

Ahora bien, ¿Qué tiene que ver todo esto con la filosofía? ¿En que sentido no es posible hacer la filosofía sin contar con estas cualidades? No es sencillo responder estas cuestiones a los jóvenes, quienes, como sabe suponer, no han hecho aun su propia experiencia en este ámbito, y probablemente nunca la hagan como una vocación. Las exigencias del amor filosófico solo pueden hacerse patentes en la experiencia, en la milicia cotidiana de la vida. Pero, al menos descriptivamente, trataremos de acercarnos a esa vivencia.

La filosofía supone desinterés. Se trata, efectivamente, de una ciencia teórica, cuya razón de ser está en la contemplación de la verdad y no en la utilidad que ese conocimiento pueda proporcionar. Es un quehacer totalmente alejado de los intereses materiales, y seguramente no es el camino que conduce al triunfo en lo económico, o en lo social, o en lo político. En un mundo calculador y mezquino la filosofía puede parecer una perdida de tiempo, un esfuerzo estéril e injustificado.

La filosofía exige aceptación. Pero ¿Qué es lo que el filosofo tiene que aceptar? Ante todo, la incomprensión y la soledad. Son muy pocos los que están dispuestos a acompañarnos más allá de un corto trecho en el camino de la filosofía. Casi todo el mundo quiere respuestas rápidas, prácticas, contundentes y efectivas. No están dispuestos a esforzarse para subir hasta lo esencial y fundante, para detenerse serenamente en la reflexión desde los grandes principios. No se sienten dispuestos a ese retiro espiritual que impone la meditación y el ensimismamiento.

Para colmo, la empresa filosófica es seguramente la más difícil que se puede proponer la inteligencia, y por eso mismo sus resultados son los mas modestos. Ya hemos hecho referencia a la tentación del escepticismo. Es que no es sencillo aferrarse a la verdad cuando no se ve claro. No es grato hablar acerca de la existencia de Dios, o de la inmortalidad del alma, o de la virtud, cuando las pruebas que tenemos acerca de estas cosas son a la vez inapelables pero muy diferentes a las que pretende la mayoría. Es un desafío ser realista sin confundir la verdadera realidad con la cáscara decorativa que muchas veces se nos quiere entregar a cambio. El filósofo, en suma, debe resignarse a convivir con el misterio, con una revelación que se posterga, con un supuesto saber que termina anonadándose ante la propia ignorancia.

Pero, por sobre todo, el filósofo debe tener coraje. Porque las verdades que él estudia no son ajenas a su realidad, no están al margen de su propio drama. Las verdades científicas nos resultan, en este sentido, más o menos indiferentes. No nos decepciona el contenido de un teorema matemático, ni nos pone eufóricos enterarnos de quienes fueron los emperadores de Roma, ni estamos ansiosos por averiguar en que época apareció el primer hombre sobre la tierra. Esas verdades nos ilustran. Pero las verdades filosóficas nos involucran. ¿O acaso no nos sentiríamos profundamente desengañados si la filosofía nos dijera que Dios no existe, o que no hay vida después de la muerte, o que no somos libres sino juguetes del destino? Por eso bien se dice “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. En la filosofía hay que entender, pero además hay que querer entender, y aceptar la realidad por más importuna que sea.

Es necesario reconocer que no siempre la búsqueda de la verdad se presenta con esa transparencia ni de manera consecuente. El límite originario de la razón y la inconstancia del corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la evita a veces en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus exigencias. Fides et Ratio n. 28.

Y, finalmente, no puede haber filosofía sin compromiso. Porque las verdades filosóficas son verdades existenciales, que no quedan solo en la inteligencia sino que interpelan a toda la persona. Son verdades que exigen una afirmación desde la conducta, desde una toma de posición. Nadie da la vida por el teorema de Pitágoras, si se hace una huelga por tiempo indeterminado por el reconocimiento de la teoría de la evolución, ni se abraza la causa de la reivindicación del pueblo etrusco. Pero las convicciones filosóficas reclaman coherencia. No se puede ser materialista y valorar la cultura. No se puede ser ateo y hablar de esperanza. No se puede defender los valores desde la cátedra y traicionarlos en la vida.

En este sentido, todos los autores reconocen a Sócrates como el modelo, el ejemplo más insigne de testimonio filosófico. Vivió en Atenas en el siglo V a C. Conoció el esplendor de los tiempos de Pericles, luchó valerosamente en la guerra del Peloponeso contra Esparta, y fue testigo de la derrota y decadencia de su amada ciudad. Contrariado por la corrupción de los poderes, el deterioro de las costumbres y tradiciones y la disolución de la moral, salió a las calles a predicar el amor a la verdad y al bien, la practica de la ciencia y la virtud y a denunciar la falsa sabiduría que enriquecía a unos y embaucaba a los demás. Su estilo era el dialogo con la gente y la polémica con sus adversarios. A fin de no condicionarse, enseñaba gratis sin otro sustento que una mínima renta heredada de su padre, lo que le obligaba a una vida extremadamente austera. Sus enemigos lo acusaron falsamente de atentar contra la religión de estado y de corromper a los jóvenes. A pesar de su brillante defensa ante la Asamblea, fue declarado culpable y condenado a muerte. Incluso se le ofreció la alternativa de una fianza, o el destierro, o la simple promesa de no volver a hablar. Pero Sócrates rechazo esas opciones porque hubiesen significado mucho admitir culpabilidad, traicionar a su Patria y abandonar si misión, que él consideraba sagrada. Estando en prisión sus amigos le ofrecieron la posibilidad de sobornar a los guardias para que huyera, pero se opuso para no contradecir lo que había sostenido desde siempre: que la ley debe ser acatada aunque nos parezca injusta, y que jamás debe devolverse el mal a cambio del mal. Y así, con entereza y dignidad, acepto la muerte con la serena convicción de que su actitud encontraría recompensa en otra vida.

Habiéndose detenido sobre la filosofía como amor, meditemos sobre el objeto de tal amor: la sabiduría. En cuanto al término sabiduría, proviene de una vieja tradición. Antiguamente se aplicaba como titulo de excelencia en el ejercicio de una cierta virtud. Así se decía que alguien era sabio si demostraba pericia en el arte de navegar, de forjar escudos o de componer canciones. Mas tarde se restringió al orden del conocimiento, pero tomado en un sentido experiencial, como una cierta prudencia para juzgar equilibradamente acerca de los asuntos de la vida. Generalmente se la asociaba con la ancianidad (por eso los cuerpos colegiados de gobierno solían estar integrados por hombres de edad avanzada) y circulaba de generación en generación bajo la forma de proverbios o sentencias.

Cuando surgen las disciplinas científicas y alcanzan cierto grado de especificidad se llega a la acepción más estricta del término, que pasa a indicar la forma más acabada del saber en cuanto es una contemplación de las causas supremas, del fundamente último y definitivo de todo lo existente. El sabio es aquel que puede mirar la realidad desde una perspectiva totalizante, desde la altura de sus principios. Lo propio del sabio no es ir al detalle, a la causa inmediata, sino que juzga según lo esencial y, en última instancia, según la relación con Dios. El medico sabio es que sabe que la batalla contra la muerte a la larga siempre pierde. El abogado sabio es el que sabe que la justicia humana es tan imperfecta como el hombre mismo. Y el filósofo es el más sabio en la medida en que, como decía también Sócrates, asume la conciencia de su propia ignorancia porque se sitúa frente a una verdad tan honda y caudalosa que lo supera, aún cuando logre conocer muchas cosas.

En última instancia, amor y sabiduría se funden, porque el amor a la verdad no se detiene hasta alcanzar la cumbre, que es la sabiduría. Y el verdadero sabio no puede sino vivir según su sabiduría, encarnarla en cada uno de los actos de su vida. Esta síntesis, esta armonía de conocimiento y amor, de verdad y testimonio, es la máxima aspiración de la naturaleza humana en esta vida.

El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada solo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca solo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia la verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto. Gracias a la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no solo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse a uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos. (…) la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un dialogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar. Fides et Ratio n.33.

4. El ocio y la vida del espíritu

En un pasaje anterior mencionábamos la significación del conocimiento como forma de vida, como capacidad de relación más íntima y perfecta. Gracias al conocimiento, en animal puede superar la limitación de la materia, del contacto corporal, y vincularse con su entorno de un modo más diverso y abarcativo.

Sin embargo, como sagazmente lo han advertido los expertos, el conocimiento de los animales está totalmente subordinado a sus intereses biológicos. Sus facultades están unilateralmente adaptadas para reconocer y atender en forma exclusiva aquellas realidades significativas para la supervivencia. El instinto orienta la búsqueda del animal de modo que solo repara en aquello que se asocia a sus necesidades. El resto es inadvertido, como si no existiera. Así, hay muchas cosas alrededor de una vaca que sus sentidos estarían en condiciones de captar en términos de alcance. Pero del agua, el toro, el ternero, y nada más. Para caracterizar este escenario peculiar y restringido de la vivencia de un animal hablamos de mundo circundante. No se trata, insistimos, de lo que es accesible en términos de distancia, sino de todo, y solo todo lo que tiene que ver con las necesidades materiales.

El hombre, en razón de su naturaleza animal, vive expuesto a necesidades corporales y biológicas impostergables. La comida, el abrigo, la seguridad, la salud, la crianza, son demandas cotidianas a las que no puede desoír. Es de suponer que, en las condiciones primitivas, el hombre se encontraría permanentemente ocupado en atender esos reclamos. Pero, en algún momento, al progresar en el conocimiento y el dominio de la naturaleza, habrá logrado superar ese estado de precariedad y urgencia. El cultivo de la tierra la domesticación de los animales, en suma, la vida sedentaria, le proporcionaron cierto control y disponibilidad. Es así que, tarde o temprano, y paulatinamente, aparece en la vida humana eso que hoy llamamos el tiempo libre, un espacio no requerido por sus necesidades vitales. Hasta ese momento, el hombre estaba encerrado en el mundo circundante, solo se interesaba en cómo resolver los problemas de la subsistencia. Pero al encontrar el desahogo pudo abrir su espíritu a una inquietud diferente. Ya no se trataba de ver las cosas en relación a sus propios intereses, sino de entenderlas tal como son en sí mismas. La cuestión ahora no es el cómo sino el por qué, una pregunta que, si bien se mira, es estrictamente inútil. Aparecen los interrogantes acerca del cielo, de la vida, del dolor, del olvido, de la justicia, de la muerte. Aparecen las pinturas rupestres, los ritos funerarios, la poesía y la danza, y finalmente la ciencia. En definitiva, el hombre se relaciona con la totalidad de las cosas, y eso llamamos mundo, a secas.

Detrás de esta actividad también hay una necesidad, pero en este caso de tipo espiritual. Es la necesidad de comprender, de expresar asombro, de sobrecogerse ante la conciencia de lo maravilloso. En última instancia, estamos ante la esencia misma de lo espiritual, que es esa plenitud de apertura e interioridad de la que hablamos anteriormente. El espíritu es aquello capaz de entrar en relación con el mundo.

Movido por el deseo de descubrir la verdad última sobre la existencia, el hombre trata de adquirir los conocimientos universales que le permiten comprenderse mejor y progresar en la realización de sí mismo. Los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad, y poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal. Fides et Ratio n.4.

Ahora bien, precisamente porque el hombre está inmerso en el reino material, se expone a necesidades físicas. La posibilidad de quebrar el condicionamiento de esas necesidades depende del margen de reposo que él pueda conseguir, o de la capacidad de discernir entre las necesidades auténticas y las ficticias, o de entereza anímica para sobreponerse al agobio de esas necesidades, si acaso no le dan tregua, y ver más allá de ellas la dimensión de lo trascendente. Cuando el hombre logra ese clima privilegiado, esa ruptura con el mundo circundante, ese contacto pleno y desinteresado con lo absoluto e intemporal, entonces ha llegado al estado de ocio. El ocio es, pues, la actitud, la atmósfera propia de la vida espiritual en su relación con el mundo. Es una mirada despojada de ambición, liberada de todo apremio, ajena a todo rendimiento. Es un gesto de apertura que se abandona incondicionalmente a la iniciativa de las cosas, que no pretende más que entrar en la relación vital con la verdad, el bien y la belleza.

El ocio, en este sentido, no se compara con la ociosidad, con el simple no hacer nada. El que está en situación de ocio aparenta inactividad, pero en realidad tiene todo su ser volcado en la intensidad de una experiencia elevante. No está, como dicen algunos, distraído, sino abstraído, apartado del ritmo laborioso de la rutina, absorto en un diálogo profundo con el ser.

Teniendo en cuenta esta descripción, es claro que el ocio representa el modo de vida más propiamente humano. Es verdad que la situación concreta del hombre le impone un duro régimen de ocupación para solventar sus necesidades biológicas. Todas aquellas actividades a las que dedicamos la mayor parte del tiempo y que tienen por objeto proporcionarnos los medios de vida pueden agruparse bajo el nombre genérico de trabajo. Pero justamente el trabajo es propio del hombre, en cuanto sujeto al mundo circundante. No por ello deja de ser digno, ni pierde la impronta de lo espiritual, pero en todo caso es más bien un medio, y no un fin. Parafraseando a Aristóteles, no estamos en ocio para trabajar, sino que trabajamos para alcanzar el ocio. En el ocio el espíritu alcanza la máxima altura que le es dada en esta vida. En el ocio podemos despegar lo más hondo y valioso. Y por eso, en esos ratos, en esos pasajes efímeros que nos concede la vida, sentimos más que nunca una sensación de plenitud, de conformidad con nuestra naturaleza, de impasible serenidad. Y por eso, porque el ocio es lo más auténticamente humano, los antiguos pensaban que el trabajo no es más que la negación, la privación del ocio, es decir, el negocio.

Debemos insistir en estos conceptos para que no se restrinja indebidamente su alcance. Hablar de trabajo o negocio significa en este caso no solamente la ocupación rentada, el empleo en una fábrica u oficina, sino también el estudio, las faenas hogareñas, la higiene, la atención de la salud, los trámites de todo tipo, los viajes hacia cada uno de estos lugares, en fin, todo lo que se relaciona con nuestro mundo circundante. El ocio, en cambio, es propio de la actividad científica teórica, del arte, tanto en la composición como en la apreciación, de la religión, y del amor. Incluso se da el ocio cuando, puestos en una situación límite, sentimos el estremecimiento de nuestra fragilidad.

Mientras el trabajo supone actividad transformadora y dominante, y el consiguiente esfuerzo, el ocio es, por el contrario, receptividad y contemplación festiva. Por eso no debe confundirse con el descanso, porque uno descansa de trabajar y para seguir trabajando. El descanso también es parte del mundo del trabajo. El ocio no tiene un sentido reparador, sino que gravita en torno a otros intereses, a otra dimensión.

Debe entenderse, también, que la distinción entre ocio y trabajo no siempre es visible a los demás, ni se reduce a una clasificación de quehaceres. Por eso decíamos que el estudio, en el sentido institucional, sujeto a determinadas exigencias de calendario y aprobación, y aún tratándose del estudio de materias asociadas al ocio, forma parte del trabajo, porque se hace en función de un logro tangible, de un rendimiento, de un título o salida laboral. De la misma manera que hay ciertas actividades laboriosas que, por su carácter mecánico, dejan libre la atención para volcarse al ocio.

Esta consideración acerca del ocio pretende destacar la extrema importancia que le cabe como actitud propia del filósofo. Si bien el ocio está presupuesto, como acabamos de señalar, en todo el ámbito de la ciencia teórica (porque no aspira a otro fin que el mismo saber), se vuelve particularmente significativo en el caso de la filosofía. Sólo a través de la suerte de purificación que nos concede el ocio podemos emprender la contemplación desinteresada y generosa de la realidad. Ya sabemos de ante mano que lo que la filosofía tiene para decirnos no es algo útil, ni funcional, ni práctico. Incluso es probable que el tiempo que dediquemos a esa reflexión podríamos aprovecharlo para un mayor rendimiento en nuestro trabajo. Por eso, si no contamos con esa actitud de apertura, de mansedumbre, de afincada convicción acerca de la importancia, medida en otra escala, del conocimiento de las causas primeras, no alcanzaremos la disposición necesaria para el ejercicio de la filosofía.

Vale decir aquí que, si bien hemos desarrollado este tema en el capítulo acerca de la filosofía porque es donde aparece con mayor vigor, se trata de una cuestión que atañe, en última instancia, a todo aquel que se esmera en llegar a la verdad. Hablando más en particular, todos los que se relacionan con ese objetivo a través de la vida universitaria deben cultivar y apreciar el ocio. Nadie puede tener serias aspiraciones de conocer el ser propio de las cosas si no es capaz de tomar distancia de las presiones económicas, políticas, afectivas o de cualquier otra índole. Nadie puede condicionar la búsqueda del saber al rédito material que de él se obtenga. El mundo en que vivimos es especialmente adverso a esta postura. Por eso debe insistirse en reclamar a quien se siente movido por una vocación universitaria no sólo la capacidad intelectual, sino también una actitud de servicio cabal a la verdad, una actitud de apertura universal libre de mezquindades, en pocas palabras: una actitud de ocio.

Un gran reto que tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya. Fides et Ratio n.83.

5. La filosofía como ciencia

Hasta aquí hemos puesto el acento en el saber filosófico entendido como actitud, como postura espiritual. Ahora se trata de exponer lo que se llama definición real de filosofía, es decir de considerarla en cuanto saber. Nuevamente nos enfrentamos ante una cuestión discutida. Pero seguramente no estaremos lejos de la verdad al definir la filosofía como la ciencia que estudia la totalidad de las cosas por sus causase primeras, según la luz natural de la razón.

La filosofía es una ciencia, y aquí apelamos a la significación planteada en la unidad 2, como saber causal, de un objeto universal y necesario, conocido en forma metódica y sistemática. Muchos creen que la condición de ciencia es inapropiada para la filosofía, ya sea porque subrayan casi con exclusividad la actitud filosófica sin considerar el contenido, ya sea porque les parece que lo misterioso, a lo que nos referimos al empezar la Unidad, no puede encerrarse en el estrecho molde del conocimiento científico. Hay algo de razón en esto, y no es fácil puntualizar en qué medida la filosofía es una ciencia y en qué medida parece trascender esa categoría.

Pero al menos, en una visión introductoria, nos parece incuestionable que la filosofía es un producto principalmente de la razón, y que por lo tanto obedece a las pautas que la razón exige por su naturaleza. La filosofía no puede prescindir del rigor de las definiciones y demostraciones, de la reflexión crítica de sus principios y del orden sistemático de sus conclusiones.

La capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a través de la actividad filosófica, una forma de pensamiento riguroso y a construir así, con la coherencia lógica de las afirmaciones y el carácter orgánico de los contenidos, un saber sistemático […] Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón recta… Fides et Ratio n.4.

De acuerdo con ello, la filosofía no debe confundirse con la poesía, con el misticismo, con las reflexiones a menudo oportunistas y edulcoradas de algunos manuales de autoayuda, ni mucho menos con ese deambular errático y pretendidamente inspirado con el que las personas buscan, como se dice, “arreglar el mundo”. No negamos que sea lícito a cualquiera entregarse momentáneamente a un pensamiento de tipo filosófico, más aún, es un modo saludable de expresar interés por una perspectiva superior acerca de las cosas. Inclusive la filosofía respeta y estima, quizás más que ninguna otra ciencia, la voz que brota de un espíritu curtido por el dolor y el paso de los años. Pero no es justo ignorar que, más allá de esa instancia informal y espontánea, existe la filosofía como ciencia, como disciplina en sentido estricto, y sólo quienes se consagran a ella tienen la autoridad necesaria para opinar con seriedad y fundamento sobre las grandes cuestiones de la vida. Creer que uno es filósofo por haber dicho un par de frases interesantes es como creer que uno es un atleta olímpico por haber saltado un par de charcos en un día lluvioso.

De un modo casi reiterativo nos permitimos añadir que la filosofía como ciencia tampoco se confunde con el sentido actual de la palabra, y por eso suena extraño concebirla de ese modo. Cuando hoy se habla del progreso científico, o de la investigación científica, o de los enigmas de la ciencia, o de una academia de ciencias, se está aludiendo, evidentemente, a los físicos, biólogos, antropólogos o economistas, no a los filósofos. Y no parece inadecuada esa diferenciación lingüística a la luz de todos los contrates que hemos expuesto entre un modo de saber y el otro.

En cuanto al objeto material de la filosofía, es decir, aquello que su estudio abarca, es la totalidad de las cosas. En oposición a lo que acontece con las ciencias particulares, que deben esta denominación a la restricción de su objeto, y que además tienden a una creciente especialización, la filosofía se instala en un mirador desde el que domina todo lo real. Téngase en cuenta que no se trata de una totalidad asumida por acopio o suma de conocimientos particulares, como sería el caso de una enciclopedia. La filosofía intenta responder aquellas cuestiones que comprometen a la totalidad como totalidad, es decir en lo que todas las cosas tienen en común. Para ilustrarlo con un ejemplo histórico, digamos que desde siempre el hombre tuvo curiosidad por descubrir de qué están hechas las cosas: de qué está hecho el cielo, o el fuego, o la sangre, o la piedra. Pero alguien pregunto por primera vez: ¿De qué están hechas todas las cosas? , en el sentido de una materia universal, algo que subyace a toda transformación y a lo que todo, en última instancia, se reduce. Esa es una pregunta filosófica, no científica. También es posible preguntarse de dónde viene la lluvia, o la vida, o el amor, pero si uno se cuestiona ¿De dónde viene todo esto?, es decir, todo lo existente, se trata, una vez más, de una pregunta filosófica. Por eso algunos autores caracterizan a la filosofía como cosmovisión, visión del cosmos.

Para entender cumplidamente el fundamento de esa perspectiva de totalidad hay que considerar el objeto formal de la filosofía, el punto de vista de enfoque que ella adopta acerca de las cosas. Y, como ya se anticipo al clasificar las ciencias, la filosofía es el saber de las causas primeras. Nos remitimos a aquel pasaje para no repetirnos, pero añadiremos que no es posible asumir el objeto material y formal de la filosofía en estos términos sino partir de la naturaleza del intelecto humano. Recapitulando, se trata de una facultad cuyo objeto es el ser, y que por lo tanto puede conocer cada cosa en su ser propio (la esencia) como así también conocer la totalidad de las cosas en cuanto existentes, es decir, porque tienen ser. Es la inteligencia la que descubre, además, que el ser de las cosas es participado, o sea recibido de otro capaz de participarlo, y desde allí concibe la relación de causalidad. Y por último la inteligencia capta la cursiva necesidad de un ser absoluto, no restringido ni causado por otro, del que justamente todo depende, y al que llama causa primera. De esta manera la posibilidad de comprender el objeto de la filosofía depende estrechamente de la concepción que se asuma acerca de la inteligencia humana. Y por eso la valoración, y hasta la posibilidad misma de la filosofía han sido cuestionadas, sobre todo los últimos siglos, al poner bajo sospecha los alcances de la razón.

Es por eso, entonces, que la filosofía se instala en el punto de vista de la totalidad, porque una causa verdaderamente primera es causa de toda otra causa, y en última instancia de todo lo real. La mirada totalizante del filósofo no interpreta al ser como algo genérico, como una masa indiferenciada, sino como aquello que le da realidad a cada cosa, sin poder dejar de lado a ninguna. La filosofía, más que contemplar desde arriba, como parada en una nube, contempla desde dentro, tratando de llegar al núcleo, al corazón mismo de la realidad.

Algunos textos hablan del objeto formal de la filosofía identificándolo como las causas últimas. Parece una contradicción, pero no lo es. Nuevamente volvemos hacia atrás para evocar los modos típicos de la justificación racional. Entonces habíamos aclarado que lo más propio de la inteligencia humana, a raíz de su imperfección, es proceder de los efectos a las causas. Pues bien, en ese sentido es lógico que se conozcan en primer lugar las causas inmediatas, y que las causas primeras en el orden del ser sean las últimas en conocerse. La filosofía, entonces, es la empresa intelectual más exigente y, por así decirlo, lo último y más elevado que puede alcanzar la razón. No obstante, debe evitarse la significación puramente temporal, como si la filosofía fuese lo último en la historia de la humanidad o de la vida de cada hombre. Aunque se trata, en efecto, del saber más arduo, porque alude a las causas primeras, no siempre exige el conocimiento estricto de las causas segundas, en el tono en que lo proporcionan las ciencias particulares. De hecho, los grandes interrogantes y las teorías filosóficas más elaboradas se han dado con independencia del aporte científico, y en algunos casos a pesar de concepciones erróneas desde el punto de vista de la ciencia.

No conviene olvidar, por otra parte, que la noción de causa se distribuye analógicamente en cuatro especies: material, formal, eficiente y final. Y que en cada una de ellas es preciso distinguir el nivel primero y fundante del nivel secundario y fundado. La filosofía debe hacerse cargo de todas las variedades de causa, ya sea en cuanto confluyen en el ser, lo cual es propio de la metafísica, ya sea en referencia a lo primero en cada orden del ser, lo cual da origen a las diversas partes de la filosofía. La filosofía e la naturaleza se ocupa de las causas primeras de lo corpóreo, la antropología filosófica estudia las causas primeras del hombre, etcétera.

Para cerrar, un comentario sobre la última parte de la definición real de filosofía. Tal como se expondrá inmediatamente, aunque ya lo hemos anticipado, la filosofía no es la única sabiduría que el hombre puede poseer en este mundo. Siempre dentro del campo del saber científico (pues existe también una sabiduría que es don del Espíritu Santo), cabe hablar de la sabiduría teológica, que es aquella que versa sobre las causas primeras de todas las cosas a partir de un conocimiento sobrenatural que proviene de la Palabra de Dios sobre la que hablaremos en la siguiente unidad. Por lo tanto, lo que distingue a la filosofía de la teología es justamente lo que se expresa al hablar de la luz natural de la razón. Para decirlo del modo más sencillo posible, así como la vista no puede captar los colores sino gracias a la luz ambiente, aunque sea ella y no la luz la que propiamente ve, de la misma manera nuestra inteligencia depende de una cierta luz bajo la cual pueda reconocer el ser de las cosas. La fuente de dicha luz se conoce como intelecto agente, y se halla presente en cada uno cual si fuese un faro o linterna que permite discernir lo esencial y profundo de la realidad. Esa luz es natural, es decir, constitutiva de la naturaleza humana, y merced a ella es posible la actividad mental y más específicamente la ciencia y la filosofía.

En cambio, cuando se trata de la teología, interviene, además de la luz natural de la razón (pues el que hace teología es el hombre, y en todo momento debe recurrir a sus capacidades naturales de entendimiento), otra luz de carácter sobrenatural. Esta nueva luz no la poseemos como atributo de nuestra naturaleza, sino como un don gratuitamente recibido de Dios, o sea como una gracia. Es la luz sobrenatural de la fe, por lo cual somos capaces de asumir como verdadero lo que Dios nos revela mediante su Palabra. Por su origen divino, aunque se trate del mismo objeto, la teología va mucho más allá de la filosofía, poniéndonos en un sentido participado en la perspectiva del mismo Dios (la cual, por ser de Dios, no es una perspectiva, sino la Verdad en sí misma). Para explicitar todo esto daremos paso a la siguiente unidad.

Aprobación Creadora diciembre 7, 2007

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Homenaje a Josef Pieper

Aprobación creadora

Un aspecto de la dimensión social del bien de la persona

 

Dra. Marisa Mosto

Facultad de Filosofía y Letras, U.C.A, Julio 10, 2006

1. Josef Pieper y el potencial co-creador y liberador del amor humano [1]

En consonancia con el gran tema del amor en Josef Pieper que abordara María José Binetti desde una perspectiva metafísica y ética, nos proponemos presentar otro aspecto del mismo, relacionado con el ámbito antropológico-social.

Se suele afirmar que el bien de la persona es un bien común. Es evidente que necesitamos de los demás hombres para superar el grado de indigencia en que nos hallamos desde el nacimiento en todas las áreas de nuestro ser, biológicas, psíquicas, espirituales. No es necesario ahondar en esta realidad.

Josef Pieper nos introduce en un cariz de dicha dependencia que es absolutamente íntimo y misterioso: necesitamos de los demás para conocer, experimentar y confirmar nuestro valor ontológico y esto a su vez, es una condición indispensable para el sano ejercicio de la libertad. Pues el amor interpersonal permite que nos situemos en nuestro centro interior y desde allí tomemos las riendas de la dirección de nuestra existencia.

El amor humano entonces, en primer lugar, esconde un potencial revelador: saberse amado, es sentirse justificado por el hecho de existir[1]. Esta revelación por él generada es indispensable para la vida del ser personal.

Dice J. Pieper: Es evidente, pues, que no nos basta con existir >, como ya ocurre de todos modos (…) En otros términos, lo que necesitamos además del puro existir es esto: ser amados por un semejante. Algo asombroso si se mira de cerca. El haber salido de las manos de Dios no es, al parecer, bastante: se requieren una continuación y una consumación … por la fuerza creadora del amor humano.[2]

El amor humano nos confirma en la existencia. Es un acto co-creador, que se pone en línea y continúa la tarea creadora de Dios. Cuando amamos un ser entonamos a coro con su verdadero Origen, el fiat de la creación. Por otra parte, la mirada amorosa de los hombres es a nuestros oídos el eco de aquel estribillo del primer capítulo del Libro del Génesis: Y vio Dios que esto era bueno. Pero esta verdad no nos impacta de manera “teórica”, como una conclusión aprehendida de un silogismo, sino experimentalmente. En el amor de los otros nos experimentamos como seres valiosos. Somos valiosos porque Dios nos ama, pero experimentamos ese valor a través del amor de los demás hombres. Si podemos ser objetos de amor es, porque efectivamente somos “buenos” en sentido metafísico.

El amor humano es mediador de la “revelación afectiva” de nuestra dignidad ontológica. Y esto ocurre de dos maneras. En tanto sujetos pasivos del amor como veníamos diciendo, nuestra dignidad ontológica se nos revela al confirmar nuestra bondad que sólo puede provenir del carácter creatural de la existencia. Esta es la dignidad de nuestro origen. Pero la dignidad de nuestra naturaleza se verifica aún en mayor medida en cuanto somos sujetos activos del amor. Aquí somos capaces de co-creación, de confirmación, consumación y continuación del Amor Divino. Ponemos en obra en este caso, un aspecto central de nuestra realidad de imagen; continuamos la labor de Dios y sostenemos, no ontológicamente, pero sí operativamente la existencia de los demás hombres.

El amor humano ejerce por otra parte, en segundo lugar, y correlativo a esto, una función “centralizadora” y liberadora sobre el dinamismo del ser personal.

Dice Pieper, refiriéndose al amor maternal: (…) lo más decisivo es aquella dedicación e intimidad que parte de lo profundo de la existencia, que viene –digámoslo sin reparos- del corazón, haciendo también del corazón del niño centro y eje de su vida; eso y no otra cosa es lo que llamamos verdadero amor.[3]

El corazón en la terminología de la antropología bíblica es, entre otras cosas, principalmente, el centro de las decisiones del ser personal. Dice el proverbio: Con todo cuidado vigila tu corazón, pues de él salen las fuentes de la vida. (Prov. 4, 23) El corazón es el lugar donde se elaboran los planes (Prov. 16,9; Sal. 20,5) y se decide la orientación de la conducta (Prov. 6,18).

El corazón es el espacio personal desde donde el sujeto ejerce su libertad. El amor de la madre, o el amor interpersonal en general que surge del corazón, de la libertad del sujeto, ejerce una tarea de “centralización”. Conduce al yo del ser amado a su centro, lo ubica en el corazón para que pueda desde allí ejercer su libertad.

Dice Edith Stein: El corazón es el verdadero centro vital. Designamos así al órgano corporal cuya actividad domina la vida del cuerpo. Pero es costumbre comprender por el corazón la interioridad del alma. (…) El yo personal se encuentra enteramente en él en la interioridad más profunda del alma. > vive en esa interioridad, dispone de la fuerza total del alma y puede utilizarla libremente. Además está entonces lo más cerca posible del sentido de todo lo que le sucede; está abierto a las exigencias que se le presentan; puede apreciar mejor su significación y su importancia. [4]

Por lo tanto sin vida desde el corazón se hace muy difícil el ejercicio de la libertad. En la medida en que el yo se aleja de su centro interior, el señorío sobre su conducta disminuye. Se apoderan de ella la inercia de las disposiciones naturales o adquiridas a lo largo de la historia del sujeto que se perpetúan mecánicamente. La superficialidad es absolutamente “conservadora” del haber moral de sujeto, “mutiladora” de sus posibilidades de crecimiento más ricas. La vida desde el centro permite la instauración de la novedad de lo propio en el horizonte vital personal.

¿Por qué el amor “centraliza” al sujeto, como afirma Pieper? Probablemente la experiencia del propio valor que el amor transmite, ejerce sobre nosotros una fuerza centrípeta, una llamada a prestar atención a nuestra existencia. Si la vida personal es apreciada como algo importante, esto nos mueve a focalizar nuestras energías en ella, a estarle presente. Tal es la función del valor en general para Louis Lavelle, valor es lo que rompe nuestra indiferencia afectiva y le da una forma al amor. Si mi vida es valiosa me siento atraído irresistiblemente a hacerme cargo de ella. Los valores llaman imperativamente sostiene J. De Finance [5]

O en palabras de Santo Tomás: Actus voluntatis nihil aliud est quam inclinatio quaedam consequens formam intellectam. [6]

 El peso de mi amor me arrastra a lo que vale y si lo que vale es la propia existencia, me conduce a velar por ella y esto sólo puede hacerse desde el corazón.

Estamos afirmando nada menos que para ser verdaderamente libres necesitamos de la experiencia del amor humano. Tal es la indigencia y el poder del hombre puestos en juegos en su vida social.

2. Las conclusiones de Pieper y la sociología:

Nos pareció un aporte interesante a estos temas, comparar las intuiciones de Pieper con las conclusiones de otra área del saber.

Detengámonos por ahora en la necesidad de aprobación que experimenta el ser humano, para poder vivir conforme a su naturaleza. Esta afirmación encuentra su correlato en las conclusiones de la sociología. Para el sociólogo francés, Pierre Bourdieu, es una de las razones principales de la vida en sociedad: …el mundo social ofrece a los humanos aquello de lo que más totalmente desprovistos están: una justificación para existir.[7]

Ser esperado, requerido (…) significa (…) experimentar, de la forma más continua y más concreta, la sensación de contar para los demás, de ser importante para ellos y, por lo tanto, en sí, y encontrar en esta especie de plebiscito permanente que constituyen las muestras incesantes de interés (…) una especie de justificación continuada de existir.[8]

Bourdieu incluso coincide con Pieper en la constatación de que esta capacidad “justificadora” de la sociedad, es una cualidad humana que remite al concepto de la acción creadora divina: El hombre es un ser sin razón de ser, poseído por la necesidad de justificación, legitimación, reconocimiento. Pero, como sugiere Pascal, en esa busca de justificaciones para existir, lo que llama >, o >, es la única instancia capaz de rivalizar con el recurso a Dios.[9]

Y la sociología acaba convirtiéndose, así, en una especie de teología de la última instancia: investido como el tribunal de Kafka, de un poder absoluto para dictar veredictos y una percepción creadora, el Estado, semejante al intuitus originario divino, según Kant, hace existir nombrando y distinguiendo. Durkheim, por lo que se ve, no era tan ingenuo como pretenden hacernos creer cuando decía, tal como hubiera podido hacer Kafka, que >.[10]

Más allá de la religiosidad o ausencia de ella, en el pensamiento de Bourdieu, es evidente la coincidencia con las dos tesis de Pieper: a Dios le corresponde la afirmación ontológica de la existencia y la sociedad que, en este último texto aparece cristalizada en la figura del Estado, continúa esa tarea en una acción de co-creación.

3. La miseria afectiva y sus consecuencias

 

La ausencia de amor, equivale a la falta de justificación, de aprobación de la existencia personal, en definitiva a la pérdida de la dimensión humana integral.

Dice Bourdieu: …no hay peor desposesión ni peor privación, tal vez, que la de los vencidos en la lucha simbólica por el reconocimiento, por el acceso a un ser socialmente reconocido, es decir, en una palabra, a la humanidad.[11]

Algo similar afirman Arregui y Choza, ahora desde la filosofía, y nos explican el por qué: La primera forma de miseria en la que el hombre puede encontrarse en el ámbito familiar, y todavía más si ese ámbito le falta, es la miseria del afecto. Como en la infancia el afecto familiar es el horizonte cuyo contenido pone en marcha el eros del niño, la falta de ese afecto significa la carencia de horizonte y, consiguientemente la parálisis del eros, es decir, el no desarrollo o el desarrollo en precario de las capacidades cognoscitivas, volitivas, afectivas, motoras, etc. del niño.[12]

Las conclusiones son similares a las que vimos más arriba. La miseria afectiva, la falta de experiencia del amor, conduce a una parálisis en el crecimiento de la persona; se denuncia el origen social de esta mutilación. Pero avancemos un poco más.

4. Miseria afectiva y violencia. Consecuencias sociales

 

Si el sujeto no se experimenta a sí mismo como alguien valioso, esto no sólo tiene consecuencias para su propia vida sino también para la de los demás, pues se torna incapaz de percibir el valor de todo alter ego. Esta frialdad heredada y reproducida es origen de la crueldad y la violencia.

T.W. Adorno, tratando de comprender el acontecimiento Auschwitz en el que la tecnología se puso al servicio de la aniquilación de los hombres, reflexiona:

El tipo proclive a la fetichización de la técnica está representado por hombres que, dicho sencillamente, son incapaces de amar (…) Trátase de hombres absolutamente fríos, que niegan en su fuero más íntimo la posibilidad de amar y rechazan desde un principio y aún antes de que se desarrolle, su amor por otros hombres. Y la capacidad de amar que en ellos sobrevive se vuelca invariablemente a los medios.[13]

Es conocida la absoluta sobriedad del pensamiento de Adorno, por lo cual tales afirmaciones adquieren un tremendo peso en su contexto.

La vida de este espíritu que se vuelca a los medios, no se limita al período histórico de la Segunda Gran Guerra, sino que sigue estando presente en la conducción de nuestro moderno sistema de organización: Lo que consterna en todo esto –digo >, porque nos permite ver lo desesperado de las tentativas por contrarrestarlo- es que esa tendencia coincide con la tendencia global de la civilización. Combatirla equivale a contrariar el espíritu del mundo (…). La sociedad en su actual estructura –y sin duda desde hace muchos milenios- no se funda, como afirmara ideológicamente Aristóteles, en la atracción sino en la persecución del propio interés en detrimento de los intereses de los demás. Esto ha modelado el carácter de los hombres, hasta en su entraña más íntima. (…) Los hombres, sin excepción alguna, se sienten hoy demasiado poco amados, porque todos aman demasiado poco. La incapacidad de identificación fue sin duda la condición psicológica más importante para que pudiese suceder algo como Auschwitz.”[14]

La concentración de la atención en los medios, que por definición son algo que no puede ser amado por sí si no en función de otra cosa, nos impide ejercitarnos en el verdadero amor: aquel que gravita con el peso de los valores. Nuestro amor es débil porque no lo arrastra aquello que es estimado imperativamente, sino que se desparrama en una horizontalidad instrumental.

La miseria afectiva que padece un sujeto, al ser él mismo tratado instrumentalmente, tiende a multiplicarse en la vida social. La violencia para con los demás reproduce un juego de espejos, refleja el desprecio por uno mismo que es a su vez consecuencia de la ausencia de la experiencia del propio valor debida al trato instrumental que sobre el sujeto han ejercido sus congéneres.

De ahí que Walter Benjamín sostuviera que los hombres que ejecutan un asesinato –aún en sentido simbólico, podríamos agregar- son asesinos de sí mismos en el momento mismo que asesinan a otros.[15] En la negativa a respetar el valor de los demás afirman la carencia de valor de su propia vida.

Conclusiones:

Así como el amor es confirmador y reproductor del bien, su ausencia, por la confusión axiológica que produce, genera y multiplica la violencia y la destrucción.

El tema de la afirmación de la existencia que realiza el amor interpersonal y la fecundidad de la libertad que posibilita, nos parece de importancia fundamental para alcanzar una mirada seria y adulta del ser humano y sitúa la afirmación acerca de la dimensión social del bien de la persona en su verdadera gravedad antropológica.

Valga el recuerdo de estas ideas de Pieper como nuestro sincero homenaje a su vida y su obra.

 

[1] Josef Pieper, Antología, Barcelona, Herder, 1984, p. 43

[2] Ibidem, p. 43-44

[3] Ibidem, p 44

[4] Edith Stein, Ser finito y ser eterno, Méjico, F.C.E., 1996, p. 451; 453
[5] Cuando el valor llama a alguien lo hace siempre del mismo modo: ordenando.J. De Finance, Ensayo sobre el obrar humano, Gredos, p. 321

[6] I, 87,4

[7][vii] Pierre Bourdieu, Meditaciones pascalianas, Barcelona, Anagrama, 1999, p. 315

[8] Ibidem, p. 317

[9] Ibidem, p. 316

[10] Ibidem, p. 323

[11] Ibidem, p. 318

[12]Jorge V. Arregui-Jacinto Choza, Filosofía del hombre, Madrid, Rialp, 1995, p. 414—415. Continúan en una nota al pié: Esta forma de miseria puede considerarse la más grave de todas porque es la menos reversible, dado que la maduración biopsicológica pertenece más al orden constitutivo que al orden operativo. Las caracterizaciones esenciales del hombre se hacen siempre respecto del hombre adulto, y no respecto del niño, porque el niño no es todavía un sujeto plenamente constituido. Por ello si esta constitución no alcanza a completarse es la reversibilidad misma del ser del hombre la que resulta impedida en algunos de sus ámbitos.

[13] T.W. Adorno, La educación después de Auschwitz, en Consignas, Bs. As., Amorrortu, 1973, p.1

[14] Ibidem, p. 92

[15] Ibidem, p. 95

Siete consejos para el filósofo realista noviembre 27, 2007

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siete propuestas tomistas

1. Hacer querer a Santo Tomás.

2. No imponerlo jamás. Esto implica la ausencia de toda “voluntad de poder intelectual” en su enseñanza. Tanto en la “voluntad de poder intelectual” en sus formas directas como indirectas, más “políticas y “diplomáticas”, pero no menos impropias.

3. Ver bien la verdad que él ve, y a su vez, hacerla ver. Esto quiere decir vivir plenamente la primacía de la contemplación, que es inseparable de la actitud realista, esto es, del contacto nutricio con lo que de veras existe (óntos ón).

4. Esto dispone a hacerse otro en cuanto que otro (fieri aliud in quantum aliud). Y el que se hace otro en cuanto que otro, también puede descubrir las razones que estan en el otro punto de vista y se halla en condiciones óptimas de encontrar el lenguaje que al otro le llega.

5. De ahí que se hace factible el diálogo benévolo, en el cual se plantean las preguntas y se formulan las respuestas “sin envidias”, según dice Platón (Carta VII, 344 b-c). un diálogo distinto no serviría a revelar mejor la verdad.

6. De esta manera se evitarían las actitudes epigónicas. “Epígono viene del verbo “epigi¢gnomai”, que significa nacer al lado y no en el centro de algo, lo que, en cambio, expresa el verbo opuesto “engi¢gnomai”.

7. O, dicho con otras palabras, practicar sin reticencias y con libertad interior la actitud especulativa, y no sucumbir al invadiente filologismo que por su dinamismo intrínseco suele cerrar el acceso a los problemas que son realmente actuales. Practicar, según enseña el doctor Angélico (en “De caelo et mundo”, 1,22) la norma en que en la filosofía no interesa “lo que pensaron los hombres, sino como está la verdad de las cosas” (quid homines senserint, sed qualiter se habeas veritas rerum).

ENSAYOS SOBRE LA VERDAD julio 29, 2009

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Dos ensayos acerca de la verdad – Dr. Emilio Komar

 

 (A) La vitalidad intelectual

 El curso completo esta dividido por cinco capítulos que hacen a las cinco reuniones en las que se expresó el mismo. A continuación expondremos los mismos aunque nosotros nos dedicaremos a los dos últimos tan sólo: 1. La paradoja del órgano como obstáculo; 2. Una enseñanza medieval: natura naturans, natura naturata; 3. Los hábitos y la formación intelectual; 4. El conocimiento apasionado; 5. Espíritu de verdad y espíritu de posesión.

 El conocimiento apasionado:

 Conocimiento y afectividad.

El alma en el hombre anima no solo las funciones espirituales, es decir, racionales, sino también funciones vegetativas y anímicas. No solamente emerge de manera consciente de todo el ser humano sino que queda sumergida en lo hondo del organismo. Decimos con toda el alma cuando el hombre vive de un modo pleno una realidad, un problema, una circunstancia y se compromete frente a ella.

Así también se puede hablar de un conocimiento apasionado, pues quien conoce es todo el hombre a través de la inteligencia y de los sentidos. Es el hombre total quien participa del conocimiento y el alma es la que vibra en todas sus dimensiones. Es imposible verdaderamente conocer, sin que el hombre sienta lo que conoce: cuanto más hondo es el conocimiento, más vibra toda la realidad humana en él. Por eso el auténtico conocimiento es necesariamenteapasionado.

Muchas veces se dice que es preferible orar con prescindencia de lo afectivo, con frialdad, y al decir esto se comete un gran error. Sin duda la pasionalidad puede perturbar el conocimiento, pero esto sucede cuando el objeto de la misma no coincide con el objeto de conocimiento, es decir, cuando el hombre se encuentra bajo el efecto de la ira o de otra emoción. Pero cuando la vibración pasional coincide con el objeto del conocimiento, no hay ninguna perturbación. Ejemplo de esto es la exclamación admirada y apasionada de Alfred North Whitehead, acerca de “la divina belleza de las ecuaciones de Lagrange”, mientras que estudiaba con gran interés un tema de su especialidad.

 La voluntad apasionada.

Por otra parte, no todo lo que se llama pasional es estrictamente tal. Se llama pasional en sentido propio a la afectividad sensible, pero hay que tener en cuenta que también existe una conmoción espiritual, la voluntad racional vibra. La voluntad humana no es inconmovible sino esencialmente conmovible.

Antonio Rosmini distingue dos aspectos de esa potencia: la voluntad afectiva y la voluntad efectiva. La voluntad siempre recibe un primer impacto de la realidad, de lo que los modernos llaman valor, o en términos clásicos del bien. La vivencia valoral no es otra cosa que la reacción de la docilidad de voluntad afectiva, de la voluntad espiritual, racional, frente a los valores de lo real.

Algunos pensadores modernos han elaborado una teoría de los valores, en la que la voluntad tiene un lugar muy apartado, se halla fuera de la vivencia. Para ellos la voluntad es solamente voluntad efectiva: es la que domina al hombre y lo empuja a ejecutar una acción. Pero la voluntad también es capaz de vibrar ante los valores, es también voluntad afectiva. Y esta reacción primitiva de la voluntad anterior a toda decisión, es también un acto espiritual. En el hombre hay muchos actos espontáneos que son de naturaleza espiritual, pertenecen a lo que la antigua escolástica llamaba: voluntas ut natura, la voluntad como naturaleza, en contraposición con la voluntad deliberada, o voluntas ut ratio.

 Las pasiones iluminadas por el conocimiento.

 La apertura del hombre a lo real es el punto de partida para el desarrollo de una vida plenamente humana. Apertura y docilidad son actitudes insoslayables, que permiten la sensibilidad, tomando este término en sentido amplio, que incluye lo pasional y lo espiritual. Es imposible ser inconmovible frente a la realidad natural, pues, por ser creación, está llena de valores y logos, por lo tanto nunca nos deja indiferentes.

El despliegue de la propia esencia se consigue a través de los actos humanos rectos que, a su vez van formando hábitos buenos, es decir, virtudes. También hay en el trabajo de la vida ética, en los actos humanos, momentos de rectificación, y de autodominio. Este último aspecto fue el que figuró en primer lugar en algunos pensadores griegos, principalmente entre los estoicos: la encráteia. Para ellos el hombre debía ser dueño de sí mismo, de sus emociones, para ello no debí conmoverse por nada, no podía permitirse ninguna expresión sensible. En la edad moderna, el racionalismo que identifica al hombre con su razón, vuelve a desvalorizar la pasionalidad del hombre; esta constituye una capa inferior del ser humano que debe ser eliminada. En el campo de la ética renace el ideal estoico. Hay páginas acerca de la afectividad del gran racionalista alemán Cristian Wolff, que son tremendas, verdaderamente inhumanas. Lo óptimo es el hombre insensible, , la sensibilidad debe ser aplastada, eliminada, anulada. La única virtud para ese racionalismo ético, de raigambre estoica, era la del autodominio, la encráteia de los griegos.

El ideal al que hacemos penetró en la práctica cristiana a causa de la excesiva asimilación de la filosofía del momento, por algunos autores espirituales.

Santo Tomás siguiendo a Aristóteles, enseñaba que el puro autodominio significaba una percepción muy vaga, pues el puro freno de la espontaneidad afectiva, tiene algo de virtud y mucho de vicio. Tiene algo de virtud porque quien se domina no hace prevalecer sus impulsos pasionales acríticamente, hace prevalecer la razón. Pero a la vez tiene mucho en común con el vicio: comparte la vehemencia de las pasiones, es decir, las pasiones no han sido transformadas por la luz de la recta razón y por la voluntad ordenada, sino que simplemente han sido aplastadas. Se ha producido lo que modernamente se llama represión, refoulement. Sólo se alcanza un orden extrínseco, que en cualquier momento puede explotar por la presión de lo interiormente desordenado, y eso es lo que ocurre en los estados típicos de refoulement.

La virtud, en cambio, como la concebía la tradición clásica aristotélico-tomista, bernardina, tiene que ser hilemórfica, acorde a la naturaleza humana psico-física. Si el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, ninguna perfección humana puede ignorar este status fundamental del hombre. La verdadera virtud necesita comprometer o incluir todo el material pasional en el quéhacer ético. El virtuoso no es aquél que aplastó sus fuerzas pasionales, sino el que las ordenó. El pecado original desordenó la vida pasional que naturalmente tiende a obedecer a la razón.

 La vida pasional no es un obstáculo para la vida intelectual.

Passiones sunt anturaliter oboedibiles rationi. Las pasiones son naturalmente obedientes a la luz natural de la razón. Esta es una tesis de la doctrina tomista tradicional, y significa lo siguiente: las pasiones no son hostiles al orden. Todo lo contrario: una pasión que está desordenada nunca llega a su estado natural de virtud.

 La pasión se llama así porque es un padecimiento. En latín, passio, significa padecimiento. La pasión es un efecto de un pathos que viene de afuera, nos encuentra en una actitud pasiva y por eso uno se apasiona activamente. Este aspecto pasivo de la pasión escandalizaba a los estoicos y a los iluministas en general, pues no se admite que un estado anímico tenga origen fuera de la propia iniciativa. Lo que escandaliza, entonces, es la heterogeneidad, no la jerarquía moral.

 La pasión cuando es ordenada, es objetiva y unitiva. Objetiva significa aquí realista, adecuada a la realidad de las cosas. Lo real nos produce un impacto, nosotros lo padecemos, y en cierto sentido nos unimos a esa realidad objetiva. Toda pasión, todo afecto vivido, nos hace experimentar un vínculo, o, tratándose de un afecto negativo, un rechazo de vinculación.

 Las pasiones no son hostiles al orden. Una afectividad es ordenada cuando es adecuada, proporcionada a la realidad de las cosas. Aristóteles en la Ética a Nicómaco, afirma que un temor es recto, cuando se teme el peligro en la medida que es temible, ni más ni menos. Y cuando define al hombre temperante dice que es aquél que goza cuándo debe, cómo debe y en la medida que debe.

Las pasiones son obedientes a la luz de la razón: solamente por la luz de la razón, pueden llegar a su estado de plenitud natural. Este es un aspecto importante de la condición del hombre, que hoy debe ser tenido en cuenta por la psicología profunda. La luz de la razón y la fuerza de la voluntad recta, tiene que impregnar siempre las capas más hondas, más profundas y más ocultas de nuestra sensibilidad. De esta manera el hombre, unificándose se simplifica. Podemos pensar, que en la gloria, el hombre va a llegar a tener su perfección simplificada, lo que va implicar la mayor unidad posible dentro de los límites de la esencia humana. Entonces, esa gran unidad se hará imposible sin un cuerpo transfigurado, es decir, dentro de la totalidad del ser humano., comprometida en el gozo de Dios. La vida virtuosa es como una débil prefiguración de aquella unidad simplísima que será la última perfección en la gloria.

En consecuencia, la pasionalidad, la sensibilidad, no tienen que ser excluidas sino ordenadas. Incluirá un momento de lucha para lograr el orden, pero es una lucha más dura, más tenaz, más paciente y fecunda que la que se necesita para reprimir y aplastar a las pasiones.

En la vida moral, sustituir la práctica de las virtudes por el autodominio obstaculiza la apertura a lo real, y si el hombre no conoce la verdad de las cosas, no puede llegar a ser recto. Obrar rectamente significa obrar según la recta razón y esta es aquella que se guía por el orden de lo real. Cuando falta una actitud de atención a la realidad, se pierde desde el inicio la rectitud de la voluntad. En la medida que el hombre no esté en contacto con la realidad objetiva, ya deja de ser recto pues la rectitud de la voluntad proviene de la inteligencia.

 Realismo cognoscitivo y realismo afectivopasional.

Es, por lo tanto, necesario una apertura cognoscitiva que nos permita ver cómo están las cosas, para poder luego querer aquello que indica la realidad. De este modo se gesta un amor recto y lúcido, no un amor ciego. Así como la fe pide la inteligencia –según señala San Anselmo–, el amor también la solicita. Por eso San Agustín también usa la expresión amor bene discernens, es decir, amor que discierne bien, amor que es crítico en sentido positivo. El amor pide luz y la luz intelectual al presentar mejor al ser amado, hace posible también amarlo mejor.

El hombre tiene por naturaleza esa capacidad de abrirse a lo real, conmoverse por su sentido profundo, y obrar en consecuencia. Concebir a la persona como un ser inconmovible es deshumanizarlo, y pensar que es sólo conmovible en el sentido de las pasiones sensibles es desfigurarlo.

Santo Tomás de Aquino escribió una cuestión en la Summa Theologica, donde se pregunta si la insensibilidad es pecado y responde afirmativamente.

Para grandes autores idealistas el hombre insensible ha sido un tema central y ha sido llevado al terreno de la educación durante varios siglos. Esta incapacidad de conmoverse es falseada a menudo bajo el ropaje de sensatez. Una persona sensata es la que no se conmueve. Nada más ajeno a la naturaleza humana. Hay un conmoverse ordenado de la persona, que se alcanza con el ajuste al orden real. Si hay realismo cognoscitivo, habrá también realismo afectivo y realismo volitivo, porque todas las potencias del alma tiende a sujetarse al estado real de las cosas para alcanzar su plenitud.

La sensatez no está en la inconmovilidad afectiva, al contrario, no conmoverse frente a aquello que debe conmovernos constituye un gravísimo defecto y a la larga, insensatez. Las ciencias, las artes, la filosofía, requieren la fuerza de una afectividad recta. Albert Einstein al referirse a Max Plank, el fundador de la física cuántica, dice: “Muchas veces he oído que sus compañeros tienen la costumbre de atribuir esa actitud (refiriéndose a la inmensa paciencia y persistencia en la investigación), a sus extraordinarios dones de energía y disciplina. Creo que están en un error. El estado mental que proporciona en este caso el poder impulsor, es semejante al del devoto o al del amante. El esfuerzo largamente prolongado no es inspirado por un plan o propósito establecido. Su inspiración surge de un «hambre del alma»”. En otro lugar el mismo Max Plank, habla del inmenso gozo que él experimentaba siempre, cuando de un caos de datos surgía la más sublime armonía de leyes físicas. Justamente este gozo frente a la armonía constituye, el mayor estímulo para el investigador.

 El entusiasmo en la vida intelectual.

 Platón enseñaba que es imposible alcanzar ningún saber, menos aún, un alto saber como es el filosófico, el de la sabiduría, sin entusiasmo. La etimología de entusiasmo, está muy olvidada. Entusiasmarse significa, llenarse de Dios. Esto es literalmente posible, pues la realidad es creada por Dios, tiene un contenido divino. Es a lo que apuntaba San Buenaventura cuando afirmaba que todas las cosas hablan de Dios. Esa presencia divina en las cosas es lo que maravillaba a Max Plank y de la cual habla Einstein como el objeto que puede saciar el hambre del alma, de gozar de la maravilla, de la armonía de las leyes de la naturaleza. Cuando contemplamos ese contenido íntimo de las cosas, damos con algo divino, y esa realidad divina penetra en nosotros y es la causa de nuestro entusiasmo porque nos llena de Dios. Por lo contrario, cuando las cosas son meros objetos, amputados de ese fondo divino, se convierten en nociones, conceptos y fórmulas manipulables.

Cuando el conocimiento es profundo contiene un gran entusiasmo. El realismo es inseparable de cierto entusiasmo. Cuando conozco me hago otro en cuanto otro, no reduzco  lo otro a un concepto mío, sino que implica una entrega a la cosa. El conocimiento realista exige que nosotros nos entreguemos a lo real, para que la realidad nos llene con su logos. Aquí se encuentra el verdadero sentido de la expansión, del conocimiento.

La capacidad de hacerse otro en cuanto que otro, permite la endopatía o envivenciación: la conmoción por la riqueza de la creación. De este modo, lo cognoscitivo y lo afectivo de manera alguna se excluyen sino que viven íntimamente relacionados.

Inteligencia y amor: una raíz y destino común.

 Como dice el metafísico catalán Jaime Bofill y Bofill, lo importante no es contraponer la inteligencia a la voluntad sino reconocer su común raíz y su común destino. Su raíz común en el ser humano y antes en Dios, y su destino común en Dios. Pues no son dos modos distintos de acceso a Dios sino dos aspectos rigurosamente complementarios de un dinamismo por el cual la persona busca alcanzar a Dios.

Toda la realidad proviene de las manos de Dios, porque la creación es pre-pensada y pre-amada por Él. Luego, lo real inspira interés intelectual pero a la vez, estimula nuestra capacidad de amor. por eso las cosas hondamente conocidas terminan por ser amadas y las cosas de veras amadas, terminan por ser bien conocidas, porque el amor postula la luz, ya la luz, el amor.

Se trata de una común raíz porque el ser, lo que hay, lo existente, incluye en sí la actualidad que lo hace existir y repercute sobre nuestra capacidad cognoscitiva, iluminándola.

La raíz es común pero también lo es la finalidad, el destino, porque todo lo que se nos impone cognoscitivamente, en el fondo también busca imponérsenos afectivamente. Es destino de toda la realidad es Dios. Si la realidad es creación, cuando más se estudia la realidad y más se trata de entenderla, más se la ama y más cerca se está de Dios.

Espíritu de verdad y espíritu de posesión.

a) Estructura dialogal de la realidad.

 Omnis res duos intellectus constituta. Toda la realidad está situada entre dos inteligencias, dice Santo Tomás. De este modo, un ser natural creado por Dios se encuentra entre la inteligencia de quien lo conoce y la inteligencia de Dios que lo creó. También las cosas hechas por el hombre: una obra de arte, una artesanía, un escrito, una palabra, y una carta, cualquier cosa hecha por el hombre, está puesta entre dos inteligencias: la que la concibió y la ha hecho, y la inteligencia de aquel que la conoce o puede llegar a conocerla. Podemos decir entonces que todo conocimiento tiene una estructura dialogal. Cuanto más inteligencia tuvo el creador, tanta más luz tiene la cosa y tanto más puede iluminarnos.

 Omnis res duas voluntates constituta. Toda cosa esta constituida también entre dos voluntades, entre dos corazones. Un corazón que amó la cosa y la realizó, y por eso la cosa resulta amable, atractiva, o como dicen los griegos, agapetón. Si una cosa ha sido hecha sin amor, difícilmente inspira amor a alguien. lo que ha sido hecho con amor es atractivo a los otros: ya sea una carta, un plato de comida, o una obra de arte. El amor también tiene una estructura dialogal y a través de esa estructura se produce un dinamismo unitivo.

La nuestra es, pues, una visión de la realidad absolutamente personalista, el universo es revelación de un ser divino personal a las personas humanas.

Todo conocimiento por su parte, es unitivo también por otra razón: por aquello que dijimos acerca de que, conocer es hacerse otro en tanto que otro. conocer es salir de sí mismo, encontrar una expansión, una realización, hacerse otro en tanto que otro y olvidarse de sí. El conocimiento realista se une al objeto, del mismo modo que la afectividad. Una theoría ton ónton, una contemplación de las cosas, debería estar acompañada de esta dimensión de simpatía.

El inmanentismo, tanto cognoscitivo como afectivo, en cambio, es una tortura de Tántalo, pues mientras el conocimiento nos empuja a hacernos otro en tanto que otro y la afectividad a asimilar aquello que esta fuera de nosotros, esta doctrina considera ilusoria la posibilidad de un dinamismo intencional.

Así como la inteligencia y el amor tienen una raíz común que es el ser, y un último análisis, el fundamento de todo los seres que es Dios, así también la inteligencia y el amor, tienen un común destino: una unitio, una unión con el ser, con los seres y a la larga con Dios.

 b) El sentido del ser y el sentido de la posesión.

 La vida intelectual y la vida afectiva necesitan una disposición previa a sus actividades, que podríamos llamar con Marcel de Corte, sentido del ser:

 “Entendemos por el sentido del ser o sentido metafísico esta disposición íntima del conocimiento humano, hecha de un espíritu encarnado en la vida, por la que el hombre entra en contacto amistoso y fraternal con las cosas y las personas que lo rodean, no solamente en su materialidad bruta y en su representación sensible, o en tanto símbolos de un mundo superior, sino en cuanto realidades singulares –ex–sistentes–, porque son como el hombre mismo, independientes de él y provistos de esta perfección indefinible e inconceptualizable que es el existir”.

El conocimiento humano no es el de un espíritu desencarnado, abstracto, o sólo racional, que se mueve entre ideas. De ahí que la actitud racionalista sea contraria al sentido del ser. Otra actitud afín y contraria el sentido del ser es el pragmatismo, que lleva a una indiferencia por el valor en sí de las cosas más allá de su utilidad. Es difícil transmitir el impacto existencial desde las nociones, o a una actitud pragmática. Este se transmite más bien desde la vida. Cuando se vive la realidad de las personas, los animales, o las plantas y se goza de ellos, se conoce el sentido de la existencia de lo singular.

Es difícil llegar a la existencia desde el esencialismo, decía Hôlderin, quien pensó lo más hondo ama lo más vivo; pues lo más hondo es la existencia, es el gran misterio y la gran maravilla. La realidad es esencialmente y existencialmente profunda.

La verdad se apoya en el ser, y como el ser creado participa del Increado, del mismo modo la verdad creada, limitada, participa de la Verdad ilimitada, increada. En el devenir y la multiplicidad de este mundo, participamos así, en fragmentos muy pequeños y efímeros, de la Verdad infinita e ilimitada, poruq esa Verdad es Dios, es fuente de todo ser y de toda verdad. de ahí que San Agustín afirme: “Esa Verdad no puede dercirse tuya, ni mía, ni de nadie, sino que pertenece a todos los que ven realidades invariablemente verdaderas. Es el fulgor secreto y público que de arte maravillosos esta presente a todos y a todos se comunica.”

 Ese secreto es inagotable y de allí brota la fuente de la verdadera posibilidad de expansión de la vida intelectual. Concebir a un ser es re–concebirlo, entender algo de aquel Conocimiento que le dio a la existencia.

El espíritu de verdad supone el sentido del ser. La verdad como adecuatio, adecuación –u omoíiosis, del griego también adecuación–, implica el sentido del ser, en tanto conciencia de la infinita posibilidad de adecuación. Nunca acabamos de conocer, de entrar en la luz que proviene de la existencia d lo real. El conocimiento es una amistad, infinitamente perfectible.

 Este sentido del ser lleva al que el verdadero conocimiento sea un borrase ante el objeto. A la transmutación de la tendencia a dominar las cosas mediante el conocimiento, por una actitud subjetiva de admiración y docilidad.

 Cuando la realidad es vivida en el conocimiento y en el amor, no es difícil olvidarse de sí mismo. El conocimiento y el amor son naturalmente ex–táticos.

 El sentido de posesión es lo opuesto al sentido del ser. Estas dos actitudes son incompatibles. No se pueden poseer los conocimientos del mismo modo que los bienes materiales. En este caso, la vitalidad intelectual disminuye. Los conocimientos que son exteriores, como los bienes materiales, son inútiles. Inflan el espíritu, como dice Lavelle, en lugar de esclarecerlo.

Una visión cosista impide tener una relación vital con los seres. Por este camino se introduce la muerte, porque la muerte significa ausencia de vida. O una muerte relativa, –como afirma el existencialismo– que es la angustia, sentimiento de muerte, muerte parcial, de un sector de nuestro ser que despierta angustia.

La actitud del haber, en términos de Marcel, impide por lo tanto, esa complicidad con el Creador, esa relación dialogal y el mundo se despersonaliza, se cosifica y objetiviza en sentido estricto.

El primitivo animismo tuvo como contrapartida una exaltación de la vitalidad afectiva. Hoy en cambio estamos orgullosos con nuestra civilización del haber en la que se trata todo como cosas, incluso a los hombres, a pesar de que esto signifique una involución a nivel espiritual. La industrialización lleva a la despersonalización. La mentalidad del haber, es una mentalidad de la avidez, de adquisición y de avaricia, incluso en el campo de las ideas. De ahí que Maritain relaciones el racionalismo con el espíritu burgués. El espíritu de conquista impide apreciar la belleza, el bien y la verdad de lo real, lo no útil. Por el contrario, según Mounier, el sentido vivo de un don recibido, de una revelación es inseparable a toda experiencia intelectual auténtica. Y la generosidad no es otra cosa que la respuesta irreprensible que el don da al don, lo gratuito a lo gratuito. Esta tesis de Mounier, por sorprendente que parezca, no está tomada de un libro de filosofía, sino del Tratado del carácter, en el que se pregunta por el modo de funcionar de la inteligencia.

Emparentado íntimamente con el espíritu de posesión, está el espíritu de dominio. El espíritu o voluntad de poder constituye una tremenda ilusión de vitalidad. Heidegger en un libro sobre Nietzsche, hace un análisis de los antecedentes de la voluntad de poder nietzscheana. Descubre antecedentes en el romanticismo e idealismo alemán. Un antecedente se encuentra en el romanticismo alemán, en la idea de voluntad de vida, y en la concepción de Fichte sobre la voluntad de voluntad. En última instancia la voluntad de poder es voluntad de voluntad, pues la voluntad misma es un poder. Hay voluntad de poder o voluntad de voluntad, donde no hay voluntad propiamente dicha. Es cuando el hombre autónomamente quiere poner en marcha un proceso. La voluntad humana en realidad no se mueve a sí misma en su dinamismo natural, sino que su espontaneidad, es respuesta al valor presente en las cosas.

Nuestra libertad no consiste en crear de la nada una corriente de voluntad y de poder, sino en escrutar los distintos estímulos que recibimos y elegir entre ellos, dando primacía a los más valiosos, a los más rectos.

La educación de la voluntad no debe limitarse a la voluntad deliberada, sino que debe atender también al primer movimiento espontaneo de la voluntad, a su poder ser atraída por el valor de las cosas. Las buenas decisiones no arrancan de la nada sino de la atracción de los valores, de la repercusión del ser sobre nuestra afectividad. Cuando el hombre se cierra a lo real, disminuye la atracción de los valores que es la verdadera fuente de vida afectiva.

La verdadera fuente de vitalidad es la realidad de las cosas: el alma humana anhela el ser, decía Platón; Hôlderin, quien pensó lo más hondo ama lo más vivo. Todo lo que desontologice lo real, peca contra la vida, impide el natural acceso al logos intrínseco de las cosas, impide que seamos fecundos por él. El hombre, como dijimos, es un ser hambriento de logos y se siente a gusto cuando su vida cotidiana esta llena de sentido y sufre por el contrario cuando choca con el absurdo y con la superficialidad que desorientan y debilitan la vida.

 (B) La verdad como vigencia y dinamismo

El curso completo esta dividido por 19 temas en los que se expresó el mismo. Sólo trataremos los siguientes: Valor y vigencia, Conversión a la verdad, La verdad es inexorable, Tolerancia, Verdad y Presencia. Sobre los temas pertinentes únicamente expondremos fragmentos significativos. 

Valor y vigencia 

El contacto con la realidad es contacto con el ser real, con lo que de veras existe, con algo firme y no ilusorio. Si la realidad fuese solamente un conjunto de hechos en los cuales no encontramos ningún sentido, sería difícil entonces, hablar de verdad. si fuese un conjunto de hechos tomados empíricamente, nominalísticamente, carentes en sí mismo de orden, de jerarquía, de sentido, obligaría al sujeto a elaborar una jerarquía para aplicarla a esta realidad, y poder así organizarla desde afuera.

Pero aquí no convienen mucho hablar de verdad, porque la verdad ha sido fácticamente construida. Pero a esta verdad fáctica carece de sentido intrínseco, y así carece de valor. Porque donde hay sentido hay valor y donde hay valor hay sentido. Pongamos en lugar de valor la palabra vigencia, porque valor es aquello que vale, que es vigente para nosotros o para los demás. (…)

Si, no vea el sentido de las cosas, ni su valor, mi mente carecerá de alimento, no se desarrollará, no vivirá, y mi voluntad y mi afectividad no se sentirán estimuladas por la atracción de los valores. Se creará, si es lícito decir, un problema energético: todas las cosas serán medios para mi, y el único valor, quizás, que surgirá en ese desierto de valores, seré yo mismo. (…)

Para Edith Stein, el hombre vive en un conjunto de sentidos, que es también, un conjunto de vigencias. Pero vigente es aquello que de verás existe. (…)

El título de esta charla es “La verdad como dinamismo y vigencia”. Dinamismo significa que hay una tendencia, una voluntad que busca permanentemente la verdad. que el hombre, por más que no quiera saber nada de la verdad, no puede sino buscarla. Pero vista la interioridad desde afuera del hombre, como mirando adentro suyo, lo que es verdadero, es vigente en él y lo que no es verdadero no es vigente, no tienen ninguna consistencia. El hombre no crea el mundo de la nada, sino que amplía la Creación Divina, la explícita. En la medida en que se ilusiona y viva en el aire, puede resistir un tiempo, pero a la larga su personalidad se desploma porque no puede sostenerse fuera de la verdad. la verdad es una vigencia, lo que de verás es vigente; las puras modas y los puros usos sociales son falsamente vigentes (…). lo que el hombre necesita es descansar sobre algo, estar seguro. Por eso busca la verdad en el conocimiento científico, religioso, político. Quiere llegar a la vigencia porque todos los envoltorios, los embellecimientos, se caen, y no interesan. En el fondo al alma humana le interesa el ser, lo que de verás es.

 Conversión a la verdad

 ¿Pero a qué se convierte el hombre? Fundamentalmente a la verdad. tiene que salir de sí mismo, para encontrarse, salir de su encapsulamiento. Hay dos actitudes cognoscitivas fundamentales: una, dominante que es la de Kant, donde “la razón tiene que presentarse a la naturaleza llevando en una mano sus principios, los únicos que pueden dar a la concordancia de los fenómenos la autoridad de leyes. La razón pretende darse a la naturaleza no como un escolar que se deja enseñar a voluntad del maestro, sino al contrario, como el juez en funciones que obliga a los testigos a responder a las preguntas que les hace”. El hombre pregunta, exige, saca cosas, él manda. En cambió, Hegel en la “Enciclopedia de las ciencias filosóficas” cuando habla de la atención, dice: “La atención exige ante todo un esfuerzo, porque el hombre cuando quiere comprender un objeto debe hacer abstracción de todas las cosas que a miles se agitan en su mente, de sus intereses habituales, hasta de su propia persona, para dejar dominar en él mismo sólo las cosas. La atención contiene, entonces, la negación del propio hacerse valer y concederse únicamente a las cosas, dos momentos necesarios para la perfecta eficiencia del espíritu”. Esta es la actitud de verdad: no querer dominar, imponerse, no sacar de la realidad lo que me interesa, no obligar a la realidad a que me conteste mis preguntas, sino entregarme al sentido de las cosas, descubrirlo y descubriendo el sentido de las cosas, descubrir el mi propio sentido. (…)

 cuando nuestros deseos se dirigen a algo que es poco lúcido, poco claro, no pueden sino confirmar una tendencia indefinida y desmesurada por esencia. Todo el pan de este mundo no nos puede satisfacer la sed, pero unos vasos de agua sí, nos aplacan la sed. Lo que no es propio para apagar la sed, no puede aplacarla aunque este en cantidades infinitas…

 La verdad es inexorable

 La inexorabilidad  de la verdad crea a menudo situaciones difíciles: uno tiene que decidir, de tomar posición, optar. Entonces es preferible quitarle a la verdad el carácter de inexorable. Sin embargo, en la vida las decisiones fundamentales están hechas sobre la base de opciones acerca de las verdades inexorables. (…) Es el carácter inexorable de una decisión, de una verdad que hay que acatar lo que nos obliga a vivir plenamente.

Siempre hay una cierta irresponsabilidad infantil, la de no enfrentar los problemas de la vida. El hombre madura enfrentando las responsabilidades y si rehuye a sus responsabilidades su maduración no progresa.

 Tolerancia

Erasmo dio una nota negativa a lo que significaba la tolerancia: para él consistía en nunca compromenterse a algo, nunca aceptar riesgos grandes, ni enfrentar nada. Komar nos da otra y más auténtica perspectiva sobre lo que hay que hacer.

 La tolerancia en sentido realista significa dos cosas. En primer lugar, tolerancia con respecto a lo diverso y lo distinto. El mundo es muy diversificado, los hombres son muy distintos entre sí. (…) Cuando nos encontramos con algo distinto, tenemos que ser tolerantes. La tolerancia es el precio de la amplitud y la persona que no soporta lo distinto termina encerrándose en lo mismo, no ve nada, porque lo distinto no siempre es interesante, no siempre nos calma, al revés, es a menudo chocante. El que reacciona así se refugia en la sonrisa, porque toma el patrón de dos o tres ideas que tiene en la cabeza como patrón universal. En el fondo no tiene paciencia, porque la tolerancia es una forma de paciencia. Hay que aprender a tolerara lo otro, lo distinto.

El segundo campo es la tolerancia de la miseria humana, lo defectos que tenemos, nuestros vicios, nuestras deslealtades. (…) Las miserias son muchísimas y no es fácil ver al realidad tal cual es. Quien vive realísticamente tiene que ver sus defectos propios , los de su mujer, los de su mejor amigo, y no tiene que asustarse con la traición. (…) …hay que contar con la miseria y para esto se necesita mucha tolerancia.

 Hay una tolerancia más del tipo eramista que considera que ninguna verdad es verdad, solamente hay distintas interpretaciones. (…) Decir esto me dispensa de adoptar una actitud y me dispensa de tomar una decisión. Así puedo seguir en un cómodo neutralismo que no se puede decir que sea muy útil al hombre sino que más bien, podría ser muy perjudicial. Como decía Kierkeggard: “Donde nada se decide, nada pasa”. Allí no hay un centro. (…) La persona humana es un centro o de lo contrario no es persona humana. Hay que decidir sobra las cosas que la vida nos trae delante de la nariz y sobre las cuales tenemos que pronunciarnos…

 

Verdad y Presencia

 

Si no hay verdad, hay fuga. Es decir, el que miente sabe que miente, entonces conoce la verdad. aquél que no conoce la verdad no miente, sino que está en el error, está confundido: por esta razón el mentiroso no puede instalarse en sí mismo, no puede estar en sí, porque en la interioridad, estando sólo consigo mismo, es muy difícil sostener la mentira, y por eso la mentira sólo puede ser sostenida frente a los demás, frente a terceros. (…) La falsedad termina siempre en lo externo, fuera, entonces uno no esta presente a sí mismo, y por esto mismo no puede estar presente al otro. La verdad fundamenta la presencia y si no hay verdad no hay presencia. (…)

El problema de la presencia es cuestión de vida o muerte. La vida humana se lleva a cabo en la presencia y sin la verdad no hay presencia y sin presencia no hay vida humana.

 Entonces, diremos que si la verdad es a l presencia y ésta es a la verdad, entonces, si la presencia es a la vida humana, la vida humana es a la verdad. Estas relaciones nos regalan tres principios: la presencia es a la verdad; la presencia es a la vida humana y la vida humana es a la verdad. la interpretación es simple: en la medida de que el hombre este en su interioridad, es decir se encuentre en paz con uno mismo, conozca lo propio de cada uno, sólo así estará presente con su ser, estará seguro de permanecer en la verdad, y por sobre todo será lo que es: un ser humano atento, recto, y verdadero.  


El autor de ambos es Emilio Komar, el primero fue dictado en 1966 y el segundo 1978. Aquí expondremos algunos puntos de estos dos magistrales cursos de filosofía.

 El subrayado al igual que las negritas de la totalidad del fragmento es mío, es decir del Prof. Rodrigo Martínez Casás y no del texto en cuestión. 

Del Prólogo del libro de Max Plank, ¿A dónde va la ciencia?

 Marcel de Corte, Philosophie des moeurs contemporaines, Bruxelles, 1994, p. 50

lderin, Gedichte, Aubier, París, 1943, p. 153

 San Agustín, De libero arbitrio, 2, 12, 33

 emmanuel Mounier, Traité du carateré, Du Seuil, París, p. 643

 cfr. Kant, Crítica de la razón pura, prólogo a la segunda edición. 

 Parágrafo 448.

 Dicese: inflexible, implacable, dura, inapelable.

RESUMEN PARA EL PARCIAL DE IEU DE 3° A octubre 29, 2008

Posted by Rodrigo Martínez Casás in Filosofía General.
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EL HOMBRE COMO SUJETO DEL SABER Y HACEDOR DE LA CULTURA

1. Qué es el hombre

El hombre es un animal, primeramente; y en segundo lugar, el hombre es un animal raro de especie única

1.1. Jerarquía de los entes/vivientes:

  • Inanimados: Entes corpóreos sin vida, ni interioridad, cerrados en sí mismos.
  • Animados (los vivientes son animados por que poseen alma):
    • Dotados de vida vegetativa: (primer grado de vida) Solo realizan las funciones vitales: nace, crece y se reproduce. Carecen de sensibilidad.
    • Dotados de vida vegetativa y sensitiva: (segundo grado de vida) Poseen aparatos locomotores, están dotados con sentidos, son capaces de sensaciones o conocimiento y de apatito instintivo o sensible.
    • Dotados de vida vegetativa, sensitiva y espiritual o racional: (tercer grado de vida). Es un ente corpóreo viviente y sensible, es capaz de conocimiento intelectual (inteligencia) y de apetito volitivo o espiritual (viene de voluntad, y esta de libertad)

1.2 Noción filosófica de la vida

La vida se manifiesta por un movimiento espontáneo e inmanente.

  • Espontáneo: Todos los actos o cambios brotan del propio ser.
  • Inmanente: Permanece en el ser.

1.3. El alma como causa de vida

Alma: Principio de vida y movimiento. Es un principio inmaterial para organizar los componentes corpóreos del organismo en una unidad.

Según Aristóteles “El alma es aquello por lo cual, primeramente vivimos, sentimos, cambiamos de lugar y entendemos”.

Espíritu: Un principio de ser y de obrar superior e inmaterial. Está por encima de lo corporal y material.

1.4. La composición esencial del hombre

El hombre es un animal raro, de especie única. La rareza le viene dada a este animal por el alma espiritual, siendo ella la que determina su pertenencia a la especie humana.

El hombre esta constituido por dos coprincipios: el cuerpo y el alma (unidad corpóreo-espiritual). Estas causas juntas forman la sustancia o esencia individual humana.

El cuerpo es la causa material: aquello de lo que algo está hecho.

El alma es la causa formal: aquello que determina y especifica a una cierta materia y la hace ser lo que es.

Esencia: lo que algo es. Por ejemplo: El hombre es, por esencia, un animal racional.

2. Funciones cognoscitivas y apetitivas

Aristóteles dice “que el hombre es un todo, y este todo tiene diversas funciones: puramente físicas, vegetativas, animales, y espirituales.”

2.1 Noción de potencias: sus actos y sus objetos

Potencia: Capacidad para realizar una acción

2.1.1. Potencias cognoscitivas (cognoscitivo: sirve para adquirir conocimiento)

Conocimiento sensible (tanto animales como el hombre):

  • Los sentidos externos (vista, oído, gusto, tacto y olfato). Captan los accidentes de los cuerpos pero no su naturaleza o esencia.
  • Los sentidos internos (sentido común, imaginación, memoria y estimativa para los animales; en oposición a coyitativa para los hombres). Permiten una lectura de lo real, realizada a nivel fenoménico.

Para el conocimiento intelectual el hombre usa la potencia llamada inteligencia que le permite ver la esencia de las cosas. Gracias a los sentidos y a la inteligencia, el hombre ve y comprende. El acto de la inteligencia es conocer

2.1.2. Potencias apetitivas

Apetito Sensible: Los instintos. Son las pasiones, emociones, y sentimientos: placer-dolor, amor-ira, alegría-tristeza. La poseen los hombres y los animales.

Apetito Espiritual: La voluntad. Tiende al bien conocido por la inteligencia, y    su acto propio es el amor. La poseen solo los hombres.

3. Conocimiento

Definición de conocimiento: Es una actividad espontánea en cuanto a su origen, e inmanente en cuanto a su término, por la cual a un sujeto se le hace presente interiormente alguna realidad.

Conocer es “asimilar” sin su materia. Nada hay en la inteligencia que nunca haya pasado por los sentidos.

Es posible conocer de dos formas:

· Asimilación biológica: Consumo algo y deja de ser lo que era para formar parte de mi torrente sanguíneo. Por ejemplo: Como una galletita y es parte de mi.

· Representación cognoscitiva: El objeto conocido no es alterado en su ser. Por ejemplo: Cuando conocemos un caballo y lo representamos interiormente en nuestra imaginación (pensamos en él) la imagen del caballo no forma parte de mi propia esencia.

Imagen: Es la representación individual y concreta del objeto conocido.

Por el conocimiento intelectual, asimilamos la verdad y elaboramos una palabra interior o verbo mental llamado concepto o idea.

Concepto: Es la representación universal y abstracta del objeto conocido. Es una idea producida por la inteligencia que tengo sobre algo.

Contenido del Concepto: La verdad o esencia del objeto conocido que la tomamos de la realidad. La realidad que puede ser igual con mi concepto o no.

Un ente de razón existe en nuestro pensamiento (puede ser real o algo que existe en mi imaginación) y un ente real es lo físico, material, que se puede tocar.

3.1 Conocimiento sensible

Mediante los sentidos podemos percibir las cosas que nos rodean sin su materia, los datos o cosas percibidas son ordenados por el sentido común, ejemplo (colores, tamaño, etc.) pueden ser reproducidas en forma de imágenes por la imaginación, se conservan y recuerdan las imágenes percibidas en la memoria. Por la estimativa para los animales y la cogitativa para el hombre, permite huir frente a lo malo y aproximarse a lo bueno. La diferencia del nombre entre el animal y el hombre proviene de la manera de cómo se manifiesta.

3.2 Conocimiento intelectual: la formación del concepto

La inteligencia conoce la esencia de  las cosas materiales. La palabra abstraer significa considerar aparte un elemento o aspecto de una cosa, dejar de lado, separar.

La inteligencia no abstrae directamente la esencia de  los objetos mismos, sino que  separa la esencia presente en la imagen y la convierte en universal y abstracta para poder entenderla en el concepto que ella produce.

Conocer intelectualmente es aprehender la esencia abstracta y universal de  las cosas. Con los conceptos, la inteligencia elabora juicios afirmativos o negativos y construye razonamientos a partir de  verdades conocidas.

3.3. La verdad como perfección del entendimiento

Cuando nuestros juicios expresan fielmente lo que las cosas son, eso es verdad. Nuestros juicios son verdaderos en la medida en que dicen lo que la realidad es.

4. El apetito

Todo ser viviente cognoscente despliega, además de  actos cognoscitivos, otro tipo de  actos llamados apetitivos o afectivos. Según sea la naturaleza de  los actos cognoscitivos antecedentes, así será la naturaleza de  los actos apetitivos consecuentes. Es decir, el apetito sigue al conocimiento, según sea lo que se conoce, será a lo que tenderemos.

4.1. Apetito sensible

Los instintos (potencia sensible) son las tendencias básicas del animal y del hombre, que se dirigen hacia objetos determinados para satisfacer una necesidad fundamental (conservación de  la especie). Las pasiones se clasifican en emociones (instantáneo) y sentimientos (durable en el tiempo), son los actos del apetito sensible. Los movimientos del apetito sensitivo van siempre acompañados de  modificaciones corporales. Por ejemplo: ponerse colorado, marearse, desmayarse, etc.

Pasión: Afección de la subjetividad ante la valoración de la realidad (la analizo) y su consecuente deseo o rechazo (elijo si la quiero o no). Las pasiones son amorales, es decir, no son buenas ni malas.

El apetito sensible sigue al conocimiento sensible, porque primero conocemos y luego tendemos.

4.2. Apetito espiritual

La voluntad es la potencia apetitiva espiritual que teniendo la libertad como propiedad, tiende al bien conocido por la inteligencia y su acto propio es el amor.

Designa “algo” que según mi aprehensión intelectual es captado, juzgado y valorado como valioso en sí. Pro ejemplo copiarme en un examen, es malo pero un una situación lo puedo ver como un bien.

4.3 La libertad

Libertad: Es la capacidad de autodeterminarse al propio fin.

El libre albedrío se podría definir como: capacidad de optar entre bienes.

La existencia libre del hombre está signada y calificada por su esencia espiritual.

La sociedad corrompe al hombre en la toma de decisiones pero no lo determina.

La libertad esta determinada al bien y se puede afirmar que “no es una posesión sino una conquista” porque siempre que obtengo lo que quiero, deseo algo mas.

5. La reflexión

El hombre es capaz de  reflexionar. Puede pensar en sí mismo y se pregunta por el sentido de su propia vida. En el hombre hay dos polos: el cuerpo y el alma espiritual, están estrechamente unidos y mutuamente relacionados.

Esos polos y sus funciones son:

  • Polo inferior (corpóreo, material, orgánico, sensible) por el cual el hombre está ligado a la tierra de dónde extrae su alimento vital.

  • polo superior o espiritual (logos, razón, espíritu) por el cual el hombre es capaz de:
    1. Llegar a la verdad intemporal y eterna
    2. Trascender lo meramente material, empírico, etc., y acceder por el conocimiento a las leyes universales y esencias que luego expresa por medio de  conceptos y juicios (dando lugar a la ciencia).
    3. Ir más allá de  lo orgánico y fisiológico, abriéndose a lo espiritual. Por su voluntad libre puede decir no a impulsos poderosos ajustándose a su ideal: ser feliz.
    4. Fundar comunidades.
    5. Reflexionar, tomar como objeto de  conocimiento su propio acto de  conocer, saber que conoce. Ser conciente de  sí mismo.
    6. Relacionarse a través del lenguaje y transformar la naturaleza del mundo haciéndola un mundo de  cultura (un espacio vital humano).
    7. Abrirse a lo trascendente (diferente de  lo precario y finito).

6. El hombre ser finito capaz de infinito

El hombre es un ser finito capaz de infinito porque constantemente se crea nuevas necesidades y jamás está satisfecho. Está destinado a un progreso infinito, como si solo el infinito pudiera satisfacerlo.

El hombre tiende a la perfección, el cual es un deseo natural y lo obliga a salir de sí mismo haciéndose posible la cultura.

Ø Primera expresión del deseo: querer ser, querer durar y permanecer en la existencia. En la base de este deseo hay otro: querer ser siempre. Es el apetito de  eternidad (Dios).

Ø El hombre no sólo quiere ser sino que quiere ser más. Ama perfeccionarse, superarse, tratar de  incrementar su ser y su valor. Es el deseo de querer ser en plenitud. Ser perfectos como Dios.

Ø El hombre quiere ser en el gozo, realizarse en el placer y la alegría: el anhelo de  ser feliz.

Ø Hay un querer que atraviesa el de ser más y el de ser feliz: el querer saber. Descubrir el qué y el por qué de todo lo real, pero un Todo Verdadero. El hombre como ser finito capaz de  infinito se descubre a sí mismo como un movimiento hacia Dios a quién busca como meta.

En síntesis:

Los deseos naturales

Raíz del desear humano

Apetencia

Querer ser

Querer ser siempre

Sed de eternidad

Querer ser más

Querer ser en plenitud

Sed de perfección

Querer ser en el gozo

Querer ser feliz

Sed de felicidad

Querer saber

Querer saber todo

Sed de saber

7. El hombre como hacedor de cultura

Bochenski sostiene que “desde el punto de vista biológico, el hombre es un animal mal dotado. Hace tiempo que debiera haberse extinguido…” Pero gracias al uso de la razón, ha cambiado la naturaleza ajustándola a sus necesidades y así poder sobrevivir.

I. Qué es la cultura (texto propuesto por el Mons. Derisi)

Definición de cultura: Es la actividad espiritual del hombre (inteligencia y voluntad) por la cual el hombre, para conseguir un fin, transforma la naturaleza del mundo y la propia para conseguir nuevos bienes que los perfeccionan.

1. Mundo de la naturaleza y mundo de la cultura

La naturaleza es el mundo creado por Dios. Este mundo no puede cambiar libremente su actividad, no puede progresar proponiendo y realizando nuevos fines o bienes. En cambio el hombre, por su inteligencia y libertad, puede crear lato sensu, dar realidad a un mundo nuevo, propio de su espíritu finito, erigido sobre el mundo natural, con el fin de  lograr nuevos seres o bienes.

Un ente cultural es un ente tomado de la naturaleza y transformado por el hombre. El mundo de la cultura es realizado, comprendido y aprovechado por el hombre.

Los entes naturales ofrecen la materia, a la que el espíritu confiere una nueva forma, que la cambia en nuevos seres o bienes, ordenados a servir mejor a la persona humana.

2. Origen y fin de la cultura

Desde el hombre y para el hombre. El mundo de  la cultura es realizado, comprendido y aprovechado por el hombre. Esto quiere decir que la cultura es un conjunto de códigos hechos por el hombre y que solo el puede entender. Por ejemplo: la música, un cuadro, una formula matemática, etc.

II. El ámbito de la cultura

1. Los tres sectores de la cultura

Distintos sectores en los que se realiza la cultura. La acción del espíritu que busca realizar un bien o valor puede incidir:

1) en las cosas materiales

2) en el propio espíritu

a) en la voluntad

b) en la inteligencia

La primera actividad cultural se organiza como un hacer técnico y artístico; la segunda como un obrar moral, ya como un contemplar científico y filosófico y teológico de  la verdad.

2. La cultura técnica

El hacer es la actividad que informa a las cosas materiales en busca de  la realización de  un valor de  utilidad. La inteligencia y la voluntad se valen de la actividad corpórea. El hombre no puede cambiar las leyes de  la naturaleza que gobiernan a los entes naturales, pero sí puede imprimir en ella nuevas formas. (Por ejemplo: Saca el carbón para usarlo como combustible y así producir fuego). No ha cambiado las leyes, sino que las ha aprovechado con su cultura técnica. Es decir, el hombre modifica los recursos para su uso y mejor aprovechamiento.

El hacer técnico solo se preocupa en que la finalidad del objeto sea útil. Por ejemplo: con una piedra y un pedazo de madera (entes naturales) puede hacer un martillo (ente cultural).

3. La cultura artística

La diferencia entre la cultura técnica y la artística reside en que ésta última busca realizar belleza en las cosas materiales, mientras que la técnica se detiene en lo realizado sea puramente útil. El arte supone la actividad técnica, pero la supera.

4. La cultura moral

La actividad espiritual que perfecciona la libertad hacia el bien humano u honesto se llama práctica o moral.

La cultura moral enriquece la voluntad con las virtudes, las cuales de un modo habitual o permanente le confieren el dominio sobre el deseo excesivo de las cosas materiales y le permite evitar los goces materiales y rehuir a lo dificultoso.

El apetito espiritual es dirigido por la inteligencia sobre la propia voluntad del hombre.

Para crear los hábitos virtuosos es necesaria la virtud de la prudencia. Cuando el hombre llega a poseer la cultura moral, lo que lo constituye como moralmente bueno, es cuando posee el Último fin o Bien Supremo.

5. La cultura teorética

Las culturas técnica, artística y moral se encaminan a transformar las cosas naturales y la libertad para convertirlas en buenas.

En cambio, la cultura teorética se dirige a poner orden en la actividad intelectual para encaminarla a la verdad.

El objeto propio de la inteligencia es la verdad. Para que la inteligencia se oriente a la verdad, deben crearse en ella las virtudes intelectuales de la ciencia y de la sabiduría –filosofía y teología-  que perfeccionan su actividad de un modo habitual y la dirigen por el raciocinio (facultad de pensar) por un camino recto que conduce a la verdad.

LAS CIENCIAS PARTICULARES

1. Noción de saber

Conocer es establecer una relación con el mundo natural y humano, pero no todo conocimiento es saber. Conocemos por los sentidos y por la inteligencia.

Saber es más que conocer, es la apropiación íntima de  la verdad. Poseer la verdad de  un modo seguro y firme. Es un conocimiento espontáneo y vulgar.

Saber viene de la palabra “sapere” que significa saborear.

Saber es:

· Discernir: El que sabe puede separar adecuadamente lo que es de lo que no es. No confunde una cosa con otra.

· Definir: Es expresar la naturaleza de una cosa o el significado de un término. En latín “definire” es poner límites, decir dónde empieza y dónde termina una cosa. Una definición da la esencia de una cosa.

· Entender y demostrar: Sabemos cuando, además de saber qué es, sabemos por qué es, es decir, sabemos su causa y podemos demostrar por qué una cosa es así.

2. Los modos de saber

Aristóteles dice “El hombre por naturaleza desea saber.”

Todos los hombres desean y aman saber, no son algunos sino la totalidad de ellos.

Naturaleza de un ser: Es la esencia pero en tanto el principio de operaciones, actos o actividades. Todo ser posee su propia naturaleza y de esa naturaleza brotan sus actos.

Cada ser obra, actúa, en función de su propia y determinada naturaleza. Por tanto un ser a través de su naturaleza opera para alcanzar sus fines (estos fines son sus bienes), en la medida que los logra, se perfecciona. El hombre tiende naturalmente a la verdad como fin o bien de su naturaleza racional.

El hombre sabe de dos modos:

· Por la experiencia

· Por la ciencia

2.1. Saber experiencial, vulgar o precientífico

La palabra experiencia proviene del griego “ex – per – ire”  y significa estar afuera.

La experiencia puede ser definida como un conjunto de conocimientos conferidos al individuo por el hecho de la simple existencia que ha llevado, logrados por el trato directo de las cosas y los hombres, casi todos relacionados con el orden práctico. Conservados en la memoria para ser utilizados cada vez que sea necesario.

2.1.1. Las fuentes del saber experiencial

· El medio físico: Del que depende el hombre como organismo viviente (clima, paisaje, vegetación, llanura).

· El medio social e histórico: Del que depende el hombre para alcanzar su propio perfeccionamiento. Por ejemplo: la época en que vivo.

· El mundo de los valores: Del que depende el hombre para satisfacer las exigencias más profundas del espíritu. Las personas nacemos en un mundo culturalizado lleno de valores, que nos son transmitidos mediante el lenguaje. Por ejemplo: ser creyente o no.

2.2. Saber científico

El hombre descubre que ya posee cierta cantidad de conocimientos adquiridos por la experiencia, que serán la base del conocimiento superior y más perfecto.

Hay dos definiciones de ciencia:

Definición clásica (Aristotélica): “Ciencia es el conocimiento cierto y evidente de las cosas por sus causas.” Definición esencial.

Aristóteles conoce las causas.

La certeza viene del sujeto y el objeto se muestra evidente (ejemplo: 2 + 2 = 4).

Las ciencias estudian las causas. Estas pueden ser:

o Causas materiales: de lo que algo esta hecho (la química)

o Causas formales: qué es algo (matemática)

o Causas eficientes: quién produce algo (historia)

o Causas finales: para qué es algo, la finalidad (biología)

Definición moderna: “Es un conjunto de conocimientos metódicamente adquiridos y sistemáticamente organizados.” Definición descriptiva.

Método: Diferentes modos para alcanzar el saber.

Sistema: Ordenamiento de verdades conectadas unas con otras y vertebradas sobre una idea central.

Cada ciencia tiene dos clases de objetivo:

  • Objetivo material: Es lo que estudia cada ciencia. Ej.: el hombre.
  • Objetivo formal: Es desde dónde es visto el objetivo material. Ej.: Antropología.

Las dos definiciones de ciencia son complementarias.

Saber experiencial

Saber científico

1) Parte de la experiencia pero queda en ella.

1) Parte de la experiencia pero trasciende.

2) Es conocimiento de “hechos” particulares y contingentes (no necesarios).

2) Es conocimiento de leyes y esencias universales y necesarias.

3) No conoce las causas

3) Conoce las causas

4) No puede demostrar

4) Es demostrativo

5) No posee método ni sistema

5) Es metódico y sistemático

6) Puede ser cierto o erróneo

6) Es cierto y evidente

3. Los niveles de saber científico

3.1. Según su causalidad:

  • Saber científico particular: Investiga las causas segundas o próximas. Son aquellas causas inmediatas o adyacentes al fenómeno.
  • Saber filosófico: Investiga las causas primeras o razones últimas de todo lo real. Estudia el ser, por eso son las causas primeras. Sino hubiera ser no habría nada.
  • Saber teológico: Estudia la causa primera Divino-Trascendente. A partir de las verdades que Dios ha revelado a los hombres y al mundo. Estas verdades son aceptadas por la fe.

3.2. Según su finalidad

· Saber teórico o especulativo: Es el saber que tiene por única finalidad el puro conocimiento de la realidad.

· Saber práctico: Tiene por finalidad dirigir una acción:

o Saber práctico moral: La acción a dirigir es el obrar del hombre hacia su perfección.

o Saber práctico productivo:

§ Bellas artes: si se busca producir algo bello. Ej.: Música.

§ Artes útiles: si se busca producir algo útil. Ej.: Ingeniería.

EL SABER CIENTIFICO PARTICULAR

1. Definición y características generales de las ciencias particulares

Las diferentes ciencias se clasifican, en primer lugar, teniendo en cuenta el tipo de causas que investiguen. Si se consideran las causas primeras, estamos hablando de la filosofía y la teología. En cambio, si te toman en cuenta las causas segundas o próximas, estamos hablando de las ciencias particulares.

Definición de ciencia particular: Ciencia particular es aquella que estudia solo un sector de la realidad para determinar sus propiedades y atributos a través de sus causas segundas sin considerar la esencia ni el carácter ontológico de su objeto.

Características generales:

· No se interesan por el sentido de la totalidad de la realidad: Las ciencias particulares reciben este nombre ya que estudian solo un ámbito determinado de la realidad, “seleccionan” una parte de la realidad y se ocupan de buscar atributos que le corresponden necesaria y universalmente. La investigación que realizan estas ciencias queda siempre limitada al tipo de seres que estudian y no pueden ir mas allá de ellos, porque sino dejarían de ser lo que son.

· No consideran la esencia ni el carácter ontológico de su objeto de estudio (onto: ser): Ninguna ciencia se pregunta por la esencia, no lo pueden demostrar. No se pueden comparar entre ellas.

· No reflexionan sobre sí mismas: Porque si se estudiarían a sí mismas, saldrían de su ámbito e irían a la filosofía.

· Brindan aplicaciones prácticas en términos de tecnología: Si se conocen las causas segundas, se puede dominar la naturaleza.

· Tienden a una especialización cada vez mayor: Las ciencias cada vez se especializan más y no se puede saber el detalle de todas, ni siquiera de una sola.

La filosofía siempre busca la esencia de las cosas y las ciencias particulares no.

La filosofía es una ciencia más perfecta que las ciencias particulares porque estudia la esencia de las cosas y de las causas primeras.

2. Clasificación de las ciencias particulares

No se pueden dividir las ciencias por las cosas que estudian porque por ejemplo: la biología, la antropología y la psicología, estudian al hombre, solo que cada una de estas ciencias considera, de ese objeto, algún aspecto en particular.

Por eso se toma el siguiente criterio para clasificarlas:

    • Objeto material: Lo que la ciencia estudia.
    • Objeto formal: Es el aspecto inteligible que una ciencia considera en su objeto material.

Nuestra inteligencia puede considerar las cosas según tres grados de abstracción, solo estudiaremos dos. La palabra abstracción proviene del verbo latino abstrahere que significa “apartar”, “separar de”, (tomar algo y al mismo tiempo que se deja algo de lado). La inteligencia separa mentalmente de la cosa algún aspecto que en ella se encuentra en estado concreto debido a la materia.

a) Primer grado de abstracción

La inteligencia deja de lado la materia sensible particular (ej.: en una vaca, el color, tamaño, raza, edad; y se queda solo con las cualidades del vacuno) y se queda con la materia sensible común. Las ciencias que pertenecen al primer grado de abstracción son las ciencias experimentales o empiriológicas.

Las ciencias empiriológicas se dividen en dos grupos:

· Ciencias empirio-métricas: tienden a explicar todo por sumatoria y relación entre partes. (Ej.: Físico-Matemática, Química, Astronomía).

· Ciencias empirio-esquemáticas: No expresan sus conclusiones con números, sino que necesitan de la experiencia externa. Las Cs. Empirio-esquemáticas se dividen en dos grupos: la Biología, en su aspecto orgánico; y las Ciencias humanas: psicología, sociología, historia, son ciencias que estudian la vida humana y las realizaciones culturales del hombre.

b) Segundo grado de abstracción

Deja de lado la materia sensible particular y la materia sensible común. Solo se queda con la materia inteligible. Mediante la materia inteligible los objetos pueden ser estudiados. La matemática no puede existir sin la materia, pero puede ser pensada sin ella por el intelecto humano.

La matemática se divide en dos grupos: Por un lado está la geometría, que considera la cantidad continua, partes no separadas pero que son divisibles; y la aritmética, que por el contrario considera la cantidad discontinua y las partes separadas.

3. Características de los principales ámbitos del saber particular

3.1. La matemática

La palabra matemática es de origen griego que significa “estudio” o “conocimiento”. Es una ciencia exacta, en cuanto al objeto que estudia. Pero que sus razonamientos sean exactos no quiere decir que esta ciencia sea perfecta, la filosofía es más perfecta que la matemática, porque para eso se tiene en cuenta al objeto de estudio.

Es el conocimiento que se presenta con mayor claridad y facilidad para la inteligencia ya que el objeto de la matemática es ideal.

Esta ciencia no necesita recurrir a la experiencia para demostrar sus afirmaciones porque se desarrolla mediante un modo deductivo (universal a lo particular).

El método utilizado por la matemática consta de dos partes:

1) Definir los objetos: Verdades evidentes por si mismas, que no necesitan demostración, como por ejemplo: un punto, una recta, un ángulo, etc.

2) Establecer las afirmaciones de los principios: Dentro están los postulados, enunciados universales acerca de los objetos definidos; y los axiomas, enunciados de mayor universalidad acerca de todas las cantidades y no sobre algo en particular.

3.2. Ciencias experimentales o empiriológicas

Definición de Ciencia experimental: La ciencia experimental es aquella que constantemente necesita someter a la verificación de la experiencia tanto sus principios como sus conclusiones.

Es decir, los datos se toman de la experiencia y las conclusiones deben confirmarse en la experiencia.

También se las llama ciencias fácticas, positivas o fenoménicas. La palabra fáctico proviene del latín,  factum, que significa “hecho”, un hecho es un seceso particular conocido a través de los sentidos y la inteligencia. La palabra positivo proviene del latín positum, que significa “lo dado”, “lo establecido”, “lo que representa”. Y la palabra fenoménico, proviene del término griego fainómenon, que significa “lo que aparece”, “lo que se muestra”.

Principales características de las ciencias empiriológicas:

1) Utilizan el método experimental: El experimento es una actividad planificada que reproduce un fenómeno bajo condiciones específicas y controladas con el objetivo de verificar o refutar una explicación posible. Por consiguiente, el método experimental supone entonces tanto la observación como la experimentación.

2) Alcanzan un alto grado de probabilidad, no certeza absoluta: No pueden alcanzar la certeza absoluta, porque por ejemplo: si digo que todas las plantas tienen que estar plantadas en la tierra para vivir y luego se descubre una especie no conocida que no necesita de la tierra y adquiere los nutrientes de otra manera, la ley existente no tendría validez, diciendo que TODAS las plantas tienen que estar plantadas para crecer. Modo hipotético-deductivo.

3) Tienden a expresarse en un lenguaje matemático: Cuando es posible cuantificar los datos de la experiencia se hace porque tiene ventajas de precisión y de orden metodológico. Por ejemplo, si se expone un gas a diferentes temperaturas, no es lo mismo decir que “esta a una temperatura fría” que decir “esta a 05 grados centígrados”. Pero el método de “traducción” matemática es limitado porque, no todo se puede medir, ninguna medida es exacta, es decir, siempre hay margen de error. Sin embargo, está latente el riesgo de perder lo espiritual bajo la tiranía del número.

3.2.1. Ciencias empirio-métricas

Las ciencias empirio-métricas se encuentran entre las ciencias experimentales y la matemática.

Las ciencias empirio-métricas son materialmente experimentales (toman sus datos y verifican sus conclusiones en la experiencia) y formalmente matemáticas (la expresión de los fenómenos y sus leyes se hacen en términos cuantitativos).

El supuesto básico de estas ciencias es el determinismo de los fenómenos, ya que a las mismas causas y en las mismas condiciones le corresponde siempre los mismos efectos.

Por ser ciencias de la realidad material pueden reconocer su objeto mediante la experiencia externa.

1.2.2. Ciencias empirio-esquemáticas

Las ciencias empirio-esquemáticas también recurren a la matemática, solo que de una forma más limitada. Porque por ejemplo, un biólogo no puede explicar qué es el corazón con números, puede medir los latidos por segundo o la cantidad que sangra que ingresa o egresa en un lapso de tiempo, pero no explicar su composición. En consecuencia las ciencias empirio-esquemáticas deben recurrir a esquemas o construcciones teóricas que siguen fundándose en la experiencia, pero sin quedar completamente configuradas por la conceptualización matemática.

Características de un tipo de ciencia empirio-esquemática: Las ciencias humanas.

Su objeto material es el hombre, pero no se lo estudia físicamente como es el caso de la biología, sino desde la perspectiva de la espiritualidad.

En estas ciencias rige la libertad, es decir, la capacidad del hombre de auto-determinarse más allá del llamado de sus tendencias inferiores. En oposición al Determinismo. Estas ciencias se hallan más ligadas a la problemática filosófica.

EL DISCIPULADO EN APARECIDA septiembre 18, 2008

Posted by Rodrigo Martínez Casás in Filosofía General.
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CAPÍTULO 3

LA ALEGRÍA DE SER DISCÍPULOS MISIONEROS PARA ANUNCIAR EL EVANGELIO DE JESUCRISTO

En este momento, con incertidumbres en el corazón, nos preguntamos con Tomás: “¿Cómo vamos a saber el camino?” (Jn 14, 5). Jesús nos responde con una propuesta provocadora: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). Él es el verdadero camino hacia el Padre, quientanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna (cf. Jn 3, 16). Esta es la vida eterna: “que te conozcan a ti el único Dios verdadero, y a Jesucristo tu enviado” (Jn 17, 3). La fe en Jesús como el Hijo del Padre es la puerta de entrada a la Vida. Los discípulos de Jesús confesamos nuestra fe con las palabras de Pedro: “Tus palabras dan Vida eterna” (Jn 6, 68); “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).

Jesús es el hijo de Dios, la Palabra hecha carne (cf. Jn 1, 14), verdadero Dios y verdadero hombre, prueba del amor de Dios a los hombres. Su vida es una entrega radical de sí mismo a favor de todas las personas, consumada definitivamente en su muerte y resurrección. Por ser el Cordero de Dios, Él es el salvador. Su pasión, muerte y resurrección posibilita la superación del pecado y la vida nueva para toda la humanidad. En Él, el Padre se hace presente, porque quien conoce al Hijo conoce al Padre (cf. Jn 14, 7).

103. Los discípulos de Jesús reconocemos que Él es el primer y más grande evangelizador enviado por Dios (cf. Lc 4, 44) y, al mismo tiempo, el Evangelio de Dios (cf. Rm 1, 3). Creemos y anunciamos “la buena noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios” (Mc 1, 1). Como hijos obedientes ala voz del Padre queremos escuchar a Jesús (cf. Lc 9, 35) porque Él es el único Maestro (cf. Mt 23, 8). Como discípulos suyos sabemos que sus palabras son Espíritu y Vida (cf. Jn 6, 63. 68).Con la alegría de la fe somos misioneros para proclamar el Evangelio de Jesucristo y, en Él, la buena nueva de la dignidad humana, de la vida, de la familia, del trabajo, de la ciencia y de la solidaridad con la creación.

3.1 La buena nueva de la dignidad humana

Bendecimos a Dios por la dignidad de la persona humana, creada a su imagen y semejanza. Nos ha creado libres y nos ha hecho sujetos de derechos y deberes en medio de la creación. Le agradecemos por asociarnos al perfeccionamiento del mundo, dándonos inteligencia y capacidad para amar; por la dignidad, que recibimos también como tarea que debemos proteger, cultivar y promover. Lo bendecimos por el don de la fe que nos permite vivir en alianza con Él hasta compartir la vida eterna. Lo bendecimos por hacernos hijas e hijos suyos en Cristo, por habernos redimido con el precio de su sangre y por la relación permanente que establece con nosotros, que es fuente de nuestra dignidad absoluta, innegociable e inviolable. Si el pecado ha deteriorado la imagen de Dios en el hombre y ha herido su condición, la buena nueva, que es Cristo lo ha redimido y restablecido en la gracia (cf. Rm 5, 12-21).

105. Alabamos a Dios por los hombres y mujeres de América Latina y El Caribe que, movidos por su fe, han trabajado incansablemente en defensa de la dignidad de la persona humana, especialmente de los pobres y marginados. En su testimonio, llevado hasta la entrega total, resplandece la dignidad del ser humano.

3.2 La buena nueva de la vida

Alabamos a Dios por el don maravilloso de la vida y por quienes la honran y la dignifican al ponerla al servicio de los demás; por el espíritu alegre de nuestros pueblos que aman la música, la danza, la poesía, el arte, el deporte y cultivan una firme esperanza en medio de problemas y luchas. Alabamos a Dios porque siendo nosotros pecadores, nos mostró su amor reconciliándonos consigo por la muerte de su Hijo en la cruz. Lo alabamos porque ahora continúa derramando su amor en nosotros por el Espíritu Santo y alimentándonos con la Eucaristía, pan de vida (cf. Jn 6, 35). La Encíclica “Evangelio de la Vida”, de Juan Pablo II, ilumina el gran valor de la vida humana, la cual debemos cuidar y por la cual continuamente alabamos a Dios.

Bendecimos al Padre por el don de su Hijo Jesucristo “rostro humano de Dios y rostro divino del hombre”. “En realidad, tan sólo en el misterio del Verbo encarnado se aclara verdaderamente el misterio del hombre. Cristo, en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre su altísima vocación”.

Bendecimos al Padre porque todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15), el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término natural, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta “la convivencia humana y la misma comunidad política”.

Ante una vida sin sentido, Jesús nos revela la vida íntima de Dios en su misterio más elevado, la comunión trinitaria. Es tal el amor de Dios, que hace del hombre, peregrino en este mundo, su morada: “Vendremos a él y viviremos en él” (Jn 14, 23). Ante la desesperanza de un mundo sin Dios, que sólo ve en la muerte el término definitivo de la existencia, Jesús nos ofrece la resurrección y la vida eterna en la que Dios será todo en todos (cf. 1Cor 15, 28). Ante la idolatría de los bienes terrenales, Jesús presenta la vida en Dios como valor supremo: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo, si pierde su vida?” (Mc 8, 36).

Ante el subjetivismo hedonista, Jesús propone entregar la vida para ganarla, porque “quien aprecie su vida terrena, la perderá” (Jn 12, 25). Es propio del discípulo de Cristo gastar su vida como sal de la tierra y luz del mundo. Ante el individualismo, Jesús convoca a vivir y caminar juntos. La vida cristiana sólo se profundiza y se desarrolla en la comunión fraterna. Jesús nos dice “uno es su maestro, y todos ustedes son hermanos” (Mt 23, 8). Ante la despersonalización, Jesús ayuda a construir identidades integradas.

La propia vocación, la propia libertad y la propia originalidad son dones de Dios para la plenitud y el servicio del mundo.

Ante la exclusión, Jesús defiende los derechos de los débiles y la vida digna de todo ser humano. De su Maestro, el discípulo ha aprendido a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona humana. Sólo el Señor es autor y dueño de la vida. El ser humano, su imagen viviente, es siempre sagrado, desde su concepción hasta su muerte natural; en todas las circunstancias y condiciones de su vida. Ante las estructuras de muerte, Jesús hace presente la vida plena. “Yo he venido para dar vida a los hombres y para que la tengan en plenitud” (Jn 10, 10). Por ello sana a los enfermos, expulsa los demonios y compromete a los discípulos en la promoción de la dignidad humana y de relaciones sociales fundadas en la justicia.

113. Ante la naturaleza amenazada, Jesús, que conocía el cuidado del Padre por las criaturas que Él alimenta y embellece (cf. Lc 12, 28), nos convoca a cuidar la tierra para que brinde abrigo y sustento a todos los hombres (cf. Gn 1, 29; 2, 15).

3.3 La buena nueva de la familia

Proclamamos con alegría el valor de la familia en América Latina y El Caribe. Afirma el Papa Benedicto XVI que la familia “patrimonio de la humanidad, constituye uno de los tesoros más importantes de los pueblos latinoamericanos y caribeños. Ella ha sido y es escuela de la fe, palestra de valores humanos y cívicos, hogar en que la vida humana nace y se acoge generosa y responsablemente… La familia es insustituible para la serenidad personal y para la educación de sus hijos”.

Agradecemos a Cristo que nos revela que “Dios es amor y vive en sí mismo un misterio personal de amor” y optando por vivir en familia en medio de nosotros, la eleva a la dignidad de ‘Iglesia Doméstica’.

Bendecimos a Dios por haber creado al ser humano varón y mujer, aunque hoy se quiera confundir esta verdad: “Creó Dios a los seres humanos a su imagen; a imagen de Dios los creó, varón y mujer los creó” (Gn 1, 27). Pertenece a la naturaleza humana el que el varón y la mujer busquen el uno en el otro su reciprocidad y complementariedad.

El ser amados por Dios nos llena de alegría. El amor humano encuentra su plenitud cuando participa del amor divino, del amor de Jesús que se entrega solidariamente por nosotros en su amor pleno hasta el fin (cf. Jn 13, 1; 15,9). El amor conyugal es la donación recíproca entre un varón y una mujer, los esposos: es fiel y exclusivo hasta la muerte y fecundo, abierto a la vida y a la educación de los hijos, asemejándose al amor fecundo de la Santísima Trinidad51. El amor conyugal es asumido en el Sacramento del Matrimonio para significar la unión de Cristo con su Iglesia, por eso en la gracia de Jesucristo encuentra su purificación, alimento y plenitud (cf. Ef 5, 25-33).

En el seno de una familia la persona descubre los motivos y el camino para pertenecer a la familia de Dios. De ella recibimos la vida, la primera experiencia del amor y de la fe. El gran tesoro de la educación de los hijos en la fe consiste en la experiencia de una vida familiar que recibe la fe, la conserva, la celebra, la transmite y testimonia. Los padres deben tomar nueva conciencia de su gozosa e irrenunciable responsabilidad en la formación integral de sus hijos.

119. Dios ama nuestras familias, a pesar de tantas heridas y divisiones. La presencia invocada de Cristo a través de la oración en familia nos ayuda a superar los problemas, a sanar las heridas y abre caminos de esperanza. Muchos vacíos de hogar pueden ser atenuados por servicios que presta la comunidad eclesial, familia de familias.

3.4 La buena nueva de la actividad humana

3.4.1 El trabajo

Alabamos a Dios porque en la belleza de la creación, que es obra de sus manos, resplandece el sentido del trabajo como participación de su tarea creadora y como servicio a los hermanos y hermanas. Jesús, el carpintero (cf. Mc 6, 3), dignificó el trabajo y al trabajador y recuerda que el trabajo no es un mero apéndice de la vida, sino que “constituye una dimensión fundamental de la existencia del hombre en la tierra”, por la cual el hombre y la mujer se realizan a sí mismos como seres humanos. El trabajo garantiza la dignidad y la libertad del hombre, es probablemente “la clave esencial de toda ‘la cuestión social’”.

Damos gracias a Dios porque su palabra nos enseña que, a pesar de la fatiga que muchas veces acompaña al trabajo, el cristiano sabe que éste, unido a la oración, sirve no sólo al progreso terreno, sino también a la santificación personal y a la construcción del Reino de Dios55. El desempleo, la injusta remuneración del trabajo y el vivir sin querer trabajar son contrarios al designio de Dios. El discípulo y el misionero, respondiendo a este designio, promueven la dignidad del trabajador y del trabajo, el justo reconocimiento de sus derechos y de sus deberes, y desarrollan la cultura del trabajo y denuncian toda injusticia. La salvaguardia del domingo, como día de descanso, de familia y culto al Señor, garantiza el equilibrio entre trabajo y reposo. Corresponde a la comunidad crear estructuras que ofrezcan un trabajo a las personas minusválidas según sus posibilidades56.

Alabamos a Dios por los talentos, el estudio y la decisión de hombres y mujeres para promover iniciativas y proyectos generadores de trabajo y producción, que elevan la condición humana y el bienestar de la sociedad. La actividad empresarial es buena y necesaria cuando respeta la dignidad del trabajador, el cuidado del medio ambiente y se ordena al bien común. Se pervierte cuando, buscando solo el lucro, atenta contra los derechos de los trabajadores y la justicia.

3.4.2 La ciencia y la tecnología

Alabamos a Dios por quienes cultivan las ciencias y la tecnología ofreciendo una inmensa cantidad de bienes y valores culturales que han contribuido, entre otras cosas, a prolongar la expectativa de vida y su calidad. Sin embargo, la ciencia y la tecnología no tienen las respuestas a los grandes interrogantes de la vida humana. La respuesta última a las cuestiones fundamentales del hombre sólo puede venir de una razón y ética integrales iluminadas por la revelación de Dios. Cuando la verdad, el bien y la belleza se separan; cuando la persona humana y sus exigencias fundamentales no constituyen el criterio ético, la ciencia y la tecnología se vuelven contra el hombre que las ha creado.

124. Hoy día las fronteras trazadas entre las ciencias se desvanecen. Con este modo de comprender el diálogo, se sugiere la idea de que ningún conocimiento es completamente autónomo. Esta situación le abre un terreno de oportunidades a la teología para interactuar con las ciencias sociales.

3.5 La buena nueva del destino universal de los bienes y ecología

Con los pueblos originarios de América, alabamos al Señor que creó el universo como espacio para la vida y la convivencia de todos sus hijos e hijas y nos los dejó como signo de su bondad y de su belleza. También la creación es manifestación del amor providente de Dios; nos ha sido entregada para que la cuidemos y la transformemos en fuente de vida digna para todos. Aunque hoy se ha generalizado una mayor valoración de la naturaleza, percibimos claramente de cuántas maneras el hombre amenaza y aun destruye su ‘habitat’. “Nuestra hermana la madre tierra”57 es nuestra casa común y el lugar de la alianza de Dios con los seres humanos y con toda la creación. Desatender las mutuas relaciones y el equilibrio que Dios mismo estableció entre las realidades creadas, es una ofensa al Creador, un atentado contra la biodiversidad y, en definitiva, contra la vida. El discípulo misionero, a quien Dios le encargó la creación, debe contemplarla, cuidarla y utilizarla, respetando siempre el orden que le dio el Creador.

126. La mejor forma de respetar la naturaleza es promover una ecología humana abierta a la trascendencia que respetando la persona y la familia, los ambientes y las ciudades, sigue la indicación paulina de recapitular todas las cosas en Cristo y de alabar con Él al Padre (cf. 1Cor 3, 21-23). El Señor ha entregado el mundo para todos, para los de las generaciones presentes y futuras. El destino universal de los bienes exige la solidaridad con la generación presente y las futuras. Ya que los recursos son cada vez más limitados, su uso debe estar regulado según un principio de justicia distributiva respetando el desarrollo sostenible.

3.6 El Continente de la esperanza y del amor

127. Agradecemos a Dios como discípulos y misioneros porque la mayoría de los latinoamericanos y caribeños están bautizados. La providencia de Dios nos ha confiado el precioso patrimonio de la pertenencia a la Iglesia por el don del bautismo que nos ha hecho miembros del Cuerpo de Cristo, pueblo de Dios peregrino en tierras americanas desde hace más de quinientos años. Alienta nuestra esperanza la multitud de nuestros niños, los ideales de nuestros jóvenes y el heroísmo de muchas de nuestras familias que, a pesar de las crecientes dificultades, siguen siendo fieles al amor. Agradecemos a Dios la religiosidad de nuestros pueblos que resplandece en la devoción al

Cristo sufriente y a su Madre bendita, la veneración a los Santos con sus fiestas patronales, en el amor al Papa y a los demás pastores, en el amor a la Iglesia universal como gran familia de Dios que nunca puede ni debe dejar solos o en la miseria a sus propios hijos.

Reconocemos el don de la vitalidad de la Iglesia que peregrina en América Latina y El Caribe, su opción por los pobres, sus parroquias, sus comunidades, sus asociaciones, sus movimientos eclesiales, nuevas comunidades y sus múltiples servicios sociales y educativos. Alabamos al Señor porque ha hecho de este continente un espacio de comunión y comunicación de pueblos y culturas indígenas. También agradecemos el protagonismo que van adquiriendo sectores que fueron desplazados: mujeres, indígenas, afrodescendientes, campesinos y habitantes de áreas marginales de las grandes ciudades. Toda la vida de nuestros pueblos fundada en Cristo y redimida por Él puede mirar al futuro con esperanza y alegría acogiendo el llamado del Papa Benedicto XVI: “¡Sólo de la Eucaristía brotará la civilización del amor que transformará Latinoamérica y El Caribe para que además de ser el Continente de la esperanza, sea también el Continente del amor!”.

CAPÍTULO 4 LA VOCACIÓN DE LOS DISCÍPULOS MISIONEROS A LA SANTIDAD

4.1 Llamados al seguimiento de Jesucristo

Dios Padre sale de sí, por así decirlo, para llamarnos a participar de su vida y de su gloria. Mediante Israel, pueblo que hace suyo, Dios nos revela su proyecto de vida. Cada vez que Israel buscó y necesitó a su Dios, sobre todo en las desgracias nacionales, tuvo una singular experiencia de comunión con Él, quien lo hacía partícipe de su verdad, su vida y su santidad. Por ello, no demoró en testimoniar que su Dios -a diferencia de los ídolos- es el “Dios vivo” (Dt 5, 26) que lo libera de los opresores (cf. Ex 3, 7-10), que perdona incansablemente (cf. Ex 34, 6; Eclo 2, 11) y que restituye la salvación perdida cuando el pueblo, envuelto “en las redes de la muerte” (Sal116, 3), se dirige a Él suplicante (cf. Is 38, 16). De este Dios –que es su Padre– Jesús afirmará que “no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 27).

En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de Jesús su Hijo (Hb 1, 1ss), con quien llega la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4, 4). Dios, que es Santo y nos ama, nos llama por medio de Jesús a ser santos (cf. Ef 1, 4-5).

El llamamiento que hace Jesús, el Maestro, conlleva una gran novedad. En la antigüedad los maestros invitaban a sus discípulos a vincularse con algo trascendente, y los maestros de la Leyles proponían la adhesión a la Ley de Moisés. Jesús invita a encontrarnos con Él y a que nosvinculemos estrechamente a Él porque es la fuente de la vida (cf. Jn 15, 5-15) y sólo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68). En la convivencia cotidiana con Jesús y en la confrontación con los seguidores de otros maestros, los discípulos pronto descubren dos cosas del todo originales en la relación con Jesús. Por una parte, no fueron ellos los que escogieron a su maestro. Fue Cristo quien los eligió. De otra parte, ellos no fueron convocados para algo (purificarse, aprender la Ley…), sino para Alguien, elegidos para vincularse íntimamente a su Persona (cf. Mc1, 17; 2, 14). Jesús los eligió para “que estuvieran con Él y enviarlos a predicar” (Mc 3, 14), paraque lo siguieran con la finalidad de “ser de Él” y formar parte “de los suyos” y participar de su misión. El discípulo experimenta que la vinculación íntima con Jesús en el grupo de los suyos es participación de la Vida salida de las entrañas del Padre, es formarse para asumir su mismo estilo de vida y sus mismas motivaciones (cf. Lc 6, 40b), correr su misma suerte y hacerse cargo de su misión de hacer nuevas todas las cosas.

Con la parábola de la Vid y los Sarmientos (cf. Jn 15, 1-8), Jesús revela el tipo de vinculaciónque Él ofrece y que espera de los suyos. No quiere una vinculación como “siervos” (cf. Jn 8, 33­36), porque “el siervo no conoce lo que hace su señor” (Jn 15, 15). El siervo no tiene entrada a la casa de su amo, menos a su vida. Jesús quiere que su discípulo se vincule a Él como “amigo” y como “hermano”. El “amigo” ingresa a su Vida, haciéndola propia. El amigo escucha a Jesús, conoce al Padre y hace fluir su Vida (Jesucristo) en la propia existencia (cf. Jn 15, 14), marcando la relación con todos (cf. Jn 15, 12). El “hermano” de Jesús (cf. Jn 20, 17) participa de la vida del Resucitado, Hijo del Padre celestial, por lo que Jesús y su discípulo comparten la misma vida que viene del Padre, aunque Jesús por naturaleza (cf. Jn 5, 26; 10, 30) y el discípulo por participación (cf. Jn 10, 10). La consecuencia inmediata de este tipo de vinculación es la condición de hermanos que adquieren los miembros de su comunidad.

133. Jesús los hace familiares suyos, porque comparte la misma vida que viene del Padre y les pide, como a discípulos, una unión íntima con Él, obediencia a la Palabra del Padre, para producir en abundancia frutos de amor. Así lo atestigua san Juan en el prólogo a su Evangelio: “A todos aquellos que creen en su nombre, les dio capacidad para ser hijos de Dios”, y son hijos de Dios que “no nacen por vía de generación humana, ni porque el hombre lo desee, sino que nacen de Dios” (Jn 1, 12-13).

Como discípulos y misioneros estamos llamados a intensificar nuestra respuesta de fe y a anunciar que Cristo ha redimido todos los pecados y males de la humanidad, “en el aspecto más paradójico de su misterio, la hora de la cruz. El grito de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34) no delata la angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de todos”60.

135. La respuesta a su llamada exige entrar en la dinámica del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37), que nos da el imperativo de hacernos prójimos, especialmente con el que sufre, y generar una sociedad sin excluidos siguiendo la práctica de Jesús que come con publicanos y pecadores (cf. Lc 5, 29-32), que acoge a los pequeños y a los niños (cf. Mc 10, 13-16), que sana a los leprosos (cf. Mc 1, 40-45), que perdona y libera a la mujer pecadora (cf. Lc 7, 36-49; Jn 8, 1-11), que habla con la Samaritana (cf. Jn 4, 1-26).

4.2 Configurados con el Maestro

La admiración por la persona de Jesús, su llamada y su mirada de amor buscan suscitar una respuesta consciente y libre desde lo más íntimo del corazón del discípulo, una adhesión de toda su persona al saber que Cristo lo llama por su nombre (cf. Jn 10, 3). Es un “sí” que compromete radicalmente la libertad del discípulo a entregarse a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6). Es una respuesta de amor a quien lo amó primero “hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1). En este amor de Jesús madura la respuesta del discípulo: “Te seguiré adondequiera que vayas” (Lc 9, 57).

El Espíritu Santo que el Padre nos regala nos identifica con Jesús-Camino, abriéndonos a su misterio de salvación para que seamos hijos suyos y hermanos unos de otros; nos identifica con Jesús-Verdad, enseñándonos a renunciar a nuestras mentiras y propias ambiciones, y nos identifica con Jesús-Vida, permitiéndonos abrazar su plan de amor y entregarnos para que otros “tengan vida en Él”.

Para configurarse verdaderamente con el Maestro es necesario asumir la centralidad del Mandamiento del amor, que Él quiso llamar suyo y nuevo: “Ámense los unos a los otros, como yo los he amado” (Jn 15, 12). Este amor, con la medida de Jesús, de total don de sí, además de ser el distintivo de cada cristiano no puede dejar de ser la característica de su Iglesia, comunidad discípula de Cristo, cuyo testimonio de caridad fraterna será el primero y principal anuncio, “reconocerán todos que son discípulos míos” (Jn 13, 35).

En el seguimiento de Jesucristo, aprendemos y practicamos las bienaventuranzas del Reino, el estilo de vida del mismo Jesucristo: su amor y obediencia filial al Padre, su compasión entrañable ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños, su fidelidad a la misión encomendada, su amor servicial hasta el don de su vida. Hoy contemplamos a Jesucristo tal comonos lo transmiten los Evangelios para conocer lo que Él hizo y para discernir lo que nosotros debemos hacer en las actuales circunstancias.

Identificarse con Jesucristo es también compartir su destino: “Donde yo esté estará también el que me sirve” (Jn 12, 26). El cristiano corre la misma suerte del Señor, incluso hasta la cruz: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga” (Mc 8, 34). Nos alienta el testimonio de tantos misioneros y mártires de ayer y de hoy en nuestros pueblos que han llegado a compartir la cruz de Cristo hasta la entrega de su vida.

Imagen espléndida de configuración al proyecto trinitario que se cumple en Cristo, es la Virgen María. Desde su Concepción Inmaculada hasta su Asunción nos recuerda que la belleza del ser humano está toda en el vínculo de amor con la Trinidad, y que la plenitud de nuestra libertad está en la respuesta positiva que le damos.

142. En América Latina y El Caribe innumerables cristianos buscan configurarse con el Señor al encontrarlo en la escucha orante de la Palabra, recibir su perdón en el Sacramento de la Reconciliación, y su vida en la celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos, en la entrega solidaria a los hermanos más necesitados y en la vida de muchas comunidades que reconocen con gozo al Señor en medio de ellos.

4.3 Enviados a anunciar el Evangelio del Reino de vida

Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios, con palabras y acciones, con su muerte y resurrección, inaugura en medio de nosotros el Reino de vida del Padre, que alcanzará su plenitud allí donde no habrá más “muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo antiguo ha desaparecido” (Ap 21, 4). Durante su vida y con su muerte en cruz, Jesús permanece fiel a su Padre y a su voluntad (cf. Lc 22, 42). Durante su ministerio, los discípulos no fueron capaces de comprender que el sentido de su vida sellaba el sentido de su muerte. Mucho menos podían comprender que, según el designio del Padre, la muerte del Hijo era fuente de vida fecunda para todos (cf. Jn 12, 23-24). El misterio pascual de Jesús es el acto de obediencia y amor al Padre y de entrega por todos sus hermanos, mediante el cual el Mesías dona plenamente aquella vida que ofrecía en caminos y aldeas de Palestina. Por su sacrificio voluntario, el Cordero de Dios pone su vida ofrecida en las manos del Padre (cf. Lc 23, 46), quien lo hace salvación “para nosotros” (1Cor 1, 30). Por el misterio pascual, el Padre sella la nueva alianza y genera un nuevo pueblo que tiene por fundamento su amor gratuito de Padre que salva.

Al llamar a los suyos para que lo sigan, les da un encargo muy preciso: anunciar el evangelio del Reino a todas las naciones (cf. Mt 28, 19; Lc 24, 46-48). Por esto, todo discípulo es misionero,pues Jesús lo hace partícipe de su misión al mismo tiempo que lo vincula a Él como amigo y hermano. De esta manera, como Él es testigo del misterio del Padre, así los discípulos son testigos de la muerte y resurrección del Señor hasta que Él vuelva. Cumplir este encargo no es una tarea opcional, sino parte integrante de la identidad cristiana, porque es la extensión testimonial de la vocación misma.

Cuando crece la conciencia de pertenencia a Cristo, en razón de la gratitud y alegría que produce, crece también el ímpetu de comunicar a todo el don de ese encuentro. La misión no se limita a un programa o proyecto, sino que es compartir la experiencia del acontecimiento del encuentro con Cristo, testimoniarlo y anunciarlo de persona a persona, de comunidad a comunidad, y de la Iglesia a todos los confines del mundo (cf. Hch 1, 8).

146. Benedicto XVI nos recuerda que: “el discípulo, fundamentado así en la roca de la Palabra de Dios, se siente impulsado a llevar la Buena Nueva de la salvación a sus hermanos. Discipulado y misión son como las dos caras de una misma medalla: cuando el discípulo está enamorado deCristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4, 12). En efecto, el discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro”61. Esta es la tarea esencial de la evangelización, que incluye la opción preferencial por los pobres, la promoción humana integral y la auténtica liberación cristiana.

Jesús salió al encuentro de personas en situaciones muy diversas: hombres y mujeres, pobres y ricos, judíos y extranjeros, justos y pecadores…, invitándolos a todos a su seguimiento. Hoy sigue invitando a encontrar en Él el amor del Padre. Por esto mismo el discípulo misionero ha de ser un hombre o una mujer que hace visible el amor misericordioso del Padre, especialmente a los pobres y pecadores.

148. Al participar de esta misión, el discípulo camina hacia la santidad. Vivirla en la misión lo lleva al corazón del mundo. Por eso la santidad no es una fuga hacia el intimismo o hacia el individualismo religioso, tampoco un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y del mundo y, mucho menos, una fuga de la realidad hacia un mundo exclusivamente espiritual.

4.4 Animados por el Espíritu Santo

Jesús, al comienzo de su vida pública, después de su bautismo, fue conducido por el Espíritu Santo al desierto para prepararse a su misión (cf. Mc 1, 12-13) y, con la oración y el ayuno, discernió la voluntad del Padre y venció las tentaciones de seguir otros caminos. Ese mismo Espíritu acompañó a Jesús durante toda su vida (cf. Hch 10, 38). Una vez resucitado, comunicó su Espíritu vivificador a los suyos (cf. Hch 2, 33).

A partir de Pentecostés, la Iglesia experimenta de inmediato fecundas irrupciones del Espíritu, vitalidad divina que se expresa en diversos dones y carismas (cf. 1Cor 12, 1-11) y variados oficios que edifican la Iglesia y sirven a la evangelización (cf. 1Cor 12, 28-29). Por estos donesdel Espíritu, la comunidad extiende el ministerio salvífico del Señor hasta que Él de nuevo se manifieste al final de los tiempos (cf. 1Cor 1, 6-7). El Espíritu en la Iglesia forja misioneros decididos y valientes como Pedro (cf. Hch 4, 13) y Pablo (cf. Hch 13, 9), señala los lugares que deben ser evangelizados y elige a quiénes deben hacerlo (cf. Hch 13, 2).

La Iglesia, en cuanto marcada y sellada “con Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11), continúa la obra del Mesías, abriendo para el creyente las puertas de la salvación (cf. 1 Cor 6, 11). Pablo lo afirma de este modo: “Ustedes son una carta de Cristo redactada por ministerio nuestro y escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo” (2Cor 3, 3). El mismo y único Espíritu guía y fortalece a la Iglesia en el anuncio de la Palabra, en la celebración de la fe y en el servicio de la caridad hasta que el Cuerpo de Cristo alcance la estatura de su Cabeza (cf. Ef 4, 15-16). De este modo, por la eficaz presencia de su Espíritu, Dios asegura hasta la parusía su propuesta de vida para hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares, impulsando la transformación de la historia y sus dinamismos. Por tanto, el Señor sigue derramando hoy su Vida por la labor de la Iglesia que, con “la fuerza del Espíritu Santo enviado desde el cielo” (1Pe 1, 12), continúa la misión que Jesucristo recibió de su Padre (cf. Jn 20, 21).

Jesús nos transmitió las palabras de su Padre y es el Espíritu quien recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo (cf. Jn 14, 26). Ya desde el principio los discípulos habían sido formados por Jesús en el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 2); es, en la Iglesia, el Maestro interior que conduce al conocimiento de la verdad total formando discípulos y misioneros. Esta es la razón por la cual los seguidores de Jesús deben dejarse guiar constantemente por el Espíritu (cf. Gal 5, 25), y hacer propia la pasión por el Padre y el Reino: anunciar la Buena Nueva a los pobres, curar a los enfermos, consolar a los tristes, liberar a los cautivos y anunciar a todos el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 18-19).

Esta realidad se hace presente en nuestra vida por obra del Espíritu Santo que también, a través de los sacramentos, nos ilumina y vivifica. En virtud del Bautismo y la Confirmación somos llamados a ser discípulos misioneros de Jesucristo y entramos a la comunión trinitaria en la Iglesia, la cual tiene su cumbre en la Eucaristía, que es principio y proyecto de misión del cristiano. “Así, pues, la Santísima Eucaristía lleva la iniciación cristiana a su plenitud y es como el centro y fin de toda la vida sacramental”

Mensaje de la V Conferencia General a los pueblos de América Latina y el Caribe

Reunidos en el Santuario Nacional de Nuestra Señora de la Concepción Aparecida en Brasil, saludamos en el amor del Señor a todo el Pueblo de Dios y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad

Del 13 al 31 de mayo de 2007, estuvimos reunidos en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, inaugurada con la presencia y la palabra del Santo Padre Benedicto XVI.

En nuestros trabajos, realizados en ambiente de ferviente oración, fraternidad y comunión afectiva, hemos buscado dar continuidad al camino de renovación recorrido por la Iglesia católica desde el Concilio Vaticano II y en las anteriores cuatro Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano y del Caribe.

Al terminar esta V Conferencia les anunciamos que hemos asumido el desafío de trabajar para darle un nuevo impulso y vigor a nuestra misión en y desde América Latina y el Caribe.

1. Jesús Camino, Verdad y Vida
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6)


Ante los desafíos que nos plantea esta nueva época en la que estamos inmersos, renovamos nuestra fe, proclamando con alegría a todos los hombres y mujeres de nuestro continente: Somos amados y redimidos en Jesús, Hijo de Dios, el Resucitado vivo en medio de nosotros; por Él podemos ser libres del pecado, de toda esclavitud y vivir en justicia y fraternidad. ¡Jesús es el camino que nos permite descubrir la verdad y lograr la plena realización de nuestra vida!

2. Llamados al seguimiento de Jesús

“Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él” (Jn 1,39)

La primera invitación que Jesús hace a toda persona que ha vivido el encuentro con Él, es la de ser su discípulo, para poner sus pasos en sus huellas y formar parte de su comunidad. ¡Nuestra mayor alegría es ser discípulos suyos! Él nos llama a cada uno por nuestro nombre, conociendo a fondo nuestra historia (cf. Jn 10,3), para convivir con Él y enviarnos a continuar su misión (cf. Mc 3,14-15).


¡Sigamos al Señor Jesús! Discípulo es el que habiendo respondido a este llamado, lo sigue paso a paso por los caminos del Evangelio. En el seguimiento oímos y vemos el acontecer del Reino de Dios, la conversión de cada persona, punto de partida para la transformación de la sociedad, y se nos abren los caminos de la vida eterna. En la escuela de Jesús aprendemos una “vida nueva” dinamizada por el Espíritu Santo y reflejada en los valores del Reino.


Identificados con el Maestro, nuestra vida se mueve al impulso del amor y en el servicio a los demás. Este amor implica una continua opción y discernimiento para seguir el camino de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-26). No temamos la cruz que supone la fidelidad al seguimiento de Jesucristo, pues ella está iluminada por la luz de la Resurrección. De esta manera, como discípulos, abrimos caminos de vida y esperanza para nuestros pueblos sufrientes por el pecado y todo tipo de injusticias.


El llamado a ser discípulos-misioneros nos exige una decisión clara por Jesús y su Evangelio, coherencia entre la fe y la vida, encarnación de los valores del Reino, inserción en la comunidad y ser signo de contradicción y novedad en un mundo que promueve el consumismo y desfigura los valores que dignifican al ser humano. En un mundo que se cierra al Dios del amor, ¡somos una comunidad de amor, no del mundo sino en el mundo y para el mundo! (cf. Jn 15,19; 17,14-16).


3. El discipulado misionero en la pastoral de la Iglesia

“Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos” (Mt 28,19)

Constatamos cómo el camino del discipulado misionero es fuente de renovación de nuestra pastoral en el Continente y nuevo punto de partida para la Nueva Evangelización de nuestros pueblos.


Una Iglesia que se hace discípula


De la parábola del Buen Pastor aprendemos a ser discípulos que se alimentan de la Palabra : “Las ovejas le siguen porque conocen su voz” (Jn 10,4). Que la Palabra de Vida (cf. Jn 6,63), saboreada en la Lectura Orante y la celebración y vivencia del don de la Eucaristía , nos transformen y nos revelen la presencia viva del Resucitado que camina con nosotros y actúa en la historia (cf. Lc 24,13-35).


Con firmeza y decisión, continuaremos ejerciendo nuestra tarea profética discerniendo dónde está el camino de la verdad y de la vida; levantando nuestra voz en los espacios sociales de nuestros pueblos y ciudades, especialmente, a favor de los excluidos de la sociedad. Queremos estimular la formación de políticos y legisladores cristianos para que contribuyan a la construcción de una sociedad justa y fraterna según los principios de la Doctrina Social de la Iglesia.


Una Iglesia formadora de discípulos y discípulas


Todos en la Iglesia estamos llamados a ser discípulos y misioneros. Es necesario formarnos y formar a todo el Pueblo de Dios para cumplir con responsabilidad y audacia esta tarea.


La alegría de ser discípulos y misioneros se percibe de manera especial donde hacemos comunidad fraterna. Estamos llamados a ser Iglesia de brazos abiertos, que sabe acoger y valorar a cada uno de sus miembros. Por eso, alentamos los esfuerzos que se hacen en las parroquias para ser “casa y escuela de comunión”, animando y formando pequeñas comunidades y comunidades eclesiales de base, así como también en las asociaciones de laicos, movimientos eclesiales y nuevas comunidades.

Nos proponemos reforzar nuestra presencia y cercanía. Por eso, en nuestro servicio pastoral, invitamos a dedicarle más tiempo a cada persona, escucharla, estar a su lado en sus acontecimientos importantes y ayudar a buscar con ella las respuestas a sus necesidades. Hagamos que todos, al ser valorados, puedan sentirse en la Iglesia como en su propia casa.


Al reafirmar el compromiso por la formación de discípulos y misioneros, esta Conferencia se ha propuesto atender con más cuidado las etapas del primer anuncio, la iniciación cristiana y la maduración en la fe. Desde el fortalecimiento de la identidad cristiana ayudemos a cada hermano y hermana a descubrir el servicio que el Señor le pide en la Iglesia y en la sociedad.

En un mundo sediento de espiritualidad y concientes de la centralidad que ocupa la relación con el Señor en nuestra vida de discípulos, queremos ser una Iglesia que aprende a orar y enseña a orar. Una oración que nace de la vida y el corazón y es punto de partida de celebraciones vivas y participativas que animan y alimentan la fe.

4. Discipulado misionero al servicio de la vida

“Yo he venido para tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).

Desde el cenáculo de Aparecida nos disponemos a emprender una nueva etapa de nuestro caminar pastoral declarándonos en misión permanente . Con el fuego del Espíritu vamos a inflamar de amor nuestro Continente: “Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre Ustedes, y serán mis testigos… hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8).


En fidelidad al mandato misionero


Jesús invita a todos a participar de su misión. ¡Que nadie se quede de brazos cruzados! Ser misionero es ser anunciador de Jesucristo con creatividad y audacia en todos los lugares donde el Evangelio no ha sido suficientemente anunciado o acogido, en especial, en los ambientes difíciles y olvidados y más allá de nuestras fronteras.


Como fermento en la masa


Seamos misioneros del Evangelio no sólo con la palabra sino sobre todo con nuestra propia vida, entregándola en el servicio, inclusive hasta el martirio.

Jesús comenzó su misión formando una comunidad de discípulos misioneros, la Iglesia, que es el inicio del Reino. Su comunidad también fue parte de su anuncio. Insertos en la sociedad, hagamos visible nuestro amor y solidaridad fraterna (cf. Jn 13,35) y promovamos el diálogo con los diferentes actores sociales y religiosos. En una sociedad cada vez más plural, seamos integradores de fuerzas en la construcción de un mundo más justo, reconciliado y solidario.


Servidores de la mesa compartida


Las agudas diferencias entre ricos y pobres nos invitan a trabajar con mayor empeño en ser discípulos que saben compartir la mesa de la vida, mesa de todos los hijos e hijas del Padre, mesa abierta, incluyente, en la que no falte nadie. Por eso reafirmamos nuestra opción preferencial y evangélica por los pobres.

Nos comprometemos a defender a los más débiles, especialmente a los niños, enfermos, discapacitados, jóvenes en situaciones de riesgo, ancianos, presos, migrantes. Velamos por el respeto al derecho que tienen los pueblos de defender y promover “los valores subyacentes en todos los estratos sociales, especialmente en los pueblos indígenas” (Benedicto XVI, Discurso Guarulhos No.4). Queremos contribuir para garantizar condiciones de vida digna: salud, alimentación, educación, vivienda y trabajo para todos.


La fidelidad a Jesús nos exige combatir los males que dañan o destruyen la vida, como el aborto, las guerras, el secuestro, la violencia armada, el terrorismo, la explotación sexual y el narcotráfico.

Invitamos a todos los dirigentes de nuestras naciones a defender la verdad y a velar por el inviolable y sagrado derecho a la vida y la dignidad de la persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural.

Ponemos a disposición de nuestros países los esfuerzos pastorales de la Iglesia para aportar en la promoción de una cultura de la honestidad que subsane la raíz de las diversas formas de violencia, enriquecimiento ilícito y corrupción.

En coherencia con el proyecto del Padre creador, convocamos a todas las fuerzas vivas de la sociedad para cuidar nuestra casa común, la tierra, amenazada de destrucción. Queremos favorecer un desarrollo humano y sostenible basado en la justa distribución de las riquezas y la comunión de los bienes entre todos los pueblos.

5. Hacia un continente de la vida, del amor y de la paz

“En esto todos conocerán que son discípulos míos” (Jn 13,35)

Nosotros, participantes en la V Conferencia General en Aparecida, y junto con toda la Iglesia “comunidad de amor”, queremos abrazar a todo el continente para transmitirles el amor de Dios y el nuestro. Deseamos que este abrazo alcance también al mundo entero.


Al terminar la Conferencia de Aparecida, en el vigor del Espíritu Santo, convocamos a todos nuestros hermanos y hermanas, para que, unidos, con entusiasmo realicemos la Gran Misión Continental. Será un nuevo Pentecostés que nos impulse a ir, de manera especial, en búsqueda de los católicos alejados y de los que poco o nada conocen a Jesucristo, para que formemos con alegría la comunidad de amor de nuestro Padre Dios. Misión que debe llegar a todos, ser permanente y profunda.


Con el fuego del Espíritu Santo, avancemos construyendo con esperanza nuestra historia de salvación en el camino de la evangelización, teniendo en torno nuestro a tantos testigos (cf. Hb 12,1), que son los mártires, santos y beatos de nuestro continente. Con su testimonio nos han mostrado que la fidelidad vale la pena y es posible hasta el final.


Unidos a todo el pueblo orante, confiamos a María, Madre de Dios y Madre nuestra, primera discípula y misionera al servicio de la vida, del amor y de la paz, invocada bajo los títulos de Nuestra Señora Aparecida y de Nuestra Señora de Guadalupe, el nuevo impulso que brota a partir de hoy en toda América Latina y el Caribe, bajo el soplo del nuevo Pentecostés para nuestra Iglesia a partir de esta V Conferencia que aquí hemos celebrado.


En Medellín y en Puebla terminamos diciendo “CREEMOS”. En Aparecida, como lo hicimos en Santo Domingo, proclamamos con todas nuestras fuerzas: CREEMOS Y ESPERAMOS.


Esperamos…
Ser una Iglesia viva, fiel y creíble que se alimenta en la Palabra de Dios y en la Eucaristía..
Vivir nuestro ser cristiano con alegría y convicción como discípulos-misioneros de Jesucristo.
Formar comunidades vivas que alimenten la fe e impulsen la acción misionera.
Valorar las diversas organizaciones eclesiales en espíritu de comunión.
Promover un laicado maduro, corresponsable con la misión de anunciar y hacer visible el Reino de Dios.
Impulsar la participación activa de la mujer en la sociedad y en la Iglesia.
Mantener con renovado esfuerzo nuestra opción preferencial y evangélica por los pobres.
Acompañar a los jóvenes en su formación y búsqueda de identidad, vocación y misión, renovando nuestra opción por ellos.
Trabajar con todas las personas de buena voluntad en la construcción del Reino.
Fortalecer con audacia la pastoral de la familia y de la vida.
Valorar y respetar nuestros pueblos indígenas y afrodescendientes.
Avanzar en el diálogo ecuménico “para que todos sean uno”, como también en el diálogo interreligioso.
Hacer de este continente un modelo de reconciliación, de justicia y de paz.
Cuidar la creación, casa de todos en fidelidad al proyecto de Dios.
Colaborar en la integración de los pueblos de América Latina y el Caribe.
¡Que este Continente de la esperanza también sea el Continente del amor, de la vida y de la paz!

Aparecida – Brasil, 29 de Mayo de 2007

Teoría del Conocimiento, Lic. Gabriel Zanotti diciembre 7, 2007

Posted by Rodrigo Martínez Casás in Filosofía General.
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FILOSOFÍA PARA NO FILÓSOFOS

CONTENIDO

El conocimiento: De dónde comenzamos. El conocimiento y sus problemas. Las posiciones. El escepticismo. El relativismo. Nuestra posición. Las facultades. La inteligencia y los sentidos. El realismo. La intencionalidad. Kant. La verdad. La intuición. La intuición y la metafísica. Las ciencias positivas. La seguridad de las ciencias positivas. La limitación del conocimiento. Hume. La razón y la fe. La fe natural. Su razonabilidad. La fe religiosa. Su diferencia con lo irracional.

CAPITULO IV

EL CONOCIMIENTO

Supongo que tal vez has hecho un alto para descansar. Me parece bien. Hemos caminado bastante, y hay que recuperar fuerzas porque ahora vamos a visitar una de las cuestiones más complejas y definitorias de la filosofía.

De dónde comenzamos

Debo decirte que con este tema tenemos una gran ventaja, y es que no comenzamos de cero. En efecto, hasta ahora hemos hablado de diver­sos temas, y con esas reflexiones hemos adqui­rido conocimiento sobre esos temas, lo cual im­plica que hemos ejercido nuestras capacidades de conocimien­to (lo cual es lo mismo que decir que si hemos caminado he­mos ejercido nuestra capacidad de caminar).

¿Podríamos haber hecho de otro modo? Esto es: supongamos que, antes de conocer cualquier cosa, decimos: vamos a conocer qué es conocer y cuáles son mis capacidades de conocimiento, en cuanto a sus alcances y límites. Eso tiene sus inconvenientes y sus ventajas. Es obviamente ventajoso que reflexionemos sobre el conocimiento, para poder conocer me­jor. Pero nos enfrentamos con un gran problema lógico si po­nemos en duda absolutamente toda nuestra capacidad para co­nocer, para después llegar a la conclusión de que podemos co­nocer algo. O sea: supongamos que decimos: antes de conocer algo, vamos a ver si podemos conocer. En ese caso el gran pro­blema es que, si queremos conocer si podemos conocer, vamos a tener que ejercitar esa misma capacidad de conocer que esta­mos poniendo en duda. Con lo cual nos estaremos contradi­ciendo. Es lo mismo que alguien dijera: “dudo que pueda razo­nar. Entonces, voy a razonar para ver si puedo razonar”. Lo cual implica dudar que se pueda razonar y ponerse a razonar para solucionar la duda, yeso es medio absurdo.

Con todo esto sólo quiero decirte que siempre estamos ejerciendo nuestra capacidad de conocer. Por lo tanto, lo que sí podemos hacer, sin caer en el problema aludido, es reflexio­nar sobre esa capacidad. Y habrás notado que ya van dos veces que te subrayo la palabra “reflexionar”. En efecto, lo que po­demos hacer es volver sobre este conocimiento que hasta ahora hemos estado utilizando, como un carpintero que está hacien­do muebles y se pone a reflexionar sobre su actividad como carpintero. Por eso he considerado mejor que este capítulo ha­ya quedado para el final. N o es que era imposible haber co­menzado con este capítulo desde él principio, pero era más di­fícil. Más fácil es hacer como dice la canción: “se hace camino al andar”. De igual modo, se conoce sobre el conocimiento conociendo.

El cono­cimiento y sus problemas

Lo primero que haremos en esta reflexión so­bre el conocimiento es tratar de ver cuáles son sus principales problemas o cuestionamientos. O, dicho más fácil, cuáles son las preguntas que sugiere el problema del conocimiento. Habi­tualmente, en la filosofía distinguimos tres pre­guntas principales, cuyas respuestas van delimitando las princi­pales posiciones en teoría del conocimiento (gnoseología). Esas tres preguntas son: uno, ¿se puede conocer? Dos: ¿qué se conoce? Tres: ¿cómo se conoce? (o con qué se conoce). Hay, además, una cuarta pregunta, emparentada con todas, pero so­bre todo tal vez con la primera: ¿qué es conocer? Comence­mos a analizar estas preguntas.

Las posiciones

A la pregunta” ¿se puede conocer?” correspon­den, obviamente, dos respuestas básicas: sí o no. Si decimos que sÍ, a partir de allí se trata de pasar a las demás preguntas y se abre todo un abanico de posiciones distintas. Ahora bien, puede contestarse que no, a partir de lo cual, obviamente, no tiene sentido seguir preguntando las demás cosas. Esta respuesta, que dice que no se puede conocer, está Íntimamente emparentada con afirma­ciones tales como que no se puede alcanzar la verdad, o que la verdad es relativa, o que todo es relativo, o que jamás podre­mos tener certeza de algo, etcétera. Esta posición ha sido tradi­cionalmente calificada como escepticismo. Será la primera que comentaremos, antes de describir nuestra posición.

La segunda pregunta era sobre qué se conoce. Esto se re­fiere a lo siguiente: ¿se conocen cosas que existen indepen­dientemente de que las conozcamos? O también: el hecho de que conozcamos algo, ¿es causa de la existencia de lo que co­nocemos? Aunque en principio esto te parezca fácil de respon­der, este ha sido uno de los problemas más complejos de la filosofía. Habitualmente se denomina realismo a la posición que afirma que pueden conocerse cosas cuya existencia sea in­dependiente del sujeto que está conociendo, y que el modo de ser de esas cosas no queda totalmente oculto al sujeto que co­noce. Idealismo es la posición contraria:

La tercera pregunta cuestionaba con qué (o cómo) se conoce. Se denomina racionalismo la postura que afirma que conocemos fundamentalmente con el intelecto y la razón, y empirismo la postura que sostiene que se conoce fundamental­mente con los sentidos. Hay una postura intermedia que sostie­ne que conocemos fundamentalmente con ambas facultades de conocimiento (en cuanto que ambas son necesarias y ninguna se puede dejar de lado). Algunos llaman a esta posición “inte­lectualismo”.

Quisiera advertirte que estas clasificaciones son “peligro­sas”. Su peligrosidad radica en que desdibujan gravemente la complejidad de los diversos matices que aparecen en las posi­ciones de diversos autores. Permíteme pedirte que nunca hagas esto: fulano es -por ejemplo- “idealista”; el idealismo dice “tal cosa”, luego fulano dice tal cosa. No, cuidado; lo que al­guien “sea” y/o diga es algo muy complejo como para calificar­lo de manera tan rápida; hay que leer directamente a fulano para tener una idea acabada de su pensamiento. Estas clasifica­ciones sólo sirven para ordenarse un poco mentalmente en el complejo mundo de la filosofía; cumplen la misma función que una pequeña vela en una ciudad a oscuras, que al menos evita que tropieces y te lastimes gravemente; pero para ver más ‘claramente hay que introducirse directamente en el pen­samiento de cada autor.

El escepticismo

Como te había dicho, no quisiera descubrirte mis opiniones sin antes meditar contigo el tema del escepticismo. En efecto, muchas veces ha­brás pensado, ante la evidencia de ciertos erro­res cometidos, por ti o por otros, o ante lo complicado de ciertas cuestiones, es posible que el hombre alcance la verdad. Las contradicciones entre las diversas posi­ciones y sus graves diferencias de opinión; los errores sobre los datos de nuestros sentidos; las limitaciones de la mente huma­na. . . Todas esas cosas pueden hacemos dudar de nuestra capa­cidad para conocer con verdad; lo cual implica, en última ins­tancia, poner en duda nuestra capacidad de conocimiento.

Pero, justamente, a partir de este problema, muchos filó­sofos -por ejemplo, san Agustín, o Descartes- han encontrado la vía para superar el escepticismo y no paralizar el pensamien­to ante la duda. En efecto, en el momento en el que estamos advirtiendo que erramos o que estamos dudando, estamos en­contrando una verdad que podemos afirmar con certeza. Y muchas cosas de las que diremos ahora las habíamos visto en el capítulo anterior, cuando hablábamos de la inteligencia hu­mana, al reflexionar sobre el hombre. Es en la reflexión sobre el escepticismo donde el hombre puede advertir con más pro­fundidad la esencial apertura de su inteligencia a la realidad. Si dudamos, ¿podemos dudar entonces de que dudamos? No. Es verdad, pues, que tenemos dudas, y he allí una verdad de la cual no dudamos. Podemos, pues, dudar, pero no de todo. De igual modo, si cometemos errores, al decir “esto es un error”, eso lo suponemos verdad, y tenemos también allí una verdad de la cual no dudamos. Es más: a través de la reflexión sobre estos actos de pensamiento -tus dudas, tus errores- se te apa­rece, de manera evidente, tu propio ser, como también decía­mos en el capítulo anterior. Eres tú el que duda; es más, si no existieras, no podrías dudar, y, por lo tanto, tu propia existen­cia (que manifiestas al decir “yo existo” o “yo soy”) se te apa­rece como una verdad evidente, segura, tan segura que no nece­sita ser demostrada (por eso es evidente). Por lo tanto, todo es­to nos muestra que sostener una posición escéptica total es contradictorio, pues si dices “no se puede conocer la verdad”, eso ya lo estás afirmando como verdadero; pero entonces, ¿no era que lo verdadero no se puede conocer? Y entonces te estás contradiciendo. De igual modo, si dices “dudo de todo”, no dudas de que dudas, y por lo tanto, en realidad, no dudas de todo. En realidad, como decía el viejo Aristóteles, si no quieres contradecirte siendo coherentemente escéptico, debes quedar­te mudo.

Por supuesto, todo esto no quiere decir que conozcamos absolutamente todo y que nunca podemos equivocamos -eso sería el extremo opuesto-; sólo significa que podemos conocer; que ese “poder conocer” se manifiesta en la apertura de tu in­teligencia a la realidad, lo cual se manifiesta aún en el caso de tu duda, cuando adviertes por ella tu propia existencia, y adviertes entonces que tu mente está abierta a la existencia de las cosas.

A veces se utilizan dos términos muy especiales que tie­nen relación con este tema. Serían “dogmáticos” quienes no dudan de todo y aceptan determinados puntos de partida evi­dentes, mientras que serían “críticos” quienes sólo aceptan al­gún conocimiento después de revisar cuidadosamente sus fun­damentos. Pero, en mi opinión, no es necesaria una contrapo­sición entre ambas actitudes, puesto que si la actitud “crítica” implica revisar los fundamentos de cualquier afirmación, ello se identifica con la actitud filosófica como tal, y por lo tanto también son “críticos” quienes aceptan puntos de partida evi­dentes, pues, si la evidencia es filosóficamente aceptada, ello implica que -como lo hemos hecho hasta aquí-se ha reflexio­nado sobre esa evidencia, de modo de mostrarla (no “de­mostrarla”) cuidadosamente. En este sentido, el término “crí­tico” puede asociarse a la actitud filosófica sin más, y no co­rresponde por lo tanto a ninguna posición filosófica en parti­cular. Por otra parte, el término “dogmatismo” debería des­terrarse por completo de la filosofía. El dogma no es malo, pero corresponde a otro ámbito, que es el religioso.

El relativismo

El escepticismo también se manifiesta bajo la forma de relativismos. Con la palabra “relati­vo” se quiere decir que no hay una verdad co­mo tal, sino sólo afirmaciones que dependen de algo que necesariamente las influye. Así, puede haber un rela­tivismo de tipo económico, si se afirma que todo lo que pien­ses dependerá de tu posición económica, o, por ejemplo, un re­lativismo psicológico, que afirme que todo lo que digas depen­derá de los conflictos psicológicos que tengamos. Así, según lo primero, si piensas que el banco de la esquina debería dar más crédito, piensas eso, necesariamente, porque necesitas uno; o, según lo segundo, si afirmas la existencia de Dios es porque, necesariamente, estás tratando de recuperar o sustituir la fi­gura de tu padre. Y me dirás: ¿y no puede ser algo así? Pues claro que en algunos casos puede ser; lo que el relativismo afir­ma es que siempre es así, lo cual es distinto. Por supuesto que tus problemas económicos pueden influir en tus opiniones so­bre lo que debería hacer el banco, de igual modo que, si tienes una opinión favorable hacia los animales, eso puede estar in­fluido por el hecho de que de chiquitito te encantaba ir al zoológico. Pero lo que el relativismo afirma -en sus diversas variantes- es que siempre tus afirmaciones van a estar necesa­riamente’ relacionadas con tal o cual factor (económico, psico­lógico, racial, cultural, etcétera). Lo cual implicaría que no se puede alcanzar una verdad en sí misma, independientemente de esos condicionamientos. Y entonces nuevamente aparece la contradicción de todo escepticismo. Como explica el doctor José M. J. Cravero en sus clases de filosofía, el relativismo afir­ma como verdad que nada se puede afirmar independientemen­te de tal o cual condición determinante, pero esa afirmación es colocada como una verdad independiente de tal o cual con­dicionamiento. Lo cual es contradictorio. Además, ¿cómo hizo el autor que afirma ese relativismo para salir de ese condiciona­miento que se supone determina toda afirmación, incluso las del autor que afirma el relativismo? Si yo afirmo, por ejemplo, que toda afirmación está condicionada de manera determinan­te por problemas psicológicos, ¿por qué no esa misma afirma­ción también? Al parecer, quien afirma un relativismo se con­sidera liberado del relativismo que afirma para todas las demás opiniones. Y en última instancia, si todo es relativo, también es relativo que todo es relativo. Por lo tanto, el relativismo pade­ce la contradicción de todo escepticismo.

Nuestra posición

Como ves, a partir del análisis de la posición escéptica estamos describiendo nuestra propia posición. ¿Qué es conocer? No es fácil de de­finir, pero podríamos aventuramos a decir que conocer es “captar” la realidad, lo cual implica captar la exis­tencia y algo del modo de existencia de las cosas. Y no duda­mos de que podemos conocer, porque aún en esa misma duda advertimos ya nuestra propia existencia, lo cual es. una expe­riencia interna de nuestra apertura al existir de las cosas ( esto no implica que no tengamos dudas, sino que no dudamos de todo). Este es, en mi opinión, el punto de partida defini­torio de la teoría del conocimiento.


Las facultades

A partir de aquí, verás que reiteraremos algunas cosas que ya hemos meditado en capítulos an­teriores. Si conocer es, en cierto modo, estar a­biertos a la realidad que nos rodea, cuando de­cimos “realidad” nos estamos refiriendo al conjunto de cosas que existen, con su existir y su modo de existir (como había­mos visto cuando analizábamos el modo de llegar racionalmen­te a Dios). Este conocimiento es, como habíamos visto, carac­terística esencial del hombre, quien es el sujeto de conocimien­to (o sea, el que conoce) a través de sus capacidades para cono­cer, que llamamos potencias o facultades de conocimiento. A través de esas facultades, el hombre llega al objeto de conoci­miento (la cosa conocida), esto es, las cosas. Una de esas facul­tades, esencial en el hombre, es, como hemos visto, la inteli­gencia (cuyo nombre viene, como vimos en el capítulo 3, de “intus” (dentro) y “legit” (lee), porque “lee dentro” de la co­sa, captando su ser y su modo de ser). Toda potencia de cono­cimiento tiene una acción específica y un objeto (aquello que conoce) específico. Así, si preguntamos qué es la inteligencia, podemos decir: la inteligencia es la capacidad de “entender”; y si a su vez nos preguntamos qué es entender, podemos decir que entender es captar el existir y el modo de existir (ser y mo­do de ser) de las cosas. Algo que hacemos todos los días, cuan­do miramos a nuestro alrededor y decimos “allí hay tal cosa o tal otra”. Como ves, la potencia se define por su relación a su acción propia, y ésta por su relación al objeto (para dar otro ejemplo, la vista es la capacidad de ver, y ver es captar la luz). Por eso podemos decir que cada potencia se define por su ob­jeto, y por eso objetos de conocimiento distintos necesitarán potencias de conocimiento distintas.

La inteligencia y los sentidos

Pero el hombre no conoce sólo por su inteligen­cia. Hay también en el hombre potencias de co­nocimiento sensibles, que podemos experimen­tar en nosotros mismos todos los días. Por ejemplo, los cinco sentidos. Estas potencias de conocimiento nos informan de las característi­cas palpables y visibles de las cosas, mientras que l_ inteligencia nos muestra su existencia y su modo de existencia (su esencia). De ese modo, inteligencia y sentidos trabajan Íntimamente unidas, informando ambas potencias de un solo objeto de co­nocimiento (la cosa) a un solo sujeto que conoce (la persona humana). Si, por ejemplo, se nos aparece un perro por delante, los sentidos nos informarán de ciertos caracteres concretos (su color, su tamaño, su forma exterior, sus ladridos -si ladra-) y’ nuestra inteligencia advertirá su existir y su modo de existir; incluso, nuestra inteligencia podrá después universalizar ese modo de existir (el concepto “perro” ‘en sí mismo) y podrá elaborar también razonamientos necesarios sobre ese modo de existir. Por ejemplo, las reflexiones filosóficas que hemos he­cho sobre el hombre, cuando vimos, por ejemplo, que todo ser humano es inteligente y libre, con una dignidad natural, etcéte­ra, constituyen un conocimiento universal sobre la naturaleza del ser humano que va más allá de los datos que nos pueden dar nuestros sentidos sobre tal o cual hombre concreto (de allí la frase “lo esencial es invisible a los ojos”). Por ejemplo, nues­tros sentidos pueden decimos que Juan es alto y de raza negra, pero sólo nuestra inteligencia nos dirá que Juan, por ser perso­na, tiene una dignidad natural que debe ser respetada. Pero es­to no implica que este tipo de conocimientos sean “innatos”, como si naciéramos ya con ellos. De ningún modo. La inteli­gencia necesita los datos de los sentidos, para que a partir de ellos llegue a donde ellos no llegan: la reflexión sobre el modo de ser de las cosas y su existencia. Por eso nuestra posición es intermedia entre un empirismo total y un racionalismo total.

El realismo

Y, a la vez, nuestra posición es realista. El ser humano está abierto a la realidad de las cosas. Y, justamente, al analizar una posición escépti­ca, que pudiera dudar de tal cosa, habíamos en­contrado que la reflexión sobre nuestra propia existencia nos muestra que no es nuestro pensamiento el origen de nuestra existencia, sino al revés. Yo no existo porque pienso, sino que puedo pensar porque existo; si no existiera, nada podría hacer. De allí que, cuando en nuestras dudas advertimos nuestro pen­samiento, advirtamos a la vez que existimos, como el origen úl­timo de que podamos estar pensando. Y allí experimentamos nuestra apertura a la existencia. Por eso, si nuestro pensamien­to no es el origen de nuestra existencia, menos aún será el ori­gen de la existencia de las demás cosas.

Es a partir de este realismo que podemos solucionar la siguiente dificultad. Si vemos un árbol, por ejemplo, tenemos en nuestro interior a la imagen del árbol, pero no al árbol mis­mo, por supuesto. O sea que el sujeto que conoce no tiene den­tro de sí alas cosas que conoce, sino “imágenes” o “signos” de las cosas que conoce. Conocemos, pues, a través de signos. Y entonces alguien puede preguntar: ¿cómo sabemos que esos signos o imágenes corresponden a las cosas reales externas a nosotros? ¿Cómo sabemos que la imagen del árbol correspon­de a un árbol real? (Esta es la pregunta que podría hacer la posición idealista). Pues bien: debo decirte que, según lo que he meditado hasta ahora este tema, es casi imposible resolver esta dificultad si se duda de nuestra apertura a las cosas reales en sí mismas. Pero, como hemos dicho que justamente en esa duda podemos encontrar nuevamente nuestra apertura a la realidad -a partir de allí podemos concluir que, si conocemos la realidad mediante signos o imágenes de las cosas reales, esos signos deben ser como los cristales transparentes de un par de anteojos, a través de los cuales una persona ve-las cosas. O sea que los signos por los cuales conocemos las cosas son muy es­peciales, pues primero nos muestran a la cosa significada (la cosa real en sí misma) y luego, cuando reflexionamos sobre el conocimiento, advertimos su presencia (la cosa significante).

La “intencionalidad”

Por eso, estarás notando que el conocimiento es una relación muy especial entre el sujeto que conoce y el objeto conocido. El sujeto no se transforma en el objeto y el objeto no se convierte en el sujeto. Los dos siguen siendo ellos mismos. Sin embargo, se unen muy profundamente a través de una muy especial imagen que el sujeto tiene del objeto. Por eso el co­nocimiento –como el amor- es unitivo ya la vez dual: dos se hacen uno y siguen siendo dos. De este modo el objeto está “presente” en el sujeto sin confundirse con él, y por eso el objeto podrá seguir existiendo aunque el sujeto desaparezca (aunque ya no como objeto de conocimiento de ese sujeto). Esta relación tan especial entre sujeto y objeto ha sido llama­da, por muchos filósofos, relación intencional. Y por eso a ve­ces encontrarás escrito en algunos manuales que el conocimien­to es una relación intencional entre objeto y sujeto.

Por otra parte, nuestra apertura a la realidad está testi­moniada más que nada, creo, por la relación con nuestro próji­mo. Creo que no sería muy agradable que las personas que te aman fueran sólo imágenes creadas por tu mente. Esto fue se­ñalado por un gran filósofo de este siglo, N. Hartmann. Alguna vez, algunos ojos te habrán mirado con verdadero amor. ¿Pue­des dudar, en última instancia, de su real existencia?

Kant

Hubo un gran filósofo, I. Kant -que era ade­más un gran hombre y un gran profesor- que pensaba en cierta medida distinto de nosotros. Kant también unía lo sensible a lo intelectual. Los datos de los sentidos -por los cuales nos informamos de la existencia con­creta de una cosa- son recibidos, según Kant, en una especie de “centro ordenador” que está en nuestra mente. Esas pautas ordenadoras vienen en nuestra mente, y son previas a todo co­nocimiento sensible (por eso son llamadas “a priori”). Kant las llamaba “categorías a priori”. Lo que conocemos, según Kant, es pues fruto de la unión entre los datos sensibles y las categorías a priori ordenadoras de esos datos. Esto implica que no conocemos cómo es la cosa en sí misma, sino que conoce­mos el resultado de una ordenación de nuestra mente. Lo cual es lo mismo que decir que no tomamos un jugo de naranja co­mo es en sí mismo, sino como aparece después de ser colado por un colador.

Para dar. un ejemplo más ajustado, según Kant sucede que, si dices que tal cosa fue la causa de tal otra, no es que es­tés conociendo una causa que existe realmente, sino que la causalidad es una “categoría a priori”, un criterio ordenador que viene en tu mente, que ordena datos sensibles de otro mo­do caóticos.

Hay cosas muy importantes en todo esto. En primer lu­gar, vemos que Kant coincide con nosotros en que los sentidos y la inteligencia trabajan íntimamente unidos. Es cierto, ade­más, que nuestra inteligencia juega un papel ordenador de los datos que recibimos a través de los sentidos. Sin embargo, creo que Kant ha exagerado ese papel ordenador, a tal punto que no podemos conocer, según él, las cosas como son en sí mis­mas. Y esto no implica que nosotros pensemos que podemos conocer totalmente las cosas -eso sólo compete a Dios-; pero sí pensamos, de acuerdo con todo lo meditado anterior­mente, que la inteligencia del hombre capta el modo de ser de las cosas, tales cuales son en sí mismas, aunque no total­mente. Podemos conocer, por ejemplo, que Juan es un ser humano y no una piedra, aunque ello no implique que cono­cemos absolutamente todos los secretos de la humanidad de Juan.

Podríamos decir, además, que si decimos lo que las ca­tegorías a priori “son”, entonces presuponemos que estamos conociendo lo que ellas son en sí mismas. Con lo cual ya esta­mos experimentando en nosotros mismos nuestra inevitable apertura a lo que las cosas son, aunque nos digamos kantianos.

Por supuesto, ‘estos desacuerdos que tenemos con Kant no significan que neguemos la importancia de su planteo. Al contrario, creemos que no puede haber una seria reflexión so­bre el tema del conocimiento sin analizar aunque sea mínima­mente la posición kantiana. Hay grandes filósofos que ayudan mucho a nuestra meditación filosófica, más por sus planteos que por sus soluciones, y Kant es un ejemplo.

La verdad

La posición realista que estamos sosteniendo nos permite afirmar la esencial apertura del hombre a la verdad. Muchas veces hemos habla­do de la verdad, pero ahora vamos a tratar de caracterizarla en sí misma. La verdad es como si fuera un pa­ralelo de la realidad. Verdad y realidad son correlativas. Cuan­do hablamos según lo que las cosas son realmente, estamos en la verdad. Por eso los filósofos dicen habitualmente que la ver­dad es una característica de los juicios o “afirmaciones” que diariamente pronunciamos. No porque todo lo que decimos es verdad, sino porque todo juicio es verdadero o es falso. Si yo digo, por ejemplo, “yo existo”, ese juicio es verdadero, porque yo estoy realmente existiendo. Por eso la verdad de un juicio puede ser caracterizada como su adecuación a la reali­dad.

Hay otro sentido de la verdad, más orientado hacia las cosas en sí mismas. Este otro sentido llama verdad a la realidad misma. En este caso toda cosa es verdadera, en cuanto que to­da cosa puede manifestarse, en su existir y su modo de existir, a cualquier sujeto que pueda conocerla. Esto significa que to­das las cosas están allí, como “esperando” a que se corra un ve­lo que las cubre (al parecer, esta es la posición del gran filósofo M. Heidegger, pero te digo “al parecer” porque este filósofo puede tener muy diversas interpretaciones), y así ser “devela­das” por un sujeto de conocimiento que tenga esa facultad, la inteligencia, que lo comunica con las cosas. De este modo to­das las cosas son como lamparitas de luz que están esperando que los ojos de tu inteligencia se abran; y por eso decimos que las cosas son “verdaderas”, de igual modo que las lamparitas son luminosas. Como ves, hay un correlato muy íntimo. entre el ser, la verdad y la inteligencia. Y por eso Dios, que es el Ser en sí mismo, es la Verdad en sí misma. Y por eso todos los hombres que buscan honestamente la verdad están buscando a Dios, aunque honestamente puedan llegar a negarlo.

La intuición

Vamos ahora a analizar explícitamente un tema que ha estado tácito en todo esto. Hemos visto que esta apertura del hombre a la realidad se produce a través de su esencial facultad de co­nocimiento, la inteligencia, que tiene justamente a las cosas (o al “ente”, como dijimos en el capítulo dos) como su objeto de conocimiento. Hemos visto también que la acción de la inteli­gencia se manifiesta mediante una especie de “captación direc­ta” de su objeto, cuando afirmamos la presencia de las cosas que son “dadas” a la inteligencia; cuando decimos, por ejemplo, “allí hay un árbol”, o cuando escuchamos un ruido y preguntamos” ¿qué es eso?”, o cuando captamos directamente nuestra propia existencia y decimos “yo existo” (yo soy). A esta “captación directa” la llamamos intuición intelectual. Hay que tener mucho cuidado con la palabra “intuición”, pues ha­bitualmente se la entiende de manera distinta al significado que aquí le estamos dando. En general se la utiliza para desig­nar un sentimiento,. o una cuestión emocional, que no está fundada racionalmente. Pero, en este caso, la intuición a la que nos referimos es lo más alto de la inteligencia y la razón. ¿Por qué? Porque es lo que te permite llegar a los puntos de partida de tu conocimiento racional. Vamos a detenemos con más de­talle en esta cuestión. .

Hay un momento de la inteligencia, que diariamente uti­lizamos, que se llama razonamiento. En los razonamiento ex­traemos una conclusión a partir de uno o varios juicios, que en ese caso se llaman premisas. Por ejemplo, vamos a suponer que decimos, de acuerdo al capítulo anterior, que “Juan es dueño de su destino”. Vamos a suponer que nos preguntan por qué. Es muy probable que entonces digamos la premisa que nos permite llegar a esa afirmación, y contestemos: “porque es un ser humano”. Con esa contestación, estamos manifestan­do el razonamiento que está implícito: “todo ser humano es dueño de su destino; Juan es un ser humano; por lo tanto, Juan es dueño de su destino”. Como vemos, de las dos premi­sas que utilizamos (todo ser humano es dueño de su destino, y Juan es un ser humano) deriva la conclusión del razonamien­to (Juan es dueño de su destino).

Pero ahora supongamos que nos preguntan el por qué de la premisa de la cual partimos. O sea, por qué todo ser hu­mano es dueño de su destino. Muy probablemente, podamos encontrar otro razonamiento para dar la respuesta. Pero ese razonamiento, a su vez, tendrá también una premisa principal de la cual hemos partido. Y nos pueden volver a preguntar el por qué de esa premisa, nuevamente. Y entonces: ¿dónde paramos? O bien: ¿hasta dónde llegamos? Porque si tuviéra­mos que seguir así hasta el infinito, esto sería un cuento de nunca acabar. Necesitamos, pues, un punto de partida que no necesite ser demostrado mediante un razonamiento. No ne­cesariamente uno; pueden ser varios puntos de partida por el estilo. Y, precisamente, esos diversos “puntos de partida” son fruto de la intuición intelectual de la que hablábamos. Y entonces, ves que esos puntos de partida tienen que ser máxi­mamente evidentes y seguros, pues son los que deben fun­dar en última instancia todos nuestros razonamientos posterio­res. Y, como muchas veces hemos dicho, hay cosas que son na­turalmente “dadas” a la inteligencia, que las llamamos eviden­tes, y que no necesitan ser demostradas. Por ejemplo, el famo­so “yo existo” (o “yo soy”), del cual hemos hablado tantas veces. O cualquier oración que puedas decir que manifieste una cosa existente directamente dada a tu conciencia, con su exis­tir y su modo de existir; por ejemplo, “aquí hay un lápiz”. O, como dijimos en el capítulo dos, el principio de contradicción. ¿Te acuerdas? Decía: “nada puede ser y no ser al mismo tiem­po y en el mismo sentido” (generalmente se dice “bajo el mis­mo respecto”). Por ejemplo, un pato no puede ser un pato y, al mismo tiempo, no ser un pato. Ahora fíjate qué interesante: si intentas “demostrar” el principio. de contradicción con un razonamiento, verás que es imposible, porque en el razona­miento que intentas hacer estarás utilizando el principio de contradicción que intentas demostrar, pues toda afirmación que hagas supone ese principio (si dices “Juan es un hombre” eso implica que Juan no puede ser al mismo tiempo algo que no sea hombre, yeso es el principio de contradicción –o tam­bién: “de no contradicción”-). ¿Ves? No lo puedes demostrar y, al mismo tiempo, es algo máximamente evidente y seguro (o sea, tenemos “certeza” de que es verdadero). El principio de no contradicción es, como vemos, uno de los mejores ejemplos de la existencia e importancia de la intuición intelectual.

La intuición y la metafísica

La inteligencia tiene, por tanto, dos “momen­tos”: uno, máximamente intelectual y fundan­te, que es la intuición; y otro, derivado, que es el razonamiento. El primero es más importante en “calidad”, y el segundo es más importante en “cantidad”. En efecto, la gran mayoría de nuestras afirmaciones y conocimientos están fundados en razonamientos (incluso, como vimos, temas tan importantes como el de Dios, y casi todos los que hemos tratado en este libro), pero asentados en última instancia en “puntos de partida” intelectualmente captados mediante la intuición. Entre esos puntos de partida encontramos sobre todo a la primera captación de la característica fundamental de las cosas de este mundo (esto es, que todas las cosas tienen un existir y un modo de existir) y los primeros principios de la razón, como el principio de no contradicción y otros parecidos. Esos puntos de partida, desarrollados sucesivamente mediante combinaciones de razonamiento e intuición intelectual, nos permiten desarrollar la ciencia de los principios generales de todas las cosas existentes en cuanto existentes, que es lo que llamamos metafísica racional (de la cual ya habíamos hablado en el capítulo uno). Puse el calificativo “racional” pues mu­chas veces escucharás o leerás que la metafísica es algo “irra­cional”, y, como ves, eso nada tiene que ver con lo que noso­tros llamamos metafísica. Tal vez la frase “de todas las cosas existentes en cuanto existentes” te resulte un tanto oscura. Pero no es nada del otro mundo. Con eso queremos decir que la metafísica no se va a ocupar de cada cosa en particular, sino de los principios generales de las cosas en cuanto a todo lo que se pueda reflexionar del hecho de que las cosas tengan existen­cia y un modo de existencia. Por ejemplo, en todo el capítulo dos hemos hecho metafísica racional. Cuando decíamos, por ejemplo, que a las cosas de este mundo la existencia no les

pertenece propiamente, o que todas las cosas coinciden en que existen pero tienen un modo de ser distinto, todo eso es una perspectiva metafísica de la cuestión.

Todo esto no significa que estos puntos de partida sean “innatos”, o “a priori” del conocimiento sensible. Como diji­mos, la inteligencia y los sentidos trabajan juntos y se llevan muy bien. Nadie nace con conocimientos adentro. La inteli­gencia va desarrollando sus conocimientos a partir y en contacto con los datos de los sentidos. Pero la inteligencia llega más allá de lo que los sentidos pueden informar.

Las ciencias positivas

Ahora es necesaria una aclaración. Los razona­mientos de los que hemos hablado son los que se llaman “necesarios” (recuerda que en el ca­pítulo dos vimos lo que era lo “necesario” filosóficamente). O sea que, puestas las premisas, la conclusión se desprende necesariamente de ellas (en el ejem­plo que vimos, si todo ser humano es dueño de su destino y Juan es un ser humano, entonces necesariamente Juan es due­ño de su destino). Pero hay razonamientos en los cuales la conclusión no se desprende necesariamente de las premisas, y que son llamados generalmente razonamientos no-deductivos. Estos razonamientos o modos de razonar fundan el conoci­miento de lo que habitualmente se llama “las ciencias”, o ciencias no-filosóficas o también, como a veces se las llama, ciencias positivas. Estas ciencias se caracterizan por el hecho de que no van más allá de los datos de la experiencia de tipo “sensible”. Los científicos discuten mucho entre sí sobre cuál puede ser el método adecuado para estas ciencias, y este es un debate en el cual ahora no nos introduciremos. Sólo te daré un ejemplo del procedimiento que hasta ahora ha tenido más aceptación. Supongamos que soy biólogo especializado en zoo­logía. Como científico, siempre tengo problemas que resolver. Por ejemplo, tengo el problema de saber cómo ciertas hembras de ciertas aves dan a comer a sus pichones. Entonces, antes de observar algo, se me ocurre alguna explicación, que los cientí­ficos llaman “hipótesis”. Por ejemplo, mi hipótesis es que po­dría ser que las hembras coman primero, depositen la comida en el buche y luego vuelvan a volcarla en la boca de sus picho­nes. Como ves, para elaborar una hipótesis el científico nece­sita imaginación y cierta especie de intuición (aunque no exac­tamente igual a la intuición de la que hablábamos nosotros). Con la hipótesis elaborada, trato de ver si es así en la realidad. Y entonces hago observaciones en la experiencia concreta. Con un buen largavista, mucho tiempo y mucha paciencia, y anotaciones precisas, observo más o menos unas 200 hembras de tal ave dando de comer a sus pichones. Y en los 200 casos veo que se comportan como yo había imaginado en mi hipótesis. Entonces yo puedo estar razonablemente seguro de que mi hi­pótesis se ha transformado en la siguiente “ley”: “las hembras de la especie X dan de comer a sus pichones de tal o cual mo­do”. Pero aquí debemos tener mucho cuidado. ¿Por qué dije “razonablemente” seguro? Precisamente, porque esa conclu­sión (la ley que hemos enunciado recién) no se desprende ne­cesariamente de las premisas (las premisas son, en este caso, cada uno de los 200 casos observados). ¿Y por qué? Porque nada excluye la posibilidad de que la hembra 201 se comporte.

de otro modo. De lo único que estoy seguro es de que las 200 observadas se han comportado así, pero no puedo estar seguro de que todas se comportarán así. ¡Si ni siquiera sé cuántas hay! Tal vez hay 250, o tal vez 250 millones. A lo sumo, podré decir “probablemente”, todas las hembras de la especie X . . . Y entonces este es el motivo por el cual toda ley científica es provisional, no necesaria, pues nada excluye otra experiencia posterior que la contradiga. Todo el conocimiento científico positivo se constituye pues por generalizaciones de hipótesis observadas sólo parcialmente. Además, el ejemplo que te di es simplificado, pues habitualmente no se observa la hipótesis directamente, sino consecuencias observables deducidas a par­tir de la hipótesis. En este punto los científicos discuten mu­cho. Por ejemplo, algunos dicen que no hay ningún motivo pa­ra decir “probablemente, todas las hembras. . .”. Sino que en realidad, lo único que se puede hacer es ver si la experiencia nos muestra que nuestra hipótesis es fa,1sa. O sea que yo sólo debería salir a observar para ver si mi explicación es desmenti­da por los hechos. En el ejemplo que dimos, todo lo que po­dríamos decir es que hasta ahora nuestra hipótesis ha resistido la prueba de los hechos, y con eso podemos quedamos muy conformes.

La seguridad de las ciencias positivas

Todo esto te muestra que el conocimiento cien­tífico-positivo es mucho más inseguro de lo que frecuentemente pensamos. La ilusión de seguri­dad absoluta que a veces dan las leyes científi­cas se debe a que muchas de ellas se han cum­plido siempre hasta ahora; sobre todo en sus aplicaciones técnicas. Pero nada excluye que nos enfrentemos en el futuro con fenómenos que desborden nuestras actuales. ­explicaciones y que demanden nuevas hipótesis que comple­menten (o contradigan) las explicaciones anteriores. Lo cual siempre ha sucedido así en la historia de la ciencia.

La limitación del conocimiento

Todo esto nos está mostrando que el conoci­miento humano es esencialmente limitado. Ese es el motivo por el cual muchos pensadores contemporáneos insisten mucho en que es in­dispensable la división del trabajo en materia de conocimientos y un intenso intercambio de información sobre las teorías y descubrimientos efectuados, para de ese modo acrecentar lo poco que la humanidad sabe.

Pero, entre saber nada y saberlo todo hay, como ya diji­mos muchas veces, un punto intermedio en, cuya delimitación no todos coinciden. Ya vimos que en las ciencias positivas los conocimientos son siempre provisionales, pero también hemos visto que en la meditación filosófica es posible llegar a conoci­mientos más seguros (pues tenemos la posibilidad de efectuar razonamientos necesarios, con puntos de partida basados en principios evidentes, acercándonos además a las esencias de ciertas cosas); lo cual no implica, reiteramos, agotar totalmente el conocimiento de lo real. Sólo significa esto que decir que la razón nada tiene que hacer en temas como Dios, la esencia del hombre, la libertad y la ética es una posición muy cercana a un escepticismo total (el cual, como vimos, se refuta a sí mis­mo al pretender afirmarse como verdadero).


Muchas veces los científicos positivos creen que lo que ellos conocen es lo único que se puede conocer, rechazando to­talmente la filosofía y la metafísica; y, también, muchas ve­ces algunos filósofos tienen una actitud de desprecio hacia el conocimiento de las ciencias positivas. Te podrás imaginar lo que se pelean ambos grupos, y el sin sentido de toda esa discu­sión. Ambos tipos de conocimiento son perfectamente legíti­mos en su campo y con su método, distinguiéndose sin mez­clarse, y justamente por eso es que pueden, a la vez, comple­mentarse y ayudarse el uno al otro.

Hume

Un ejemplo de una limitación del conocimien­to humano más allá de lo necesario es, en mi opinión, la posición de D. Hume. Hume fue un gran filósofo político y un gran economista. Pero veamos por un momento su teoría del conocimiento. Para Hume hay mu­chas cosas que no podemos conocer. No podemos conocer los modos de ser (esencias) de las cosas; son sólo meros nombres. Es también una mera ficción la existencia de un “yo” (nuestro “yo soy”) que perciba los datos que provienen de fuera; la ilusión viene de imaginar un centro unificado que reciba las percepciones. Tampoco podemos conocer ninguna causalidad real en las cosas, ni tampoco, por supuesto, podemos conocer racionalmente nada sobre Dios. Y tampoco tenemos ninguna certeza de que existan las cosas que percibimos; de tal cosa só­lo tenemos una creencia y nada más. ¿Qué conocemos, enton­ces? Pues solamente nuestras impresiones (las sensaciones) y las ideas que de ellas nos quedan. Como vemos, estamos ante un empirismo total y máximamente coherente (coherente no significa verdadero, sino consecuente con sus puntos de parti­da). El único conocimiento seguro es el matemático, el cual, . por otra parte, no nos informa de nada real. Por lo demás, sólo quedan las sensaciones y las relaciones de contigüidad y sucesión que hay entre ellas. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir, por ejemplo, que si ves una bola de billar que golpea a otra, en primer lugar lo único que conoces son las imágenes (impresiones) que recibes; que a esas impresiones correspon­dan dos bolas de billar reales es una simple creencia; en segun­do lugar, no existe realmente una causalidad real entre una bo­la y la otra en cuanto una sea causa del movimiento de la otra, sino que las dos impresiones (las bolas de billar) aparecen una junto a la otra (relación de contigüidad) y el movimiento de una precede al de la otra (sucesión); y de ese modo, si esto se repite varias veces, el hábito de ver esas dos impresiones rela­cionadas de manera contigua y sucesiva nos hace decir que una es la “causa” de la otra.

Tenemos varias cosas que comentar. En primer lugar, el tema de las esencias. Es cierto que el concepto universal “hu­manidad”, como tal, existe sólo en mi mente, pero tiene un fundamento real, que es el modo de ser de aquello existente que llamo Juan, Pedro o Pablo. Por lo tanto la esencia de una cosa no es un simple nombre, sino un modo de ser real, que puede darse igualmente en varios individuos (por ejemplo, Juan, Pedro y Pablo tienen los tres el mismo modo de ser), y por eso mi mente puede universalizar y concebir ese modo de ser “en abstracto” que se da en los tres. Si fuera cierto que no podemos conocer las esencias de las cosas, no podríamos distinguir a un ser humano de una piedra.

Decir que el propio yo es una ficción es lo mismo que decir “yo no existo”, lo cual no tiene sentido, pues tu existen­cia se evidencia en el mismo momento en el que la niegues y digas “yo no existo”, pues no podrías decido si no existieras. Hemos meditado muchas veces esta cuestión, y, como ves, yo opino que las meditaciones de san Agustín y Descartes salen. ganando de 1ejos frente a las opiniones de Hume; tal vez tú, pienses de otro modo. Ahora bien, creo que también es muy probable que Hume estuviera reaccionando contra la afirma­ción de que la existencia de un espíritu que subsista a la muer­te es algo evidente, y si es así, Hume tenía razón. Como vimos, esa afirmación no es evidente, sino que debe ser demostrada. Claro, seguramente Hume me dirá que no puede ser demostra­da, con lo cual yo no estaría de acuerdo, por todo lo visto en el capítulo tres.

En última instancia, tenemos en Hume una especie de negación radical de la apertura del hombre a lo real (como ves, c6nocer lo real más allá de las impresiones y la realidad del propio yo son creencias y no una certeza) y, por consiguiente, de la característica propia de la inteligencia humana. Pero yo creo que en estas negaciones se encuentra tácitamente afirma­do lo que se quiere negar. Pues, como señala García Morente, en Hume, a diferencia de Kant, subsiste la afirmación de las impresiones como “cosas en sí”, pues la teoría de Hume pre­tende describir lo que las impresiones y las ideas son. Y siem­pre que alguien diga “esto es tal cosa. . .” está afirmando, con­cientemente o no, la apertura del hombre, a través de su inteli­gencia, a lo que las cosas son, con su ser y modo de ser.

Sobre el tema de la causalidad, varias cosas. Hemos visto que es cierto que, en el campo de las ciencias positivas, no po­demos conocer relaciones necesarias de causalidad (o sea, que no puedan no darse), pues ya hemos visto que sus leyes son provisionales. En este campo del conocimiento,. Hume tenía ra­zón. Pero el problema es que la noción de causa va más allá, y parece que Hume no tuvo en cuenta este “más allá”. La causa­lidad hace referencia a todo aquello que tenga influencia en el ser y modo de ser de una cosa; no sólo se refiere a fenómenos físicos. De ese modo podemos decir que el escultor es realmen­te causa de su estatua, o que la unión de tus padres ha sido una verdadera causa para que tú existas. Pero, sobre todo, hemos visto en el capítulo dos que la noción más profunda de causa­lidad hace referencia a que todo aquello a lo que no le compe­te existir propiamente (o sea, que tiene su existencia “presta­da”) tiene el origen de su existencia en otra cosa, que se dice causa de la primera. Y esta es justamente la noción de causali­dad que permite analizar racionalmente el tema de Dios, cosa también rechazada coherentemente por Hume.

A pesar de estos desacuerdos, Hume es un filósofo im­portante por los problemas que plantea. La meditación de sus opiniones es importante, también, porque son una buena oca­sión para poner a prueba nuestras propias opiniones.

La razón y la fe

Queda, por último, una cuestión que cierra muy bien todo este conjunto de meditaciones filosóficas. Y es el famoso tema de la relación entre la razón y la fe, tema sobre el cual algo habíamos dicho en el capítulo uno, aunque muy poco. Ahora vamos a extendemos un poco más, teniendo en cuenta que la fe es también una forma de conocimiento.

La fe natural

Ante todo, tengamos en cuenta que lo que lla­mamos “fe” no hace referencia solamente a al­go religioso. Aunque te resulte extraño, gran parte de nuestros conocimientos de la vida co­tidiana, y gran parte de los conocimientos científicos, se basan en actos de confianza, que podríamos llamar “fe natural”. Por­que, si definimos la fe como la voluntaria aceptación de aquello de lo cual no sé tiene evidencia -y muchos filósofos esta­rían de acuerdo con esta definición- debemos observar que no son muchos los conocimientos de los cuales tenemos evidencia; cómo, por ejemplo, los principios evidentes captados por intui­ción intelectual -que como vimos, son pocos, aunque impor­tantes- o la evidencia que también puede surgir de razona­mientos en los cuales una cosa se deduce de otra (como nues­tro ejemplo de “todo ser humano es dueño de su destino”. . . etcétera); o la evidencia de los juicios simples de existencia de tal o cual cosa (como “en este momento tengo un libro en la mano”, etcétera). Pero hay otro gran sector en el cual lo que tenemos es, específicamente, una “creencia”. Ya hemos visto que las leyes científicas de las ciencias positivas te informan de. cosas de las cuales no tenemos plena certeza de que siempre se seguirán cumpliendo. Cada día, al acostarnos, creemos que al día siguiente las leyes físicas que conocemos se seguirán cum­pliendo. (Y ya vimos porqué: por la misma estructura de los razonamientos científico-positivos, no necesarios, no podemos excluir un caso o más que escapen a la explicación hasta el mo­mento no contradicha por los hechos). Veamos otro caso de una “creencia natural” muy común: el testimonio de las de­más personas. Corroborado, muchas veces, por testimonios que dejan las cosas mismas. ¿Has estado alguna vez en la ciudad de Moscú? Probablemente no. Pero, si no has estado, sin embargo crees que existe, porque todo el mundo dice que existe, por­que hay fotos de ella, porque aparece en los diarios, etcétera. Pero no hay ningún razonamiento necesario del cual puedas concluir: “Moscú existe”. (Si vas a Moscú, y la ves, su existen­cia te será evidente, y no necesitarás, por lo tanto, ningún ra­zonamiento). Y el caso de los conocimientos históricos es to­davía más característico de esta “fe natural”. ¿Cómo sabes que San Martín cruzó los Andes? Porque en la escuela prima­ria te lo decían una vez cada tres segundos; porque está lleno de libros donde se dice que los cruzó; porque todos los histo­riadores dicen lo mismo; porque quedaron testimonios de la época, etcétera. Pero ningún razonamiento necesario te permi­te concluir que San Martín cruzó los Andes; es más, creo que no podemos regresar al siglo pasado para vedo directamente (problema que no teníamos con Moscú).

En este tipo de conocimientos, la certeza puede aumen­tar a medida que aumenta la confianza en la persona que da testimonio de los hechos. Yo no dudo ni por un momento, por ejemplo, de lo que mis padres me cuenten sobre mis abuelos. Quiere esto decir que este tipo de conocimientos, a pesar de su inseguridad intrínseca, pueden alcanzar un alto grado de certe­.za si tenemos la seguridad de que la persona que da testimonio de los hechos no miente.


Su razonabilidad

Me he detenido con cierto detalle en este tipo de creencias cotidianas para que nos demos cuenta de varias cosas. Primero, que, indepen­dientemente de cuestiones religiosas, creemos, estrictamente hablando, en más cosas de las que “creemos” no creer. Y, segundo, que estas creencias no atentan contra nues­tra razón ni son absurdas ni irrazonables; es más, para todas ellas tenemos razones para aceptarlas. Y aquí tenemos pues una primera relación de armonía entre la razón y la fe, que vi­vimos todos los días, sin damos cuenta. Tenemos razones para creer en muchas cosas, como vimos. Es razonable, como vimos, que afirmemos la existencia de la ciudad de Moscú, aunque muy probablemente nunca estemos allí. Todas estas “fes” na­turales son, por lo tanto, actos de la inteligencia, por los cuales ésta, con la participación de la voluntad, afirma algo que no es evidente ni derivable de un razonamiento necesario (pero pue­de derivarse, como vimos, de un razonamiento no necesario o del testimonio de alguien en quien confiamos). La fe es pues razonable cuando tenemos esas razones para creer: testimonios confiables; razonamientos no necesarios; o testimonios que de­jan las cosas mismas (como las ruinas de la antigua Grecia). Al contrario, si yo un día te digo que vi un elefante volando cerca de mi casa, tú seguramente no me creerás, porque, ¿qué razón tienes para creerme?

La fe religiosa

Si la fe natural no es pues algo absurdo, es posi­ble que la fe sobrenatural tampoco. ¿A qué lla­mamos fe sobrenatural? A la fe específicamen­te religiosa. La fe religiosa tiene, en principio, la misma característica que la fe natural: es aceptar lo no evi­dente. Pero, en la mayoría de las religiones –especialmente en las monoteístas- hay un Ser Sobrenatural que es el que revela la verdad, y está el hombre que recibe y. acepta ese mensaje, por confianza absoluta en quien revela. Esa fe, además, no es algo que derive de las fuerzas del hombre (como la fe natural), sino que es una fuerza especial otorgada por Dios a la inteligen­cia del hombre. Por eso se dice “sobrenatural”. Observa: sobre lo natural, y no contra lo natural. O sea: sobre la inteligencia del hombre, pero no contra ella. Es sobre su inteligencia por­que por esa fe el hombre conoce cosas a las cuales no puede llegar deductivamente (por medio de razonamientos necesa­rios) con su sola inteligencia. (Como un astrónomo llega con su telescopio a cosas inaccesibles para su ojo sin el telescopio). Pero no es contra la inteligencia del hombre, si el mensaje dado no es absurdo (o contradictorio). Y entonces la razón del hom­bre, aunque crea en un “misterio”, ese misterio será tal porque no es totalmente claro para nosotros (para Dios todo es claro), pero a la vez no es totalmente absurdo. La fe religiosa es pues como un telescopio sobrenatural, que Dios coloca en nuestra inteligencia para que lo veamos (a El y sus cosas) mejor (por­que con nuestra sola razón, algo de El podemos ver, como vi­mos en el capítulo dos).

Su diferencia con lo irracional

La fe religiosa no es pues irracional -como muchas veces se dice-, sino suprarracional, que no es lo mismo. Porque puede haber ra­zones para la fe. Esas razones no derivan con necesidad lógica en lo que la fe afirma -en ese caso ya no sería fe- sino que dan indicios de porqué el men­saje religioso en cuestión no es absurdo. Esas razones facilitan la aceptación del mensaje religioso, que seguirá siendo libre y voluntaria, por su propia naturaleza, y dependiente, necesaria­mente, de la acción de Dios, ya que la fe deriva de Dios.

En algunas religiones hay ejemplos impresionantes de la armonía que es posible lograr entre la razón y la fe (y no por­que sean iguales, sino que, justamente por ser distintas, pue­den complementarse -como los dos sexos-). En el Judaísmo y el Cristianismo -que comparten el libro sagrado llamado An­tiguo Testamento-, cuando leemos el libro del Exodo, capí­tulo 3, Moisés le pregunta a Dios cuál es su nombre, y Dios responde (vers. 14): “Dijo Dios a Moisés: ‘Yo soy el que soy’. y añadió: ‘Así dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy’ me ha envia­do a vosotros’ “ (el subrayado es mío). Ahora piensa en todo lo que dijimos en el capítulo dos, guiados por la sola razón, y dime si no notas alguna coincidencia. ¿N o habíamos concluido que Dios es el Ser como tal? ¿No habíamos dicho que de El no se puede decir que es esto o aquello, sino sólo que es? ¿No habíamos dicho que su Ser y su modo de ser son lo mismo? Y entonces tenemos aquí que Dios se revela a sí mismo exacta­. mente como la razón señala: “Yo soy el que soy”; “el que soy” indica el modo de ser, que como vemos es igual al ser.

Lo que ocurre es, además, que tanto Dios, como la es­piritualidad del hombre y su libertad son temas accesibles a la sola razón, pero al mismo tiempo forman parte de la reve­lación en la fe religiosa. Si tenemos fe en Dios y nos preguntá­ramos por qué Dios revela lo que nosotros podemos conocer con nuestra razón, podemos contestar, como decía santo To­más, que Dios obra así seguramente por la dificultad de esos temas, de manera tal que la revelación facilite el acceso a lo que es muy complicado, aunque accesible por la sola razón.

La razón es pues como una linterna en una habitación a oscuras, que señala el camino para abrir las ventanas. Y la fe es como la luz del sol que entrará luego por las ventanas.

Tal vez te preguntes por qué hay que terminar un libro de filosofía hablando de la fe religiosa. Porque, si tienes inquie­tudes religiosas, quise mostrarte que. no debes vivir un conflic­to insoluble entre tu razón y tu fe. He querido dejar abierta tu inteligencia a la fe. Porque el hombre es uno, y sus diversas fa­cetas no tienen porqué vivir en conflicto. No tienes que elegir entre ser filósofo o tener fe; puedes ser un perfecto filósofo y, al mismo tiempo, tener fe. Así como no están en conflicto las ciencias positivas y la filosofía, tampoco están en conflicto la filosofía y la fe. Y por lo tanto tú no tienes que estar en con­flicto contigo mismo. Sí estarán en conflicto una filosofía que afirme que toda fe es un absurdo y una fe que afirme que toda filosofía es mala, en cuyo caso esa filosofía y esa fe estarán erradas.

Bien, hemos llegado al final de nuestras pequeñas refle­xiones sobre el conocimiento, y al final, también, de esta pe­queña visita guiada por la filosofía. Por supuesto, queda mu­cho camino por recorrer. Un camino que no es sencillo y que requiere mucho esfuerzo de nuestra parte. Pero de esto y otras cosas vamos a meditar, después de un descansito, en la refle­xión final.

LECTURAS RECOMENDADAS

1) García Venturini, J. L.: Curso de filosofía; Troquel, Buenos Aires, 1960; capítulos VI, VII Y V (en ese orden).

2) Mandrioni, H.: Introducción a la filosofía; Kapelusz, Buenos Aires, 1964, capítulo 6.

Bibliografía adicional:

1) Suma contra los gentiles (o Suma Filosófica), por santo Tomás de Aquino. Club de Lectores, Buenos Aires, 1951.

2) Del Iluminismo a nuestros días, por Francisco Leocata. Ediciones Don Bosco, Buenos Aires, 1979.

3) La filosofía actual, por 1. M. Bochenski. Fondo de Cultura Económica, México, 1979, (octava reimpresión).